Lo bello y lo sublime: ensayo de estética y moral
Immanuel Kant
Capítulo III
Sobre la diferencia entre lo sublime y lo
bello en la relación recíproca de ambos sexos.
Quien por primera
vez aplicó a la mujer el nombre de bello
sexo, acaso quiso decir algo galante, pero acertó mejor de lo que
él mismo pudo imaginarse. Sin tener en cuenta que su figura es, en general, más
fina, sus rasgos más delicados y dulces, su rostro más significativo y
cautivante en la expresión del afecto, la broma y la afabilidad, que en el sexo
masculino; sin olvidar lo que debe atribuirse al encanto secreto, que inclina
nuestra pasión a juicios favorables para ellas, hay en el carácter de este sexo
rasgos particulares que lo diferencian claramente del nuestro, y le hace
distinguirse principalmente por la nota de lo bello. De otro lado, podríamos
aspirar nosotros a la denominación de noble
sexo si no se exigiese al carácter noble el apartamiento de títulos
honoríficos y el concederlos mejor que el recibirlos. No se entienda por esto
que la mujer carece de nobles cualidades o que hayan de faltar por completo las
bellezas al sexo masculino; mas bien debe esperarse que en cada sexo resulten
unidas ambas cosas; pero, de tal suerte, que en una mujer todas las demás
ventajas se combinen sólo para hacer resaltar el carácter de lo bello, en ellas
el verdadero centro, y, en cambio, entre las cualidades masculinas sobresalga
desde luego lo sublime
como característica. A esto deben referirse todos los juicios sobre
las dos mitades de la especie humana, tanto de los lisonjeros como de los
adversos; esto han de tener a la vista toda educación y enseñanza, y todo
esfuerzo por fomentar la perfección moral de una y otra, si no se quiere hacer
imperceptible la encantadora diferencia que la naturaleza ha querido establecer
entre ambas. No es suficiente pensar que se tienen ante sí hombres; es menester
no perder de vista que estos hombres no son de una misma clase.
La mujer tiene un
sentimiento innato para todo lo bello, bonito y adornado. Ya en la infancia se
complacen en componerse, y los adornos las hacen más agradables. Son limpias y
muy delicadas para lo repugnante. Gustan de bromas, y les distrae una
conversación ligera, con tal de que sea alegre y risueña. Tienen muy pronto un
carácter juicioso, saben adoptar aire fino y son dueñas de sí mismas; y eso a
una edad en que nuestra juventud masculina bien educada es todavía indómita,
basta y torpe. Muestran un interés muy afectuoso, bondad natural y compasión;
prefieren lo bello a lo útil, y gustan de ahorrar de superfluidades en el
sustento para sostener el gasto de lo vistoso y de las galas. Son muy sensibles
a la menor ofensa, y sumamente finas para advertir la más ligera falta de
atención y respeto hacia ellas. En una palabra, representan, dentro de la
naturaleza humana, el fundamento del contraste entre las cualidades bellas y
las nobles, y el sexo masculino se afina con su trato.
Espero que se me
dispensará la enumeración de las cualidades masculinas en su paralelismo con
las del sexo opuesto, y que bastará considerar comparativamente unas y otras.
El bello sexo tiene tanta inteligencia como el masculino, pero es una
inteligencia bella;
la nuestra ha de ser una inteligencia
profunda, expresión de significado equivalente a lo sublime.
La belleza de los
actos se manifiesta en su ligereza y en la aparente facilidad de su ejecución;
en cambio, los afanes y las dificultades superadas suscitan asombro y
corresponden a lo sublime. La meditación profunda y el examen prolongado son
nobles, pero pesados, y no sientan bien a una persona en la cual los
espontáneos hechizos deben sólo mostrar una naturaleza bella. El estudio
trabajoso y la reflexión penosa, aunque una mujer fuese lejos en ello, borran
los méritos peculiares de su sexo, y si bien la rareza de estas condiciones en
su sexo las convierte en objeto de fría admiración, debilitan al mismo tiempo
los encantos que les otorgan su fuerte imperio sobre el sexo opuesto. A una
mujer con la cabeza llena de griego, como la señora Dacier, o que sostiene
sobre mecánica discusiones fundamentales, como la marquesa de Chastelet, parece
que no le hace falta más que una buena barba; con ella, su rostro daría más
acabadamente la expresión de profundidad que pretenden. La inteligencia bella
elige por objetos suyos los más análogos a los sentimientos delicados, y
abandona las especulaciones abstractas o los conocimientos útiles, pero áridos
a la inteligencia aplicada, fundamental y profunda. La mujer, por tanto, no
debe aprender ninguna geometría; del principio de razón suficiente o de las
monadas sólo sabrá lo indispensable para entender el chiste en las poesías
humorísticas con que se ha satirizado a los superficiales sutilizadores de
nuestro sexo. Pueden dejar a Descartes que continúe haciendo girar su
torbellino, sin preocuparse por ello, aunque el amable Fontenelle quisiera
abrir para ella un salón entre los planetas; y el atractivo de sus encantos no
pierde nada de su energía si no saben una palabra de lo que Algarotti, para
provecho suyo y siguiendo a Newton, se ha esforzado en escribir acerca de las
fuerzas de atracción de las materias groseras. En historia, no se llenarán la
cabeza con batallas, ni en geometría, con fortalezas; tan mal sienta en ellas
el olor de la pólvora como en los hombres el del almizcle.
Parece una
maliciosa astucia de los hombres el haber querido desviar al sexo bello hacia
este gusto equivocado. Conscientes de su debilidad ante los encantos naturales
del mismo, y de que basta una mirada burlona para sumirlos en mayor confusión
que la más difícil cuestión científica, no bien cae la mujer en este gusto, se
sienten en franca superioridad y en situación de acudir benévolos en auxilio de
la vanidad femenina. El contenido de la gran ciencia de la mujer es más bien lo
humano, y entre lo humano, el hombre. Su filosofía no consiste en
razonamientos, sino en la sensibilidad. Esta circunstancia debe tenerse en
cuenta al proporcionárseles ocasiones de cultivar su hermosa naturaleza. Se
procurará ampliar todo su sentimiento moral, y no su memoria, valiéndose, no de
reglas generales, sino del juicio personal sobre los actos que ven en torno
suyo. Los ejemplos sacados de otros tiempos para ver el influjo que el bello
sexo ha ejercido en los asuntos, las diversas relaciones en que durante otras
épocas o en países extraños se ha encontrado con respecto al masculino, el
carácter de ambos según estas particularidades pueden explicarlo, y el variable
gusto en las diversiones, constituyen toda su historia y su geografía. Es bello
que se haga agradable a una mujer la vista de un mapa donde se representa toda
la tierra o la porción más importante de ella. Esto se obtiene presentándola
sólo con el propósito de describir los diversos caracteres de los pueblos que
la habitan, sus diferencias en el gusto y en el sentimiento moral,
principalmente con respecto al influjo que tienen éstas en las relaciones de
ambos sexos, explicando todo ello ligeramente por el diferente clima, la
libertad o la esclavitud. Poco importa que sepan o no las particulares
divisiones de estos países, su industria, su poderío o sus soberanos. Del
universo igualmente sólo es menester que conozcan lo necesario para hacerles
conmovedor el espectáculo del cielo en una hermosa noche, cuando han
comprendido en cierto modo que existen otros mundos, y en ellos también
hermosas criaturas. El sentimiento para las pinturas y para la música, no como
arte, sino como expresión de la sensibilidad, afina o eleva el gusto de este
sexo, y tiene siempre algún enlace con los movimientos morales. Nunca una
enseñanza fría y especulativa; siempre sensaciones, y éstas permaneciendo tan
cerca como sea posible de sus condiciones de sexo. Semejante instrucción es tan
rara porque exige aptitudes, experiencia y un corazón lleno de sentimiento. De
toda otra puede la mujer muy bien prescindir, y aun sin ésta se afina
comúnmente muy bien por sí misma.
