Lo bello y lo sublime: ensayo de estética y moral
Immanuel Kant
Con el título de «Observaciones sobre el
sentimiento de lo bello y lo sublime» publicó Kant en Komgsbey (1764) este
ensayo de vario y atrayente contenido. Numerosas ediciones sueltas se han hecho
de este encantador tratadito, sin contar las varias ediciones de las obras
completas del autor.
Más que de estética, en el sentido
estricto de la palabra, tratan las «Observaciones sobre el sentimiento de lo
bello y lo sublime» de asuntos varios, moral, psicología, descripción de los
caracteres individuales y nacionales; en suma, de toda suerte de temas
interesantes que pueden ocurrirse alrededor del asunto principal. Está escrito
en estilo fácil y cómodo -extraña excepción en la obra de Kant-, lleno de
ingenio, alegría, penetración, con una sencillez encantadora. Se comprende
fácilmente que un crítico haya podido comparar a Kant -refiriéndose a esta
obra- con «La Bruyère», el autor de los «Caracteres».
En este ensayo es donde Kant
ataca por primera vez el problema estético, y aunque sus ideas fundamentales
acerca del arte y la belleza se hallan sistemáticamente expuestas en su obra
posterior, la «Crítica del Juicio», tienen, sin embargo, las «Observaciones
sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime» cierto interés para el
conocimiento de los orígenes de la estética kantiana. Pero sobre todo
constituyen, como hemos dicho, una serie de delicadas ocurrencias, de certeras
observaciones, de agudas críticas, sin el aparato solemne de la exposición
didáctica.
Capítulo I
Sobre
los diferentes objetos del sentimiento de lo sublime y de lo bello.
Las diferentes sensaciones de
contento o disgusto descansan, no tanto sobre la condición de las cosas
externas que las suscitan, como sobre la sensibilidad peculiar a cada hombre
para ser grata e ingratamente impresionado por ellas. De ahí proviene que
algunos sientan placer con lo que a otros produce asco; de ahí la enamorada
pasión, que es a menudo para los demás un enigma, y la viva repugnancia sentida
por éste hacia lo que para aquél deja por completo indiferente. El campo de las
observaciones de estas particularidades de la naturaleza humana es muy amplio,
y oculta aún buena copia de descubrimientos tan interesantes como instructivos.
Por ahora dirigiré mi mirada sobre algunos puntos que parecen particularmente
destacarse en este terreno, y más con el ojo de un observador que de un
filósofo.
Como todo hombre sólo se siente
feliz en tanto que satisface sus inclinaciones, la sensibilidad que le capacita
para disfrutar grandes placeres sin exigir aptitudes excepcionales, no es
tampoco cosa baladí. Las personas de fisiología exuberante, para quienes el más
ingenioso autor es el cocinero, y las obras de más exquisito gusto se
encuentran en la bodega, se entregarán a oír comunes y equívocos chascarrillos
con alegría tan viva como aquella de que tan orgullosas se sienten personas de
sensibilidad elevada. Un buen señor, que gusta de leer libros porque con ello
concilia mejor el sueño; el comerciante, para quien todo placer es mezquino si
se exceptúa el que disfruta un hombre avisado cuando calcula sus ganancias; aquel
otro, que sólo ama al sexo femenino porque lo incluye entre las cosas
disfrutables; el aficionado a la caza, ya sea de moscas, como Domiciano, o de
fieras, como A., todos ellos tienen una sensibilidad que les permite gustar
placeres a su modo, sin necesidad de envidiar otros y sin que puedan formarse
idea de otros. Pero dejemos ahora esto fuera de nuestra atención. Existe,
además, un sentimiento de naturaleza más fina, llamado así, bien porque tolera
ser disfrutado más largamente, sin saciedad ni agotamiento, bien porque supone
en el alma una sensibilidad que la hace apta para los movimientos virtuosos, o
porque pone de manifiesto aptitudes y ventajas intelectuales, mientras los
otros son compatibles con una completa indigencia mental. Este es el sentimiento
que me propongo considerar en algunos de sus aspectos. Excluyo, sin embargo,
aquella inclinación que va unida a las sublimes intuiciones del entendimiento y
aquel atractivo que sabía percibir la impresión de que era capaz un Kepler
cuando, como Bayle refiere, no hubiera cambiado uno de sus descubrimientos por
un principado. Es esta afección excesivamente fina para entrar dentro del
presente ensayo, destinado sólo a tratar la emoción sensible de que las almas
más comunes son también capaces.