La virtud de una
mujer es una virtud
bella(8). La del sexo masculino debe ser una virtud
noble. Evitarán el mal no por injusto, sino por feo, y actos virtuosos son para
ellas los moralmente bellos. Nada de deber, nada de necesidad, nada de
obligación. A la mujer es insoportable toda orden y toda constricción
malhumorada. Hacen algo sólo porque les agrada, y el arte consiste en hacer que
les agrade aquello que es bueno. Me parece difícil que el bello sexo sea capaz
de principios, y espero no ofender con esto; también son extremadamente raros
en el masculino. Por eso la Providencia ha otorgado a su pecho sentimientos
bondadosos y benévolos, un fino sentimiento para la honestidad y un alma
complaciente. No se exijan, además, sacrificios y generoso dominio de sí mismo.
Un hombre no puede nunca decir a su mujer que ha puesto en peligro una parte de
su fortuna por un amigo. ¿Para qué encadenar su alegre locuacidad recargando su
espíritu con un secreto cuya guarda a él solo incumbe? Aun muchas de sus
debilidades son, por decirlo así, bellos
defectos. La ofensa y el infortunio conmueven hasta la tristeza su
alma tierna. El hombre no debe nunca de llorar más que lágrimas magnánimas. Las
que derraman por dolores o por situaciones desdichadas lo hacen despreciable.
La vanidad que se suele reprochar al bello sexo, si es que en él resulta un
defecto, es un bello defecto. Prescindiendo de que los hombres, tan aficionados
a galantear a las damas, se encontrarían en mala situación si ellas no
estuviesen inclinadas a admitir sus lisonjas, esta condición no hace más que
avivar sus encantos. Es un estímulo para mostrarse amable y graciosa, para
abandonarse al juego de una jovialidad ingeniosa, y también para brillar en los
variables recursos de las galas y realzar la hermosura. En ello no hay nada
ofensivo para los demás, sino más bien, cuando la inspira el buen gusto, algo
tan encantador, que sería inconveniente condenarlo. A una mujer que en tal
punto es demasiado ligera y retozona, se le llama tonta, expresión que, sin
embargo, no tiene significación tan clara como en el hombre con la sílaba final
cambiada; bien entendida, puede encerrar a veces también una lisonja cariñosa.
Si la vanidad es defecto que en una mujer bien merece disculpa, el engreimiento
en ellas no es sólo censurable, como en toda persona en general, sino que
desfigura completamente el carácter del sexo. Este defecto es muy feo y necio y
se opone directamente al atractivo de los encantos modestos. La persona dominada
por él no tarda en ponerse en una situación delicada. Debe esperar que se la
juzgue sin indulgencia, duramente; quien aspira a una alta consideración,
invita a la censura. El descubrimiento del menor defecto proporciona a todos
una alegría, y la palabra tonta
pierde aquí su significación atenuada. Ha de distinguirse siempre la vanidad
del engreimiento. La primera solicita el aplauso y honra en cierto modo a
aquellos por las cuales se toma este trabajo; el segundo se cree en completa
posesión de él, y, no esforzándose en conseguirlo, no logra obtenerlo.
Si una cierta
dosis de vanidad no desfigura en nada a una mujer ante los ojos del sexo
masculino, contribuye, sin embargo, cuanto más visible es, a dividir entre sí
al sexo bello. Se juzgan entre sí muy duramente no bien una de ellas parece
obscurecer los encantos de las demás, y, realmente, las que tienen grandes
pretensiones de seducción son raras veces amigas entre sí en verdadero sentido.
Nada es más
contrario a lo bello que lo repugnante, así como nada cae más por debajo de lo
sublime que lo ridículo. Por eso ninguna injuria puede ser más sensible a un
hombre que ser llamado tonto,
ni a una mujer que oírse calificar de repugnante. El inglés considera que
no se puede dirigir al hombre reproche más mortificante que el de embustero, y
a una mujer ninguno más amargo que ser tenida por deshonesta. Dejemos a esto su
valor en cuanto se considera el rigorismo de la moral. Aquí no se trata de lo
que en sí mismo merece mayor censura, sino de lo que en realidad hiere más
vivamente. Y en tal sentido pregunto yo a cada lector si cuando él se pone
mentalmente en tal caso no se suma a mi opinión. La señorita Ninon Lenclos no
tenía pretensión alguna al honor de la honestidad, y, sin embargo, hubiese sido
cruelmente ofendida si uno de sus amantes hubiese ido tan lejos en sus
reproches; y conocido es el trágico destino de Monaldeschi por una expresión
ofensiva de tal género a una princesa que no pretendió ciertamente figurar como
una Lucrecia. Es insoportable que no se pueda hacer mal aunque se quiera,
porque la abstención del mismo es siempre una virtud muy dudosa.
Para alejarse todo
lo posible de lo repugnante conviene la limpieza,
que sienta bien en toda persona. En el sexo bello pertenece a las virtudes de
primera fila, y difícilmente puede ser exagerada, mientras en el hombre rebasa
a veces la medida y resulta pueril.
El pudor es un
secreto de la naturaleza para poner barrera a una inclinación muy rebelde, y
que contando con la voz de la naturaleza parece conciliarse siempre con
cualidades buenas morales aun cuando incurra en excesos. El pudor es, por
tanto, como suplemento de los principios, sumamente necesario. Nunca tan
fácilmente como en este caso se convierte la inclinación en sofista para imaginarse
principios favorables. Sirve además para correr una cortina ante los más
convenientes y necesarios fines de la naturaleza, a fin de que una demasiado
común familiaridad con ellos no ocasione repugnancia, o por lo menos
indiferencia, con respecto a los propósitos de un instinto al cual van unidas
las inclinaciones más delicadas y finas de la naturaleza humana. Esta cualidad
es principalmente propia del bello sexo, y le sienta muy bien. Debe
considerarse como una grosera y despreciable inconveniencia sumir en confusión
y desagrado la delicada honestidad del mismo con esas plebeyas bromas que se
suelen llamar frases
equívocas. Pero en último término la inclinación es el fundamento
de todos los demás encantos, y una mujer es siempre, en cuanto mujer, el agradable
objeto de una conversación educada.
Esto podría
explicar que aun hombres finos se tomen a veces la libertad de dejar
transparentar delicadas alusiones con pequeñas bromas picantes, por las cuales
se les llama libres
o traviesos. Cuando, sin que ofendan miradas atrevidas ni se vea
intención de herir el respeto, una dama recibe estas bromas con gesto agrio o
de disgusto, se creen los hombres autorizados a calificarla de gazmoña. Me
refiero a esto porque se considera comúnmente como un rasgo algo atrevido de la
conversación, y de hecho se ha gastado siempre mucho ingenio en ello. En cuanto
al estricto juicio moral que la cosa merezca, no corresponde a este sitio; en
el sentimiento de lo bello sólo tengo que observar y explicar los fenómenos.
Las nobles
cualidades de este sexo, en que, como he notado ya, nunca se ha de echar de
menos lo bello, en nada se manifiestan más clara y seguramente que en la modestia, una
especie de noble sencillez e ingenuidad recubriendo notables condiciones. De
ella brota una tranquila afectuosidad hacia los demás, unida al mismo tiempo a
una cierta noble
confianza en sí mismo y una razonable estimación propia que siempre
se encuentra en un carácter elevado. Esta mezcla, realzada al mismo tiempo por
los encantos y por el respeto que infunde, pone en seguridad todas las otras
brillantes cualidades contra la malicia de la censura o de la burla. Las
personas de este carácter tienen también corazón para la amistad, que en la
mujer nunca podrá estimarse lo suficiente, por ser tan rara y porque al mismo
tiempo resulta tan deliciosa.
Como nuestro
propósito es analizar sentimientos, no puede ser desagradable reducir en lo
posible a conceptos las diferentes impresiones que la figura y el rostro del
sexo bello producen en el masculino. Toda esta seducción está, en el fondo,
extendida sobre el instinto sexual. La naturaleza persigue su gran propósito, y
todas las finuras añadidas, por mucho que de él parezcan desviarse, son sólo
ornamentos, y al cabo toman su encanto justamente de ese mismo manantial. Un gusto rudo y sano,
atenido siempre de cerca a este instinto, se preocupará poco en una mujer de
los encantos del talle, del rostro, de los ojos, etcétera; como propiamente
sólo tiene en cuenta el sexo, considera casi siempre vana palabrería las
delicadezas de los demás.
Aunque poco
delicado, no ha de menospreciarse tampoco este gusto. Por él la mayor parte de
los hombres observa el gran orden de la naturaleza de una manera muy sencilla y
segura(9); por él se realizan los más de los
matrimonios, y aun de la parte más aplicada del género humano. Como el hombre,
no se llena la cabeza con un rostro hechicero, unos ojos lánguidos, un noble
porte, etcétera, y hasta carece de sentido para esto; tanta más atención
concederá a las virtudes domésticas, a la economía, etc., y a la dote.
Por lo que se
refiere al gusto algo más fino, que necesita establecer una distinción entre
los encantos exteriores de la mujer, unas veces prefiere lo que hay de moral en la
figura y en la expresión del rostro, otras lo no moral. Con relación a los
atractivos de esta última especie, es calificada una mujer de bonita. Un talle
proporcionado, rasgos regulares, una linda coloración de los ojos y del rostro,
bellezas todas que agradan también en un ramo de flores y obtienen fría
aprobación. El rostro mismo, aunque sea bonito, no expresa nada y no habla al
corazón.
En cuanto a la
expresión moral de las facciones, de los ojos y de la fisonomía, puede tender a
lo sublime o a lo bello.
Una mujer en la
cual los atractivos que a su sexo convienen hacer predominar la expresión de lo
sublime, es calificada de bella
en sentido propio; aquélla cuya fisonomía moral, tal como se manifiesta en el
aire o en los rasgos del rostro, anuncia las cualidades de lo bello, es agradable, y
cuando esto ocurre en grado sumo, encantadora.
La primera, bajo un aire de calma y una noble compostura, deja
aparecer el brillo de una bella inteligencia con miradas modestas, y al
pintarse en su rostro un tierno sentimiento y un alma bondadosa, se adueña
tanto de la inclinación como del respeto profundo de un corazón masculino. La
segunda, muestra alegría e ingenio en los ojos risueños, cierta fina malicia,
alocamiento bromista y desdenes traviesos. Mientras la primera conmueve, ésta
seduce, y el amor de que es capaz y que a los demás infunde, resulta ligero,
pero bello; en cambio el de la primera es tierno y constante, y con él va unido
el respeto. No puedo entregarme a un análisis de este género demasiado
detallado, pues en tales casos siempre parece el autor pintar sus personales
preferencias. Con todo, he de añadir que el gusto de muchas damas por un color
sano, pero pálido, se deja comprender por esto. Tal color acompaña comúnmente a
un carácter de sentimientos más íntimos y sensibilidad más tierna, que
corresponde a la calidad de lo sublime; el color sonrosado y vivo, en cambio,
da más bien la impresión de un espíritu jovial y animado, y la vanidad prefiere
conmover y cautivar a encantar y seducir. Cabe también que una mujer sea muy
bonita sin que su rostro exprese ningún sentimiento moral, sin una particular
expresión, indicio de un alma sensible; pero ni conmueve ni encanta como no sea
a hombres de aquel gusto
rudo antes mencionado, gusto que a veces se afina algo, y entonces,
a su manera, también elige. Lástima que tales hermosas criaturas caigan
fácilmente en el defecto del engreimiento por saber demasiado la bella figura
que les muestra el espejo, y por falta de sensibilidad delicada; entonces todos
se muestran fríos con ellas, excepto el adulador, que persigue sus propósitos y
procura ir tejiendo sus intrigas.
Estas
consideraciones pueden permitirnos comprender en cierto modo el efecto que una
mujer produce en el gusto de los hombres. Paso por alto, pues no corresponde al
dominio del gusto delicado, aquello que en esta impresión se refiere demasiado
de cerca al instinto sexual, o que pueda hallarse en concordancia con la
particular ilusión voluptuosa de que la sensación en cada cual se reviste.
Acaso sea exacto lo supuesto por el señor de Buffon, según el cual, la figura
que impresiona por vez primera, cuando este instinto es aún nuevo y comienza a
desarrollarse, sigue siendo el modelo con el que más o menos deben concordar en
lo futuro todas las figuras femeninas para excitar el deseo imaginativo, por
cuyos dictados una inclinación bastante grosera se ve obligada a elegir entre
los diferentes individuos del sexo contrario. Por lo que se refiere al otro
gusto más delicado, me parece que el género de belleza denominado por nosotros figura bonita, es
juzgado de modo bastante análogo por todos los hombres, y que sobre él no son
tan diversas las opiniones como generalmente se piensa. Las muchachas circasianas y georgianas
han sido siempre consideradas como extraordinariamente bonitas por todos los
europeos que han atravesado esos países. Los turcos,
los árabes
y los persas
se hallan, sin duda, muy de acuerdo con este gusto, pues desean con gran ahínco
embellecer sus pueblos con tan fina sangre, y se observa que la raza persa lo
ha conseguido positivamente. Los mercaderes del Indostán no dejan tampoco de
sacar partido, por un comercio malvado, de tan bellas criaturas, conduciéndolas
a sus golosos dominios. Se ve que, a pesar de toda la diversidad en el gusto de
estas diversas comarcas, lo que en una de ellas se reconoce como singularmente
bonito, lo es también para todas las demás. Más cuando en el juicio sobre una
figura delicada se mezcla lo que es moral en los rasgos, aparecen siempre
grandes discrepancias entre los distintos hombres, tanto por la diferente
sensibilidad moral de éstos como por el diverso significado que los rasgos del
rostro pueden tener para la imaginación de cada uno. Es frecuente encontrar
figuras, a primera vista sin particular interés, por no ser bonitas de una
manera determinada, que no bien comienzan a agradar en un trato más íntimo, se
van apoderando del que las contempla y parecen hermosearse de continuo; en
cambio, una apariencia bonita, que de golpe se revela, es mirada después con
mayor frialdad. Débese, probablemente, a que los encantos morales, allí donde
se revelan, cautivan más, y también porque dejan sentir su efecto, con ocasión
de sensaciones morales. Cada descubrimiento de un nuevo encanto hace sospechar
otros más, mientras que todos los atractivos patentes, una vez ejercido desde
un principio todo su efecto, no pueden en lo sucesivo sino enfriar la
curiosidad enamorada y convertirla poco a poco en indiferencia.