Este delicado sentimiento que ahora
vamos a considerar es principalmente de dos clases: el sentimiento de lo sublime
y el de lo bello. La emoción es en ambos agradable, pero de muy
diferente modo. La vista de una montaña cuyas nevadas cimas se alzan sobre las
nubes, la descripción de una tempestad furiosa o la pintura del infierno por
Milton, producen agrado, pero unido a terror; en cambie, la contemplación de
campiñas floridas, valles con arroyos serpenteantes, cubiertos de rebaños
pastando; la descripción del Elíseo o la pintura del cinturón del Venus en
Homero, proporcionan también una sensación agradable, pero alegre y sonriente.
Para que aquella impresión ocurra en nosotros con fuerza apropiada, debemos
tener un sentimiento de lo sublime; para disfrutar bien la segunda, es
preciso el sentimiento de lo bello. Altas encinas y sombrías soledades
en el bosque sagrado, son sublimes; platabandas de flores, setos bajos y
árboles recortados en figuras, son bellos.
La noche es sublime, el día
es bello. En la calma de la noche estival, cuando la luz temblorosa de
las estrellas atraviesa las sombras pardas y la luna solitaria se halla en el
horizonte, las naturalezas que posean un sentimiento de lo sublime serán poco a
poco arrastradas a sensaciones de amistad, de desprecio del mundo y de
eternidad. El brillante día infunde una activa diligencia y un sentimiento de
alegría. Lo sublime, conmueve; lo bello, encanta. La expresión del
hombre, dominado por el sentimiento de lo sublime, es seria; a veces fija y
asombrada. Lo sublime presenta a su vez diferentes caracteres. A veces le
acompaña cierto terror o también melancolía, en algunos casos meramente un
asombro tranquilo, y en otros un sentimiento de belleza extendida sobre una
disposición general sublime. A lo primero denomino lo sublime terrorífico,
a lo segundo lo noble, y a lo último lo magnífico. Una soledad
profunda es sublime, pero de naturaleza terrorífica.(1)
De ahí que los grandes, vastos desiertos, como el inmenso Chamo en
la Tartaria, hayan sido siempre el escenario en que la imaginación ha visto
terribles sombras, duendes y fantasmas.
Lo sublime ha de ser siempre grande;
lo bello puede ser también pequeño. Lo sublime ha de ser sencillo; lo bello
puede estar engalanado. Una gran altura es tan sublime como una profundidad;
pero a ésta acompaña una sensación de estremecimiento, y a aquélla una de
asombro; la primera sensación es sublime, terrorífica, y la segunda, noble. La
vista de las pirámides egipcias impresiona, según Hamlquist refiere, mucho más
de lo que por cualquier descripción podemos representarnos; pero su
arquitectura es sencilla y noble. La iglesia de San Pedro en Roma es magnífica.
En su traza, grande y sencilla, ocupa tanto espacio la belleza -oro, mosaico-,
que a través de ella se recibe la impresión de lo sublime, y el conjunto
resulta magnífico. Un arsenal debe ser sencillo; una residencia regia,
magnifica, y un palacio de recreo, bello.
Un largo espacio de tiempo, es
sublime. Si corresponde al pasado, resulta noble; si se le considera en un
porvenir incalculable, contiene algo de terrorífico. Un edificio de la más
remota antigüedad, es venerable. La descripción hecha por Halles de la
eternidad futura, infunde un suave terror; la de la eternidad pasada, un
asombro inmóvil.
Capítulo II
Sobre las propiedades de lo sublime y de lo
bello en el hombre en general.
La inteligencia es
sublime; el ingenio, bello; la audacia es grande y sublime; la astucia es
pequeña, pero bella. «La circunspección -decía Cronwell- es una virtud de
alcalde.» La veracidad y la rectitud son sencillas y nobles; la broma y la
lisonja obsequiosas son finas y bellas. La amabilidad es la belleza de la
virtud. La solicitud desinteresada es noble. La cortesía y la finura son
bellas. Las cualidades sublimes infunden respeto; las bellas, amor. Los que
sienten principalmente lo bello, sólo en casos de necesidad buscan sus amigos
entre los hombres rectos, constantes y severos; prefieren tratarse con gentes
bromistas, amables y corteses. Se estima a algunos demasiado para que pueda
amárseles. Infunden asombro, pero están demasiado por encima de nosotros para
que podamos acercarnos a ellos con la confianza del amor.
Aquellos en
quienes se dan unidos ambos sentimientos, hallarán que la emoción de lo sublime
es más poderosa que la de lo bello; pero que si ésta no la acompaña o alterna
con ella, acaba por fatigar y no puede ser disfrutada por tanto tiempo(2).