Una observación
parece espontáneamente presentarse entre estas consideraciones. La sensibilidad
sencilla y ruda en las inclinaciones sexuales conduce, ciertamente, por caminos
muy derechos al gran fin de la naturaleza, y como las exigencias de ésta quedan
satisfechas, parece la más apropiada para hacer feliz, sin complicaciones, al
que la posee; pero su carácter indistinto y poco exigente la hace degenerar con
facilidad en excesos y en el libertinaje. Un gusto muy refinado, en cambio,
quita a las inclinaciones su carácter brutal, y, al limitarla a muy pocos
objetos, la hace decente y decorosa; pero yerra comúnmente al gran propósito
último de la naturaleza, y como exige o espera más de lo concedido comúnmente
por ésta, suele hacer muy rara vez feliz a la persona de sensibilidad tan
delicada. El primer carácter resulta rudo, porque se dirige a todas las
personas de un sexo; el segundo, soñador, pues propiamente a ninguna se dirige,
ocupado sólo con un objeto que la imaginación amorosa se forja en el
pensamiento y adorna con todas las cualidades nobles y bellas que rara vez la
naturaleza junta en una persona, y aún más rara vez ofrece a quien puede
apreciarlas, y acaso sería digno de tal posesión. De ello resulta la demora de los
vínculos matrimoniales, y, finalmente, la total renuncia a ellos, o, lo que
acaso es igualmente lamentable, el triste arrepentimiento después de realizada
una elección que no ha llenado las grandes esperanzas concebidas; no es raro
que el gallo esópico encuentre una perla, cuando de seguro un vulgar grano de
cebada le hubiese convenido mejor.
Hemos de observar
aquí en general que, por muy seductoras que sean las impresiones de la
sensibilidad delicada, conviene ser precavido en el refinamiento de la misma si
no queremos atraernos muchos disgustos y abrir una fuente de contratiempos por
un exceso en este sentido. Yo aconsejaría a las almas nobles que refinasen el
sentimiento todo lo posible en lo que respecta a sus propias cualidades o a sus
actos, y, en cambio, conservasen gustos poco exigentes para lo que disfruten o
lo que esperen de los de los demás; sólo una cosa encuentro difícil: la
posibilidad de este equilibrio. Pero, caso de haberla, harían a los demás
felices y lo serían ellos mismos. No se debe perder nunca de vista que, de
cualquier modo, conviene no tener muchas pretensiones en lo que se refiere a
las dichas de la vida y a la perfección de los hombres, pues quien sólo espera
siempre algo mediano, tiene la ventaja de que el resultado contradice rara vez
sus esperanzas, y, en cambio, le sorprenden también insospechadas perfecciones.
A todos estos
encantos amenaza finalmente la edad, devastadora de la belleza, y el orden
natural de las cosas parece exigir que las cualidades sublimes y nobles
reemplacen a las bellas, para que la persona vaya siendo digna de mayor respeto
a medida que deja de ser amable. Soy de opinión que la completa perfección del
bello sexo en la flor de la edad habría de consistir en la hermosa sencillez,
realzada por un refinado sentimiento de todo lo que es noble y seductor. Poco a
poco, según van desapareciendo las pretensiones o los encantos, la lectura de
los libros y el cultivo de la inteligencia podrían sustituir insensiblemente
con las musas los sitios vacantes de las gracias, y el esposo debería ser el
primer maestro. Con todo, aun al acercarse el momento, tan terrible para toda
mujer, de hacerse vieja, sigue perteneciendo al bello sexo, y se desfigurará a
sí misma si, desesperando en cierto modo de conservar más tiempo este carácter,
se entregase al malhumor y a la tristeza.
Una dama entrada
en años, que, modesta y amistosamente, convive en sociedad con locuacidad
alegre y juiciosa, y favorece de un modo digno las diversiones de la juventud,
en las cuales ella misma no toma parte, cuidando de todo y asistiendo contenta
y satisfecha a la alegría que le rodea, es todavía una persona más fina que un
hombre de la misma edad, y acaso aún más amable que una muchacha, aun cuando en
otro sentido. Ciertamente, debía de ser demasiado místico el amor platónico que
expresaba un antiguo filósofo cuando decía del objeto de su inclinación: «Las
gracias residen en sus arrugas, y el alma parece asomárseme a los labios cuando
beso su boca marchita.» Pero debe también renunciarse pronto a semejantes
pretensiones. Un hombre viejo que hace el enamorado, es un fatuo, y las
veleidades análogas del otro sexo resultan en seguida repugnantes. Nunca
consiste en la naturaleza el que no nos manifestemos con decoro, sino en que se
pretende falsearla.
Para no perder de
vista mi tema, quiero aún establecer algunas observaciones sobre el influjo que
los sexos pueden ejercer recíprocamente para embellecer o ennoblecer el
sentimiento del otro. La mujer tiene un sentimiento preferente para lo bello, en lo que
a ella misma se refiere; pero en el sexo masculino, siente principalmente lo noble. En cambio,
el hombre prefiere lo noble
para si mismo, y lo bello,
cuando se encuentra en la mujer. De ello debemos deducir que los fines de la
naturaleza tienden, mediante la inclinación sexual, a ennoblecer siempre
más al hombre y a hermosear más a la mujer. A una mujer le importa poco no
poseer ciertas elevadas visiones, ser tímida y no verse llamada a importantes
negocios; es bella, cautiva y le basta. En cambio, exige todas estas cualidades
en el hombre, y la sublimidad de su alma muéstrase sólo en que sabe apreciar
todas estas nobles cualidades al encontrarlas en él. ¿Cómo, de otro modo,
podría ocurrir que hombres de grotesca figura, aunque acaso posean grandes
méritos, puedan conseguir tan amables y lindas mujeres? En cambio, es el hombre
mucho más exigente para los bellos encantos de la mujer. La figura delicada, la
ingenuidad alegre y el afecto encantador le indemnizan suficientemente de la
falta de erudición libresca y de otras faltas que con su talento puede suplir.