Los elevados sentimientos a que a veces se exalta la conversación de una
sociedad escogida deben tener sus intermedios de broma regocijada, y las
alegrías rientes deben formar, con los rostros conmovidos y serios, el hermoso
contraste en que alternan espontáneamente ambos sentimientos. La amistad presenta
principalmente el carácter de lo sublime; el amor
sexual, el de lo bello. La delicadeza y el respeto profundo dan,
sin embargo, a éste último cierta dignidad y elevación, mientras las bromas
traviesas y la confianza le acentúan el carácter bello. La tragedia se
distingue, en mi sentir, principalmente de la comedia en que la primera excita el
sentimiento de lo sublime, y la segunda el de lo bello. En la primera se nos
muestra el magnánimo sacrificio en aras del bien ajeno, la decisión audaz y la
fidelidad probada. El amor es en ella melancólico, delicado y lleno de respeto;
la desdicha de los demás despierta en el espectador sentimientos compasivos y
hace latir su corazón con desdichas extrañas. Nos sentimos dulcemente
conmovidos y vemos íntimamente la dignidad de nuestra propia naturaleza. La
comedía, en cambio, presenta sutiles intrigas, confusiones asombrosas, gentes
despiertas que saben salir de apuro, tontos que se dejan engañar, bromas y
caracteres ridículos. El amor no es aquí tan triste, sino alegre y confiado. Lo
mismo que en otros casos, sin embargo, puede en este hacerse compatible hasta
cierto grado lo noble con lo bello.
Hasta los vicios y
los defectos morales contienen a veces en sí algunos rasgos de lo sublime o de
lo bello; por lo menos así aparecen a nuestro sentimiento sensible,
prescindiendo del juicio que puedan merecer a ojos de la razón. La cólera de un
hombre terrible es sublime; tal la de Aquiles en la Ilíada. En general, el héroe de
Homero tiene una sublimidad terrible, y el de Virgilio, noble. El vengar una
gran ofensa de un modo claro y atrevido tiene en sí algo de grande, y por
ilícito que pueda ser, produce, al ser referido, una emoción al mismo tiempo
terrorífica y placentera. Sorprendido Schach Nadir en su tienda por algunos
conjurados, exclamó, según refiere Hamway, después de haber recibido ya algunas
heridas, defendiéndose a la desesperada: « ¡Piedad! Os perdonaré a todos.» Uno
de ellos respondió, levantando el sable: «Tú no has mostrado compasión ninguna,
y tampoco la mereces.» La temeridad decidida de un granuja es muy peligrosa;
pero cuando la oye uno referir, impresiona, y aunque el héroe vaya a terminar
en una muerte vil, la ennoblece en cierto modo cuando marcha, a ella arrogante
y despectivo. Por otro lado, en un proyecto astuto, aunque su objeto sea una
picardía, hay algo fino y excita la risa. El deseo de seducir o coquetería, en
un sentido delicado, es decir, de admitir las atenciones y excitarlas, es acaso
censurable en una persona amable ya de por sí, pero resulta, con todo, bello y
comúnmente preferible a la actitud grave y seria.
La figura de las
personas que agradan por su aspecto externo reviste, ya uno, ya el otro género
de sentimiento. Una elevada estatura conquista prestigio y respeto; una
pequeña, confianza. El cabello oscuro y los ojos negros tienen más afinidad con
lo sublime; los ojos azules y el tono rubio, más con lo bello. Una edad
avanzada se une más bien con los caracteres de lo sublime; en cambio, la
juventud, con los de lo bello. Lo mismo ocurre con la diferencia de clases
sociales, y hasta la indumentaria puede influir en la diferente calidad de estas
impresiones, que aquí sólo tocamos de pasada. Las personas altas y de
apariencia deben procurar en sus trajes la sencillez, o a lo más, la
magnificencia; las pequeñas pueden usar de adornos y perifollos. A la vejez
convienen los colores obscuros y la uniformidad; la juventud brilla en los
colores claros y las formas de contrastes inanimados. Entre las clases
sociales, a igualdad de fortuna y rango, deben los eclesiásticos mostrar la
mayor sencillez, y el hombre de estado la mayor magnificencia. El chichisbeo
puede adornarse como guste.
En las
circunstancias externas de felicidad existen también, por lo menos en la
imaginación de los hombres, algo que cae dentro de estas emociones. Un alto
nacimiento y un título inclinan a los hombres al respeto. La riqueza, aun sin
merecimientos, inspira reverencia hasta a gentes desinteresadas, porque acaso
les sugiere la idea de los grandes proyectos que permite realizar. Este respeto
aprovecha en ocasiones a mucho rico granuja que jamás realizará tales cosas, y
no tiene la menor sospecha del noble sentimiento que sólo puede hacer estimable
la riqueza. Lo que acrecienta lo malo de la pobreza es el menosprecio, que ni
aun con merecimientos puede ser borrado por completo, al menos ante los ojos
vulgares, a no ser que rango y título engañen este sentimiento grosero y lo
falseen ventajosamente para él en cierto modo.