La vanidad y las modas pueden, acaso, dar una falsa dirección a estos instintos
naturales y convertir a muchos hombres en señoritos
empalagosos, y a muchas mujeres en pedantes o amazonas; pero la
naturaleza procura siempre restablecer sus disposiciones. Júzguese por esto del
poderoso influjo que la inclinación sexual podría ejercer, principalmente sobre
el sexo masculino, a fin de ennoblecerlo, si, en lugar de numerosas y secas
enseñanzas, se desarrollase temprano el sentimiento de la mujer, para sentir de
un modo conveniente lo que corresponde a la dignidad y las sublimes cualidades
del otro sexo, y con ello se la preparase a mirar con desprecio a los fatuos
petimetres y a no rendir su corazón a otra cualidad que a los méritos. También
es indudable que el poder de sus encantos podría al cabo ganar con ello, pues
la seducción de éstos evidentemente sólo se ejerce sobre almas nobles; las
demás no son lo suficientemente finas para sentirlos. En este sentido contestó
el poeta Simónides cuando le aconsejaban que entonase sus bellos cantos ante
las tesalianas: «Estas mozas son demasiado tontas para que puedan ser engañadas
por un hombre como yo.» Por lo demás, ya se ha considerado como es un efecto
del trato con el bello sexo la dulcificación de las costumbres masculinas, la
conducta más suave y atenta y la compostura más elegante; pero esto es sólo una
ventaja accesoria(10). Lo importante es que el hombre se haga más
perfecto como hombre y la mujer como mujer; es decir, que los resortes de la
inclinación sexual obren el sentido indicado por la naturaleza, para ennoblecer
más a uno y hermosear las cualidades de la otra. Puestos en un caso extremo, el
hombre podrá decir, lleno de confianza en su mérito: Aun cuando vosotras no me
améis, quiero forzaros a que me estiméis; segura del poder de sus
encantos, responderá la mujer: Aun
cuando vosotros interiormente no me estiméis mucho, os obligo, sin embargo, a
amarme. Por falta de tales principios se ve a hombres pretender
agradar con maneras femeninas, y a mujeres a veces -aunque mucho más raramente-
afectar una actitud masculina para inspirar más respeto; pero lo que se hace
contra la opinión de la naturaleza se hace siempre muy mal.
En la vida
conyugal, la pareja unida debe constituir como una sola persona moral, regida y
animada por la inteligencia del hombre y el gusto de la mujer. Y no es sólo que
al primero deba atribuirse más clara visión, fundada en la experiencia, y a la
segunda más libertad y justeza en la sensibilidad; mientras más elevado sea,
más se esforzará un carácter en proporcionar satisfacciones al objeto amado, y,
por otra parte, mientras más bello sea, tanto más procurará responder
afectuosamente a estos esfuerzos. En este sentido, resulta pueril la lucha por
la preeminencia, y donde tal ocurre, es señal de un gusto grosero o
desigualmente aparejado. Cuando se llega a alegar el derecho de quien manda,
las cosas están perdidas; esta unión, que sólo debe estar fundada en la
simpatía mutua, queda destruida no bien el deber principia a hacerse oír. Las
pretensiones de la mujer en este tono duro son extremadamente odiosas, y las
del hombre, innobles y despreciables en sumo grado. El sabio orden de las cosas
lleva, empero, consigo que todas estas finuras y delicadezas del sentimiento
sólo al principio tienen toda su fuerza; después, el trato y la vida familiar
las debilitan paulatinamente, hasta convertirlas en un amor confiado, donde el
gran arte consiste en conservar el suficiente resto de ellas para que la
indiferencia y el fastidio no quiten todo valor al placer que únicamente
recompensa el contraer tal enlace.
Capítulo IV
Sobre los caracteres nacionales en cuanto
descansan en la diferente sensibilidad para lo sublime y lo bello.
Entre los pueblos
de nuestra parte del mundo, son, en mi opinión, los italianos y franceses los
que más se distinguen de los demás por el sentimiento de lo bello, y los
alemanes, ingleses y españoles, los que más sobresalen en el de lo sublime. Holanda
puede ser considerada como la tierra en que este delicado gusto es bastante
imperceptible. Lo bello mismo, unas veces subyuga y conmueve; otras, se muestra
risueño y encantador. En el primer caso, contiene algo de lo sublime, y el
ánimo, con este sentimiento, cae en el ensueño y en el éxtasis; en la segunda
manera, es alegra y sonriente. A los italianos parece convenir más el primer
género del sentimiento de lo bello; a los franceses, el segundo. En el carácter
nacional, que contiene en sí la expresión de lo sublime, éste es ya del género
terrible, un poco inclinado a lo extravagante, ya un sentimiento por lo noble,
ya por lo magnífico. Creo tener fundamentos para poder atribuir el sentimiento
del primer género al español; el del segundo, al inglés, y el del tercero, al
alemán. El sentimiento para lo magnífico no es, por naturaleza, original, como
los demás géneros del gusto, y aunque el espíritu de imitación puede unirse con
todo otro sentimiento, es más peculiar de lo sublime brillante, pues en el
fondo es éste un sentimiento mezclado del de lo bello, y del de lo noble, en el
que cada uno, considerado por sí, resulta más frío, y el ánimo queda, por
tanto, más libre para advertir los ejemplos, y aun tiene necesidad de ser
estimulado por éstos. El alemán tendrá, pues, menos sentimiento que el francés
con respecto a lo bello, y menos que el inglés para lo sublime; pero en los
casos donde ambos han de aparecer unidos, su sensibilidad se siente más a
gusto, y entonces evitará también felizmente los defectos a que arrastraría una
violencia excesiva en cada una de estas clases de sentimientos.
Voy a tocar, sólo
de pasada, las artes y las ciencias, cuya elección puede corroborar el gusto de
las naciones, tal como se lo hemos atribuido. El genio italiano se ha destacado
principalmente en la música, la pintura, la escultura y la arquitectura. Todas
estas bellas artes encuentran en Francia un gusto igualmente delicado, aun
cuando la belleza de las mismas es aquí menos impresionante. El gusto, con
respecto a la perfección poética u oratoria, cae en Francia más hacia lo bello,
y en Inglaterra, más hacia lo sublime. Las bromas finas, la comedia, la sátira
regocijada, los escarceos amorosos y el estilo naturalmente fluido, son allí
originales. En Inglaterra, por el contrario, pensamientos de contenido
profundo, la tragedia, la poesía épica y, en general, pesado oro de ingenio,
que bajo el martillo francés puede ser extendido en delgadas hojitas de gran
superficie. En Alemania brilla aún bastante el ingenio a través de la
hojarasca. Antes era chillón; pero con los ejemplos y la inteligencia del
pueblo se ha hecho ciertamente más encantador y noble, aunque lo primero con
menos ingenuidad, y lo segundo con vuelo menos atrevido que en los mencionados
pueblos. El gusto de la nación holandesa, por un orden meticuloso y un
acabamiento que resulta exagerado y desconcertante, hace presumir también poca
sensibilidad para los movimientos libres y naturales del genio, cuya belleza
resultaría sólo desfigurada por una corrección trabajosa de los defectos. Nada
puede ser más contrario a las artes y a las ciencias que un gusto extravagante,
porque tortura la naturaleza, que es el modelo de todo lo bello y noble. Por
eso también muestra en sí la nación española poco sentimiento para las bellas
artes y las ciencias. Los caracteres de los pueblos se manifiestan
principalmente en sus tendencias morales; por tal razón, vamos a examinar desde
este punto de vista el diferente sentimiento de los mismos, con respecto a lo
sublime y lo bello(11).
El español es
serio, callado y veraz. Pocos comerciantes hay en el mundo más honrados que los
españoles. Tiene un alma orgullosa y siente más los actos grandes que los
bellos. Como su espíritu no encierra benevolencia bondadosa y dulce, resulta a
menudo duro y aun cruel. El auto
de fe se conserva, no tanto por la superstición como por las
inclinaciones extravagantes del pueblo, al que impresiona un cortejo venerable
y temeroso, donde, ve cómo entregan a las llamas encendidas por una devoción
ardiente el sambenito
pintado con figura de demonios. No puede decirse que el español sea
más altivo o más enamorado que cualquiera de otro pueblo; pero lo es de una
manera extravagante, que resulta rara y fuera de la habitual. Abandonar el
arado y pasearse, con una larga espada y una capa, por el campo de labor hasta
que el extranjero de paso por allí desaparezca, o en una corrida, donde las
bellas son por una vez vistas sin velo, declarar con particular saludo cuál es
la señora de sus pensamientos y aventurarse en su honor a una peligrosa lucha
con una bestia salvaje, son actos desusados y singulares que distan mucho de lo
natural.
En la sensibilidad
del italiano parecen mezclarse la de un español y de un francés; es más
sensible a lo bello que el primero y más a lo sublime que el segundo. De esta
suerte pueden explicarse, a mi entender, los demás rasgos de su carácter moral.
El francés tiene
una sensibilidad predominante para lo bello moral. Es amable, cortés y
complaciente. Intima muy pronto, es aficionado a la broma, y su trato es fácil;
la expresión un hombre
o una mujer de buen tono sólo tiene significación inteligible para
quien ha adquirido la sensibilidad amable de un francés. Aun sus emociones
sublimes, de las cuales tiene no pocas, están subordinadas al sentimiento de lo
bello y reciben su fuerza por la concordancia con éste. Gusta de ser ingenioso
y sacrificará sin remordimiento algo de la verdad a una ocurrencia. En cambio,
donde no se puede ser ingenioso(12) tiene una penetración tan honda como
cualquiera de otro pueblo, por ejemplo: en las matemáticas o en las demás
ciencias y artes secas o profundas. En él no tiene un bon mot el valor
pasajero que en otras partes; se le hace circular con entusiasmo y se le
conserva en libros como el más importante acontecimiento. Es un apacible
ciudadano, y se venga de los vejámenes de los arrendadores generales con
sátiras o con representaciones en los Parlamentos, que después de haber dado,
según su propósito, un prestigio patriótico a los padres del pueblo, no
consiguen más que ser coronadas con un aplazamiento honorable y cantadas en
ingeniosos versos encomiásticos. El punto donde se concentran principalmente
los méritos y las condiciones nacionales de este pueblo es la mujer(13).Y no porque sea más amada o apreciada en
otras partes, sino porque presta ocasión para poner de manifiesto los más
preferidos dones del ingenio, de la amabilidad y de los buenos modales; por lo
demás, una persona vanidosa de uno u otro sexo no se ama más que a sí misma; la
otra no pasa de ser su juguete. Como entre los franceses, aunque no falten las
cualidades nobles, sólo pueden ser animadas por el sentimiento de lo bello,
podría aquí tener el bello sexo un influjo más poderoso, para despertar y
avivar los más nobles actos del masculino, que en ningún otro sitio del mundo,
si se hubiese pensado en favorecer un poco esta dirección del espíritu
nacional. Es lástima que los lirios no hilen.
El peligro que
bordea más de cerca este carácter nacional es lo frívolo o, con expresión
cortés, lo ligero. Cosas importantes son tratadas como bromas, y pequeñeces
sirven para una ocupación seria. Ya anciano, canta todavía el francés canciones
alegres, y en lo posible es también galante con las damas. Para estas
observaciones tengo a mi lado grandes autoridades precisamente de un mismo
pueblo, y, detrás de un Montesquieu y un D'Alembert me pongo a cubierto de toda
posible protesta.
El inglés es
glacial siempre cuando uno comienza a tratarle, y se muestra indiferente con un
extraño. Se inclina poco a menudas complacencias, en cambio, una vez hecho
amigo, está dispuesto a prestar grandes servicios. No trata de ser ingenioso en
sociedad o de mostrar una actitud amable; en cambio, es juicioso y grave. Imita
mal, no se pregunta por lo que piensan los demás, y sigue únicamente el gusto
propio. Con respecto la mujer, no tiene la amabilidad francesa, pero le muestra
mucho más respeto y aun lleva éste acaso demasiado lejos, pues en el matrimonio
le concede comúnmente una consideración sin límites. Es constante, a veces
hasta la obstinación; audaz y decidido a menudo hasta lo temerario, obra según
principios, en muchas ocasiones hasta la terquedad. Se convierte fácilmente en
un excéntrico, no por vanidad, sino por preocuparse poco de los otros y porque
no contraría fácilmente su gusto por amabilidad o imitación; de ahí que sea
rara vez tan querido como el francés; pero cuando se le conoce es, por lo
general, más estimado.
En el alemán se
mezclan la sensibilidad de un inglés y la de un francés, pero parece más cerca
del primero; la mayor semejanza con el último es sólo artificiosa e imitada. En
él se dan felizmente combinados el sentimiento de lo sublime y el de lo bello;
y si en el primero no iguala al francés, ni al inglés en el segundo, los
aventaja cuando en él se reúnen ambos. Muestra más complacencia en el trato que
el primero, y si no se mueve en sociedad con tanta vivacidad o ingenio como el
francés, se produce en ella con más modestia y juicio. Lo mismo que en todos
los géneros del gusto, es también en el amor bastante metódico, y como une lo bello
con lo noble, es lo suficientemente frío en el sentimiento de ambos para
preocuparse en considerar la conveniencia, el lujo y lo aparente. Por eso,
familia, título y rango son para él cosas de gran importancia, lo mismo en el
amor que en las relaciones ciudadanas. Se pregunta mucho más que los
precedentes acerca de lo que puedan pensar de él los demás, y si hay algo en su
carácter que pueda excitarle a desear una mejora importante, es esta debilidad,
por la cual no se atreve a ser original, aun cuando tiene todas las condiciones
para ello. Se rinde demasiado a la opinión de los otros, y esto quita toda
consistencia a sus cualidades morales, haciéndolas inconstantes y falsamente
artificiosas.
El holandés es un
carácter ordenado y diligente, y como sólo considera lo útil, tiene poca
sensibilidad para lo que en un sentido más delicado es bello o sublime. Un
grande hombre significa para él lo mismo que un hombre rico; por amigo entiende
su corresponsal, y le resulta fastidiosa una visita que no le produce nada.
Forma contraste, tanto con el francés como con el inglés, y es en cierto modo
un alemán más flemático.
Si aplicamos el
ensayo de estos pensamientos a un caso cualquiera, como por ejemplo, al
sentimiento del honor, muéstranse las siguientes diferencias nacionales. La
sensibilidad para el honor es en el francés vanidad;
en el español, arrogancia;
en el inglés, orgullo;
en el alemán, ostentación,
y en el holandés, envanecimiento.
A primera vista, estas expresiones parecen significar cosa parecida; pero hay
entre ellas evidentes diferencias. La vanidad solicita el aplauso, es volandera
y tornadiza; pero su conducta externa es cortés. El arrogante está penetrado de
una pretendida superioridad, y no le preocupa el aplauso de los demás; sus
maneras son rígidas y enfáticas. El orgullo sólo consiste propiamente en la
profunda conciencia del valer propio, que puede ser a menudo muy justa (por eso
se le llama también a veces un noble sentimiento; nunca, en cambio, se puede
atribuir a nadie una noble arrogancia, porque ésta muestra siempre una falsa y
exagerada estimación de sí propio); la conducta del orgulloso para con los
demás es indiferente y fría. La ostentación es un orgullo que al mismo tiempo
es vanidad(14). Pero el aplauso que busca el ostentoso
consiste en distinciones honoríficas. Por eso gusta de brillar con títulos,
listas de antepasados y pompas aparatosas. El alemán está principalmente sujeto
a esta debilidad. Los términos Gnädig
(vuestra gracia), Hochgnädig
(vuestra muy graciosa merced) y Hoch-und
Wohlgeboreu (ilustre), y otras ampulosidades parecidas, hacen
rígido su lenguaje y estorban mucho la bella sencillez que otros pueblos pueden
dar a su estilo. La conducta de un ostentoso en el trato se caracteriza por las
ceremonias. El envanecido es un arrogante que expresa en su conducta claras
señales de su desprecio hacia los otros. En sus manifestaciones es grosero.