Nunca se
encuentran en la naturaleza humana cualidades loables sin que al mismo tiempo
las degeneraciones de las mismas no terminen por infinitas gradaciones en la
imperfección más extrema. La cualidad de lo sublime
terrible, cuando se hace completamente monstruoso, cae en lo extravagante(3). Cosas fuera de
lo natural, por cuanto en ellas se pretende lo sublime, aunque poco o nada se
consiga, son las monstruosidades.
Quien guste de lo extravagante o crea en él, es un fantástico. La inclinación a lo
monstruoso origina el chiflado
(grillenfänger). Por otra parte, el sentimiento de lo bello
degenera cuando en él falta por completo lo noble, y entonces se le denomina frívolo. A una
persona masculina de este género, cuando es joven, se le conoce por un lechuguino; en la
edad madura es un fatuo;
y como lo elevado o sublime es más necesario que nunca en la vejez,
resulta que un viejo
verde es la más despreciable criatura de la creación, así como un
joven chiflado la
más antipática e insoportable. Las bromas y la jovialidad entran en el
sentimiento de lo bello. Con todo, puede en ellas transparentarse bastante
inteligencia, y en este sentido resultan más o menos afines con lo sublime.
Aquél en cuya jovialidad esta mezcla es imperceptible, desbarra. Y si
esto le sucede de continuo, acaba en mentecato. Fácilmente se advierte que
también gentes avisadas desbarran a veces, y que no se necesita poco ingenio
para jugar con el entendimiento sin dar alguna vez una nota falsa. Aquél cuya
conversación ni divierte ni conmueve, es un fastidioso,
y si además se esfuerza en conseguir ambas cosas, resulta un insípido. Cuando
el insípido es, además, un envanecido, viene a parar en tonto(4).
Con algunos
ejemplos voy a hacer algo más inteligible este extraño compendio de las
debilidades humanas; quien carece del buril de Hogarth tiene que suplir con la
descripción las deficiencias de la expresión en el dibujo. El arrostrar
audazmente los peligros por nuestros derechos, por los de la patria o por los
de nuestros amigos, es sublime. Las cruzadas, la antigua caballería, eran extravagantes; los
duelos, resto desdichado de ella, originado de un equivocado concepto del
honor, son monstruosos.
Un melancólico alejamiento del mundano bullicio a consecuencia de
un fastidio legítimo, es noble.
La devoción solitaria de los antiguos eremitas, era extravagante. Los
conventos y los sepulcros de tal género para encerrar santos vivos, son monstruosos. El
dominio de las pasiones en nombre de principios, es sublime. Las
mortificaciones, los votos y otras virtudes monacales, son más bien cosas monstruosas. Entre
las obras del ingenio y del sentimiento delicado, las poesías épicas de
Virgilio y Klopstock, se quedan en lo noble;
las de Homero y Milton, caen en lo extravagante. Las metamorfosis de
Ovidio, son monstruosas,
y los cuentos de hadas de la superstición francesa, son las más
lamentables monstruosidades jamás imaginadas. Las poesías anacreónticas están a
menudo muy cerca de lo frívolo.
Las obras de la
razón y del entendimiento penetrante, en cuanto sus objetos, encierran también
algo de sentimiento, participan en cierto modo de las indicadas diferencias. La
representación matemática de la magnitud inconmensurable del universo, las
consideraciones de la metafísica acerca de la eternidad, de la providencia, de
la inmortalidad de nuestra alma, contienen un cierto carácter sublime y
majestuoso. En cambio, hay muchas sutilezas vanas que desfiguran la filosofía.
La apariencia de profundidad no impide que las cuatro figuras silogísticas
merezcan ser contadas entre las monstruosidades de escuela.
En las cualidades
morales sólo la verdadera virtud es sublime. Existen algunas, sin embargo, que
son amables y bellas, y en cuanto armonizan con la virtud pueden ser
consideradas como nobles, aunque no deba incluírselas en la intención virtuosa.
El juicio sobre esto es sutil y complicado. No puede, ciertamente, denominarse
virtuoso el estado de ánimo del cual se originan actos que también la virtud inspiraría,
porque los motivos que inspiran tales actos, aunque casualmente coinciden con
la virtud, pueden, por su naturaleza, entrar a menudo en conflicto con las
reglas generales de la virtud. Una cierta blandura, que fácilmente lleva a un
cálido sentimiento de compasión,
es bella y amable, pues muestra una bondadosa participación en el destino de
otros hombres, a la que llevan igualmente los principios de la virtud. Pero
esta buena pasión es débil y siempre ciega. Supongamos que tal sentimiento os
mueve a socorrer con vuestros recursos a un necesitado en ocasión en que
debemos a otros, y por tanto nos incapacitamos para cumplir el estricto deber
de la justicia; el acto no puede nacer de ningún principio moral, porque
siguiendo éste nunca nos veríamos excitados a sacrificar una obligación
superior a este ciego impulso. Si, en cambio, la general benevolencia hacia el
género humano se ha convertido en un principio dentro de vosotros, al cual
subordináis siempre vuestros actos, perdura entonces el amor al necesitado,
pero es puesto, desde un superior punto de vista, en la verdadera relación con
la totalidad de vuestros deberes. La benevolencia es un fundamento de la
participación en su desdicha, pero también de la justicia, y, según la
prescripción de ésta, renuncia al acta en el caso presente. Pero ocurre que al
ser exaltado este sentimiento a una debida generalidad, si bien se hace
sublime, resulta, en cambio, más frío. No es posible que nuestro pecho se
interese delicadamente por todo hombre, ni que toda pena extraña despierte
nuestra compasión. De otro modo, el virtuoso estaría, como Heráclito,
continuamente deshecho en lágrimas, y con toda su bondad no vendría a ser más
que un holgazán tierno(5).