Esta miserable condición lo aparta todo lo posible del gusto delicado, porque
resulta claramente un necio; no es, en verdad, un medio para satisfacer el
sentimiento del honor el atraerse el odio y la burla por el manifiesto
desprecio de todo lo circunstante.
En el amor tienen
los alemanes e ingleses un estómago bastante fuerte, con sensibilidad algo
fina, pero que participa más del gusto
sano y rudo. El italiano es, en este punto, soñador; el
español, fantástico,
y el francés, sibarita.
La religión de
nuestro continente no es cuestión de un gusto caprichoso: su origen es más
venerable. Por eso sólo las exageraciones y lo que es propio de los hombres
pueden mostrar indicios de las diferentes cualidades nacionales. Reduzco tales
exageraciones a estos conceptos principales: credulidad,
superstición, fanatismo e indiferentismo.
Crédula es las más veces la parte ignorante de todo pueblo, aunque no tenga
ningún apreciable sentimiento, más delicado. Su convencimiento proviene sólo de
lo que ha oído y de las apariencias externas, sin que le muevan motivos de una
sensibilidad delicada. En el Norte podemos encontrar ejemplos de este género de
religiosidad en pueblos enteros. El crédulo, cuando tiene un gusto
extravagante, se convierte en supersticioso.
Este gusto contiene ya de por sí una tendencia a creer fácilmente cualquier
cosa(15); de dos hombres, el primero de los cuales
está contaminado de este sentimiento, mientras el otro tiene un carácter más
frío y moderado, el primero, aunque sea en el fondo más inteligente, será
llevado por su inclinación dominante a creer en algo fuera de lo natural más
fácilmente que el segundo, preservado de este extravío no por su inteligencia,
sino por un sentimiento flemático y vulgar. El supersticioso gusta de colocar
entre él y el supremo objeto de la adoración ciertos hombres poderosos y
extraños, gigantes, por decirlo así, de la santidad, a los cuales obedece la
naturaleza, y cuyas voces mágicas abren o cierran las puertas férreas del
tártaro; hombres que, tocando el cielo con la cabeza, apoyan sus plantas en la
baja tierra. Las enseñanzas de la sana razón tendrían, por tanto, que vencer en
España grandes obstáculos, y no por tener que expulsar a la ignorancia, sino
porque se opone a ella un extraño gusto, que considera vulgar lo natural y no
cree nunca experimentar una sensación sublime si su objeto no es
extraordinario.
El fanatismo es
una especie de temeridad piadosa, y lo ocasionan un cierto orgullo y una
excesiva confianza en sí mismo para aproximarse a las naturalezas celestes y
alzarse en un vuelo poderoso sobre el orden común y prescrito. El fanático
habla sólo de inspiración inmediata y de vida contemplativa, mientras el
supersticioso hace votos ante las imágenes de grandes santos y pone su
confianza en la superioridad imaginada e inimitable de otras personas sobre su
propia naturaleza. Aun en los extravíos se muestran, como hemos notado, señales
del carácter nacional; así el fanatismo(16) se ha encontrado principalmente, por lo
menos en tiempos precedentes, en Alemania e Inglaterra, y es como una excrescencia
monstruosa del sentimiento noble correspondiente a estos pueblos. En general,
no es, ni mucho menos, tan dañino como la inclinación supersticiosa, aunque en
el principio sea impetuoso. El acaloramiento de un espíritu fanático va
enfriándose poco a poco, y por su propia naturaleza acaba en una moderación
ordinaria, mientras que la superstición arraiga imperceptiblemente más hondo en
un estado espiritual reposado y sufrido, y quita por completo al hombre en
quien hace presa la confianza necesaria para libertarse de una fantasía dañina.
Finalmente, un hombre vanidoso y ligero es incapaz siempre de sentir
fuertemente lo sublime; su religión carece de ternura, y es las más veces sólo
una cuestión de moda, que él cumple con corrección mientras permanece frío
íntimamente. Este es el indiferentismo
práctico, al que parece inclinarse principalmente el espíritu
nacional francés. De él sólo está un paso la burla sacrílega, que en el fondo,
considerando su valor íntimo, dista poco de una completa abjuración.
Recorriendo en una
rápida ojeada las demás partes del inundo, encontramos en los árabes los
hombres más nobles del Oriente, aunque con una sensibilidad que degenera mucho
en lo extravagante. Es hospitalario, generoso y veraz. Pero sus narraciones y
su historia, y en general sus sentimientos, van siempre mezclados con algo
maravilloso. Su imaginación calenturienta le hace ver las cosas en formas
monstruosas y retorcidas, y hasta la difusión de su fe religiosa fue una gran
aventura. Si los árabes son como los españoles del Oriente, son los persas los
franceses de Asia: poetas, corteses y de gusto bastante fino. No se ajustan
estrictamente al Islam, y conceden a su carácter dispuesto a la alegría una
interpretación bastante suavizada del Corán. Los japoneses podrían ser
considerados como los ingleses de esta parte del mundo, si bien sólo por la
constancia que degenera hasta la terquedad más exagerada, por la bravura y por
el desprecio de la muerte. Por lo demás, muestran pocas señales de un gusto delicado.
El gusto de los hindos se inclina, sobre todo, a un género de monstruosidades
que cae en lo extravagante. Su religión tiene toda ella este carácter. Ídolos
de figura extraña, el diente inapreciable del poderoso mono Hanuman, las
penitencias absurdas de los faquires -monjes paganos mendicantes-, etc., caen
dentro de este gusto. El sacrificio caprichoso de las mujeres, en la misma
hoguera que devora el cadáver de su marido, es una monstruosidad espantosa.
¿Qué insignificancias grotescas no se encuentran en los cumplidos prolijos y
cuidadosamente preparados de los chinos? Hasta sus cuadros tienen algo de
monstruoso, y representan figuras extrañas y absurdas como no se encuentran por
el mundo. Sus monstruosidades llegan a tener un carácter venerable sólo por ser
de un uso inmemorial(17), y ningún pueblo del mundo las posee en
mayor número.
Los negros de
África carecen por naturaleza de una sensibilidad que se eleva por encima de lo
insignificante. El señor Hume desafía a que se le presente un ejemplo de que un
negro haya mostrado talento, y afirma que entre los cientos de millares de
negros transportados a tierras extrañas, y aunque muchos de ellos hayan
obtenido la libertad, no se ha encontrado uno sólo que haya imaginado algo
grande en el arte, en la ciencia o en cualquiera otra cualidad honorable,
mientras entre los blancos se presenta frecuentemente el caso de los que por
sus condiciones se levantan de un estado humilde y conquistan una reputación
ventajosa. Tan esencial es la diferencia entre estas dos razas humanas; parece
tan grande en las facultades espirituales como en el color. La religión de los
fetiches, entre ellos extendida, es acaso una especie de culto idolátrico que
cae en lo insignificante todo lo hondo que parece posible en la naturaleza
humana. Una pluma de ave, un cuerno de vaca, una concha o cualquier otra cosa
vulgar, una vez consagrada con algunas palabras, se convierte en objeto de
reverencia y de invocación en los juramentos. Los negros son muy vanidosos,
pero a su manera, y tan habladores, que es preciso separarlos a golpes.