El segundo género
del sentimiento bondadoso, ciertamente bello y amable, pero que no sirve de
base suficiente a una verdadera virtud, es la cortesía, por la cual nos sentimos
inclinados a mostrarnos agradables con los otros mediante la amistad, la
aquiescencia a sus deseos y la ecuación de nuestra conducta con su manera de
pensar. Este fundamento de una encantadora sociabilidad es hermoso, y tan
blanda condición es señal de naturaleza bondadosa. Pero tan lejos está de ser
una virtud, que si principios superiores no ponen sus barreras y lo debilitan,
puede ser origen de todos los vicios. Aun sin contar que la complacencia hacia
aquellos que tratamos significa a menudo la injusticia con otros situados fuera
de este círculo, el hombre complaciente, si se admite sólo este estímulo, podrá
tener todos los vicios, no por inclinación espontánea, sino porque vive para
agradar. La afectuosa sociabilidad le convertiría en un embustero, en un
holgazán, en un borracho, etcétera, etc.; pues no obra según reglas encaminadas
a la buena conducta en general, sino según una inclinación, bella en sí, pero
que al hallarse sin freno ni principios resulta frívola.
La verdadera
virtud, por tanto, sólo puede descansar en principios que la hacen tanto más
sublime y noble cuanto más generales. Estos principios no son reglas
especulativas, sino la conciencia de un sentimiento que vive en todo pecho
humano, y cuyo dominio es mucho más amplio que el campo de la compasión y de la
complacencia. Creo recoger todo su contenido diciendo que es el sentimiento de la belleza y
la dignidad de la naturaleza humana. Lo primero es el fundamento de
la benevolencia general; lo segundo, de la estimación general; y si este
sentimiento alcanzase la máxima perfección en un corazón humano cualquiera,
este hombre se amaría y se estimaría ciertamente a sí mismo, pero no más que en
cuanto es uno de todos aquéllos a los cuales se extiende su amplio y noble
sentimiento. Sólo subordinando a inclinación tan amplia las nuestras, pueden
aplicarse proporcionalmente nuestros buenos instintos y producir el noble
decoro que constituye la belleza de la virtud.
En consideración a
la debilidad de la naturaleza humana y del escaso poder que había de ejercer
sobre el mayor número de los corazones el sentimiento ético general, ha
colocado en nosotros la Providencia, como suplemento de la virtud, tales
instintos auxiliares; por ellos algunos, aun sin principios, son llevados a
bellas acciones, y aquéllos que los poseen no pueden recibir mayor impulso y
estímulo más enérgico. La compasión y la complacencia son fundamentos de bellas
acciones, que acaso serían ahogadas todas ellas por el predominio de un grosero
egoísmo, pero no fundamentos inmediatos de la virtud, como hemos visto, aunque,
ennoblecidas por el parentesco con ella, se les llama también virtuosas. Puedo
denominarlas, por consiguiente, virtudes
adoptadas y genuina virtud,
a la que descansa sobre principios. Las primeras son bellas y seductoras; pero
sólo la segunda es sublime y venerable. Al espíritu en que dominan las primeras
sensaciones se le denomina un buen
corazón, y
bondadoso al hombre de tal carácter; en cambio se atribuye con
justicia un noble
corazón al virtuoso, según principios, y a él mismo se le llama recto. Estas
virtudes adoptadas tienen, sin embargo, gran semejanza con las verdaderas
virtudes, pues encierran el sentimiento de un placer inmediato en actos buenos
y benévolos. Sin interés, por espontánea benevolencia, el bondadoso os tratará
amistosa y cortésmente y compartirá de veras la pena de otro.
Mas como esta
simpatía moral no es todavía bastante para inspirar a los hombres indolentes
acciones de utilidad general, la Providencia ha puesto en nosotros cierto
sentimiento delicado que puede empujarnos a la acción o servir de contrapeso al
grosero egoísmo y al vulgar deseo de placeres. Es el sentimiento del honor,
y su resultado, la vergüenza.