Entre los salvajes
no hay ningún pueblo que muestre un carácter tan sublime como los de Norte
América. Tienen un fuerte sentimiento del honor, y además de buscar para
conquistarlo aventuras en vastas extensiones, evitan con el mayor cuidado la
menor trasgresión en este punto cuando un enemigo de dureza parecida procura
arrancarle lamentos con crueles torturas. El salvaje canadiense es, además,
veraz y honrado. Su amistad es tan extraña y entusiasta como lo que hasta
nosotros sobre este punto ha llegado de los remotos tiempos mitológicos. Es muy
orgulloso, siente todo el valor de la libertad y no sufre, ni aun en la
educación, un trato que le haga sentir una sumisión humillante.
Verosímilmente,
Licurgo ha dado leyes a estos salvajes y si surgiere un legislador entre las
seis naciones, se vería aparecer en el nuevo mundo una república espartana. La
empresa de los argonautas se diferencia poco de las expediciones guerreras de
estos indios, y Jasón no aventaja a Attakakullakulla más que en el honor de un
nombre griego. Todos estos salvajes son poco sensibles a lo bello en sentido
moral, y el generoso perdón de una injuria, a un tiempo mismo bello y noble, es
completamente desconocido como virtud entre los salvajes; lo consideran como
una miserable cobardía. La bravura es el mayor mérito del salvaje, y la
venganza su más dulce voluptuosidad. Los demás naturales de este continente
muestran pocas huellas de un carácter apto por los sentimientos delicados, y la
característica de tales razas es una extraordinaria insensibilidad.
Si consideramos
las relaciones sexuales en estas partes del mundo, encontramos que únicamente
el europeo ha encontrado el secreto de adornar el encanto sensual de una
inclinación poderosa con tantas flores, y penetrarlo con tantos elementos
morales, que no sólo realza extraordinariamente los atractivos del mismo, sino
que le infunde un gran decoro. El habitante del Oriente es en este punto de un
gusto muy falso. Como no tiene ninguna idea de la belleza moral que puede ir
unida a este instinto, pierde valor para él hasta el placer sensual, y su harén
se le convierte en una fuente continua de desasosiego. Cae en todo género de
absurdos amorosos, entre los cuales es el principal la imaginaria joya que
pretende guardar ante todo, y cuyo valor sólo consiste en ser rota. Sobre ella
se abrigan entre nosotros muchas dudas maliciosas, y para conservarla recurre a
menudo e injustamente a medios repugnantes. Por eso en tales regiones la mujer
permanece siempre guardada como en prisión, lo mismo de muchacha, que con un
marido bárbaro, incapaz y siempre desconfiado. En tierras de los negros, ¿qué
puede esperarse sino lo que en todas ellas ocurre, esto es, el sexo femenino en
la más profunda esclavitud? Un cobarde es siempre un señor duro para los
débiles, lo mismo que también entre nosotros resulta ser tirano en la cocina el
mismo hombre que fuera de casa apenas se atreve a mirar de frente a nadie. El
padre Labat cuenta ciertamente que un carpintero negro a quien reprochaba la
altiva conducta con sus señoras, le respondió: «Vosotros los blancos sois unos
verdaderos tontos, pues primero le concedéis a vuestras mujeres todo, y después
os quejáis cuando os vuelven tarumba.» Parece como si en esto hubiese algo que
acaso mereciese ser tomado en consideración; pero, para ahorrar palabras, baste
decir que el mozo era negro de los pies a la cabeza; clara señal de que lo que
decía era una simpleza. De todos los salvajes, sólo entre los canadienses
disfruta, en realidad, la mujer una gran consideración. Acaso aventajan en ello
a nuestros países civilizados. Y no es que les hagan esos rendimientos humildes
que no pasan de simples cumplidos. No; pueden realmente mandar. Las mujeres se
reúnen y deciden sobre las disposiciones más importantes de la nación, sobre la
guerra y la paz. Envían para ello sus diputados al consejo masculino, y
comúnmente es su voto el que decide. Pero pagan esta ventaja bastante cara.
Tienen a su cargo todos los asuntos domésticos, y comparten todas las
dificultades de los hombres.
Si arrojamos una
ojeada sobre la historia, vemos el gusto de los hombres tomar, como un Proteo,
formas siempre cambiantes. Los antiguos tiempos de los griegos y los romanos
mostraron claras señales de una verdadera sensibilidad, tanto para lo bello
como para lo sublime, en la poesía, la escultura, la arquitectura, la
legislación y aun en las costumbres. El régimen de los emperadores romanos
transformó tanto la sencillez bella como la noble en lo magnífico y después en
el falso brillo, según podemos todavía verlo en los restos de su elocuencia, de
su poesía y la historia misma de sus costumbres. Poco a poco se extinguió este
residuo del buen gusto con la ruina completa del imperio. Los bárbaros, después
de afirmar su poderío, introdujeron cierto falso gusto denominado gótico, que
va a parar en lo monstruoso. No sólo en la arquitectura se veían monstruosidades,
sino también en las ciencias y en los demás usos. La sensibilidad viciada
seducida por un arte equivocado, prefirió toda clase de formas absurdas a la
antigua sencillez de la naturaleza, y cayó en lo exagerado o en lo
insignificante. El más alto vuelo que tomo el genio humano para llegar a lo
sublime consistía en extravagancias. Veíanse extravagantes eclesiásticos y
seglares, y a veces una monstruosa mezcla de ambos. Monjes, con el misal en una
mano y la enseña militar en la otra, seguidos por ejércitos de víctimas
engañadas para enterrar sus huesos bajo otros climas en una tierra sagrada;
guerreros santificados por sus votos para cometer violencias e iniquidades, y
después una especie singular de heroicos visionarios que se llamaban caballeros
y perseguían aventuras, torneos, duelos y acciones románticas. Durante este
tiempo, la religión, las ciencias y las costumbres fueron desfiguradas por
miserables monstruosidades, y se observa que difícilmente degenera el gusto en
un sentido sin que también muestre señales de corrupción todo lo
correspondiente a la sensibilidad delicada. Los votos monásticos encerraron una
gran parte de los hombres útiles en numerosas comunidades de ociosos atareados,
a quienes su vida soñadora inspiraba innumerables monstruosidades escolásticas,
que después salieron de sus claustros y se extendieron por el mundo.
Finalmente, después que el espíritu humano se alzó de nuevo en una especie de
palingenesia de una destrucción casi completa, vemos en nuestros días florecer
el verdadero gusto de lo bello y de lo noble, tanto en las artes y las ciencias
como en las costumbres. Sólo es de desear que el falso brillo, tan fácilmente
engañador, no nos aleje de un modo insensible de la noble sencillez y, sobre
todo, que el secreto aún oculto de la educación consiga ser sustraído a los
antiguos errores, para elevar temprano el sentimiento moral en el pecho de todo
joven ciudadano a una sensibilidad activa, de suerte que toda la delicadeza
espiritual no vaya a parar en el placer fugitivo y ocioso de juzgar con mejor o
peor gusto lo que acontece fuera de nosotros.
Hola! acobo de ver tu blog esta muy interesante, bueno no soy psicologa ni nada de eso es mas ni siquiera trabajo apenas tengo unos 11 años pero para el que estudia esa carrera esto le puede resultar muy util ;)
ResponderEliminarSañudos :)
Nina :D