La opinión que de nuestro valer tengan los demás y su juicio sobre nuestros
actos, es un móvil de gran importancia, y nos lleva a muchos sacrificios. Lo
que gran parte de los hombres no habría hecho por impulsos de espontánea bondad
ni por principios, se hace bastante a menudo merced al prestigio aparente de
una preocupación muy útil, aunque en sí muy superficial, como si el juicio de
los demás determinase nuestro valor y el de nuestros actos. Lo que acontece,
obedeciendo a este impulso, no es de ningún modo virtuoso, y de ahí que quien
desea ser tenido por tal, oculte cuidadosamente tal motivo. Esta inclinación no
tiene tampoco tanta afinidad con la genuina virtud como la bondad de corazón,
porque no puede ser movida inmediatamente por la hermosura de los actos, sino
por lo que éstos representan ante los ojos ajenos. Con todo, como el
sentimiento del honor es delicado, puedo denominar resplandor de la virtud aquello
análogo a lo virtuoso que por él es ocasionado.
Si comparamos los
espíritus de los hombres según en ellos predomina uno de estos géneros de
sentimiento determinando el carácter moral, encontramos que cada uno de ellos
se halla en próxima afinidad con uno de los temperamentos, tal como se les
divide comúnmente; pero de tal suerte que, además, correspondería al flemático
una mayor carencia de sentimiento moral. Y no quiero decir con esto que la nota
principal en el carácter de estas distintas especies de espíritus, corresponda
a los indicados rasgos, pues aquí no consideramos sentimientos más groseros,
por ejemplo: el de egoísmo, el del placer vulgar, etc., y tales inclinaciones
son las observadas con preferencia en la división corriente; sino que los más
finos sentimientos morales aquí considerados son susceptibles de unirse más
fácilmente con uno o con otro temperamento, y de hecho van unidos en los más
casos.
Un íntimo
sentimiento de la belleza y la dignidad de la naturaleza humana, y un ánimo
seguro y vigoroso para referir a esto, como fundamento general, todas las
acciones, son serios y no se asocian bien con una alegría volandera ni con la
inconstancia de un hombre ligero. Y hasta se halla cerca de la honda melancolía
(Schwermut), una
dulce y noble sensación, en cuanto se funda sobre aquel temor que siente un
alma limitada cuando, llena de un gran proyecto, ve los peligros que debe
vencer y tiene ante la vista la grave aunque grande victoria del dominio de sí
mismo. La genuina virtud, según principios, encierra en sí algo que parece
coincidir con el temperamento melancólico
en un sentido atenuado.
El carácter
bondadoso, una condición bella y sensible, para ser en casos particulares
conmovido de una manera compasiva y benévola, está muy sujeto al cambio de las
circunstancias, y por no descansar el movimiento del alma sobre un principio
general, toma fácilmente formas diferentes, según ofrecen los objetos uno u
otro aspecto. Y como esta inclinación se encamina a lo bello, parece
susceptible de unirse, sobre todo, con el temperamento denominado sanguíneo, que es
volandero y dado a las diversiones. En este temperamento debemos buscar las
simpáticas cualidades que hemos denominado virtudes adoptadas.
El sentimiento del
honor es, desde luego, reconocido como característica de la complexión
colérica, y las consecuencias morales de este delicado sentimiento, que casi
siempre sólo se preocupa del brillo, nos presentarán rasgos para la descripción
de este carácter.
En hombre alguno
faltan huellas de sentimientos delicados; pero una gran ausencia de ellos,
calificada comparativamente de insensibilidad, aparece en el carácter del
flemático, y hasta los impulsos más vulgares, como el deseo de dinero, etc.,
suele negársele. Nosotros podemos abandonarle esta inclinación, junto con otras
análogas, porque caen fuera de nuestro plan.
Examinemos ahora
las sensaciones de lo sublime y lo bello, principalmente en cuanto son morales,
bajo la admitida división de los temperamentos.
No se llama
melancólico a un hombre porque, substrayéndose a los goces de la vida, se
consuma en una sombría tristeza, sino porque sus sentimientos, intensificados
más allá de cierto punto dirigido, merced a determinadas causas, en una falsa
dirección, acabarían en esta tristeza más fácilmente que los de otros. Este
temperamento tiene, principalmente, sensibilidad
para lo sublime. Aun la belleza, a la cual es igualmente sensible,
no le encanta tan sólo, sino que, llenándole de asombro, le conmueve. El placer
de las diversiones es en él más serio; pero, por lo mismo, no menor. Todas las
conmociones de la sublime tienen algo más fascinador en sí que el inquieto
encanto de lo bello. Su bienestar será, más bien que alegría, una satisfacción
tranquila. Es constante. Esto les mueve a ordenar sus sensaciones, bajo
principios, y tanto menos están sujetas a la inconstancia y al cambio cuanto
más general es el principio al cual se hallan subordinadas, y más amplio, por
tanto, el elevado sentimiento al cual se subordinan los inferiores. Todos los
motivos particulares de las inclinaciones están sujetos a muchas excepciones y
cambios si no son derivados de tal fundamento superior. El alegre y afectuoso
Alcestes dice: «Amo y estimo a mi mujer porque es bella, cariñosa y discreta.»
¡Cómo! ¿Y si, desfigurada por la enfermedad, agriada por la vejez y pasado el
primer encanto, dejase de parecerte más discreta que cualquier otra? Cuando el
fundamento ha desaparecido, ¿qué puede resultar de la inclinación? Tomad, en
cambio, el benévolo y sesudo Adrasto, que pensaba para sí: «Tengo que tratar a
esta persona con amor y respeto porque es mi mujer.» Tal manera de pensar es
noble y magnánima. Ya pueden los encantos fortuitos alterarse; siempre continúa
siendo su mujer. El noble motivo permanece y no está tan sujeto a la
inconstancia de las cosas exteriores. De tal calidad son los principios, en
comparación con impulsos originados sólo de ocasiones particulares, y así es el
hombre de principios, al lado de aquel al cual sobreviene una inspiración buena
y afectuosa. Y lo mismo, diríamos si el secreto lenguaje de su corazón se
expresara de esta suerte. «Tengo que auxiliar a ese hombre porque sufre; no
porque acaso sea amigo o conocido mío, ni porque le considere capaz de
agradecérmelo después. Ahora no es tiempo de hacer distingos ni detenerse en
cuestiones: es un hombre, y lo que daña a los hombres también a mí me toca.»
Desde este momento su conducta se apoya en el supremo fundamento dentro de la
naturaleza humana, y es sublime en grado sumo, tanto por la invariabilidad como
por la generalidad de sus aplicaciones.
Continúo mis
observaciones. El hombre de carácter melancólico se preocupa poco de los
juicios ajenos, de lo que otras tienen por bueno o verdadero, se apoya sólo en
su propia opinión. Como en él los móviles toman el carácter de principios, no
puede ser fácilmente llevado a otras ideas. Su firmeza degenera a veces en
obstinación. La amistad es sublime, y, por tanto, apropiada a sus sentimientos.
Puede acaso perder un amigo inconstante, pero éste no le pierde a él tan
pronto. Aun el recuerdo de la amistad extinguida sigue siendo para él
respetable. La locuacidad es bella; la taciturnidad meditativa es sublime. Sabe
guardar bien sus secretos y los ajenos. La veracidad es sublime, y él odia
mentiras y fingimientos. Siente con viveza la dignidad de la naturaleza humana.
Se estima a sí mismo y tiene a un hombre por una criatura que merece respeto.
No sufre sumisión abyecta, y su noble pecho respira libertad. Toda suerte de
cadenas le son odiosas, desde las doradas que en la corte se arrastran hasta
los pesados hierros del galeote. Es un rígido juez de sí mismo y de los demás,
y a menudo siente disgusto de sí mismo y del mundo.
En la degeneración
de este carácter, la seriedad se inclina a la melancolía, la devoción al
fanatismo, el celo por la libertad al entusiasmo. La ofensa y la injusticia
encienden en él deseos de venganza. Es muy temible entonces. Desafía el peligro
y desprecia la muerte. Falseado su sentimiento y no serenado por la razón, cae
en lo extravagante:
sugestiones, fantasías, ideas fijas. Si la inteligencia es aún más
débil, incurre en lo monstruoso:
sueños significativos, presentimientos, señales milagrosas. Está en
peligro de convertirse en un fantástico
o en
un chiflado.
El de carácter sanguíneo tiene
predominante sensibilidad
para lo bello. Sus alegrías son, por tanto, rientes y vivas. Si no
está alegre es que se halla disgustado; conoce poco la calma satisfecha. La
variedad es bella, y él gusta del cambio. Busca la alegría en sí mismo y en
torno suyo; regocija a los demás, y su compañía es grata. Comparte fácilmente
el estado moral ajeno. La alegría de los otros le contenta, y el dolor le
enternece. Su sentimiento moral es bello, pero sin principios, y obedece
siempre a las impresiones momentáneas que los objetos en él producen. Es amigo
de todos los hombres, o lo que es lo mismo, nunca propiamente un amigo, aunque
sea de verdad bondadoso y benévolo. No finge. Hoy os tratará con su afecto y
cortesía peculiares; mañana, si estáis enfermos u os sobreviene una desgracia,
mostrará un interés verdadero, no hipócrita, pero se escurrirá suavemente hasta
que las circunstancias hayan pasado. Nunca debe ser juez. Las leyes son para
él, comúnmente, demasiado rígidas, y se deja sobornar por las lágrimas. Es un
tipo curioso, nunca completamente bueno y nunca completamente malo. Comete
excesos y es vicioso, más por complacencia que por inclinación. Es liberal y
benéfica, pero lleva mal la cuenta de lo que debe, porque si es muy sensible
para el bien, lo es muy poco para la justicia. Nadie tiene tan buena opinión de
su propio corazón como él. Aunque no le estiméis mucho no podéis menos de
amarle. El mayor peligro de su carácter es caer en lo frívolo, y
entonces es alocado e infantil. Si la edad no disminuye acaso la vivacidad o le
infunde más juicio, está en peligro de convertirse en un viejo verde.
Aquel cuyo
carácter es calificado de colérico, tiene sensibilidad predominante para el
género de lo sublime que se puede denominar magnífico. Es sólo el brillo de la
sublimidad, un color llamativo que oculta, engañando e impresionando con la
apariencia, el contenido íntimo de la persona o cosa, acaso malo o vulgar en sí
mismo. Así como un edificio cubierto por una pintura que imita la piedra
produce una impresión tan noble como si fuese verdad, y así de igual modo que
las molduras y pilastras empotradas sugieren la idea de firmeza, aunque tengan
poca consistencia y nada sostengan, lo mismo brillan las virtudes de hojalata,
el similor de sabiduría y los méritos pintados.
El colérico
considera su propio valor y el de sus cosas y actos según el prestigio o la
apariencia de que se revistan a los ojos de los demás. Con respecto a la íntima
calidad o a los motivos que el objeto mismo encierra, se muestra frío, ni
encendido por verdadera benevolencia, ni conmovido por el respeto(6).
Su conducta es artificiosa. Ha de saber tomar toda clase de puntos de vista
para juzgar el efecto que produce según la distinta posición del espectador,
pues no se pregunta lo que él es, sino lo que parece. Por eso ha de conocer
bien la manera de conquistar la aprobación general y las apreciaciones que ha
de suscitar fuera de él su conducta. La sangre fría que esta fina atención
requiere para no ser cegada por el amor, la compasión y el interés, le sustrae
también a muchas locuras y contrariedades, en las cuales cae un sanguíneo,
arrebatado por su sensibilidad espontánea. Por eso parece más razonable de lo
que realmente es. Su benevolencia es cortesía; su respeto, ceremonia; su amor,
meditada adulación. Está siempre lleno de sí mismo cuando toma la actitud de
enamorado y de amigo, y no es nunca ni lo uno ni lo otro. Gusta de brillar con
las modas; pero como todo en él es artificioso y trabajado, se muestra en ello
rígido y torpe. Su conducta obedece más a principios que la del sanguíneo, sólo
movido por impresiones ocasionales; pero no son principios de la virtud, sino
del honor, y no es nada sensible a la belleza o al valor de los actos, sino al
juicio que el mundo pronunciara sobre ellos. Como su proceder, si no se
considera la fuente de donde brota, resulta casi tan beneficioso a la
generalidad como la virtud, obtiene del espectador común tan elevada estima
como el virtuoso; pero se oculta cuidadosamente de ojos más sutiles, pues sabe
que si descubren el escondido resorte del honor, desaparecerá también el
respeto que se le muestra. Recurre, por tanto, con frecuencia al fingimiento;
en religión es hipócrita; en el trato, adulador; en política, versátil, según
las circunstancias. Se complace en ser esclavo de los grandes para después ser
tirano de los humildes. La ingenuidad
esta noble o bella sencillez que lleva en sí el sello de la
naturaleza y no del arte, le es completamente extraña. Por eso cuando su gusto
degenera, su brillo resulta chillón;
esto es, desagradablemente jactancioso. Cae entonces, tanto en su
estilo como en sus adornos, en el galimatías -lo exagerado-, una especie de
monstruosidad que es a lo magnífico lo que lo extravagante o chiflado con
relación a lo sublime serio. En las ofensas acaba pronto en duelos o procesos y
en las relaciones ciudadanas, gusta de antepasados, preeminencias y títulos.
Mientras sólo es vanidoso, es decir, mientras busca honor y se esfuerza en
hacerse visible, puede ser todavía soportado; pero cuando totalmente falto de
verdaderas cualidades y méritos se pavonea orgulloso, viene a parar en lo que
él menos quisiera, esto es, en un necio.
Puesto que en el
compuesto flemático no suelen aparecer ingredientes de lo sublime y de lo bello
en un grado particularmente apreciable, cae este carácter fuera del círculo de
nuestro examen.
Sea cualquiera el
género de las sensaciones tan delicadas de que hemos tratado hasta aquí,
sublimes o bellas, sufren el destino común de aparecer como falsas y absurdas a
los ojos de todo aquel cuya sensibilidad no concuerda con ellas. El hombre de
aplicación tranquila y egoísta no tiene, por decirlo así, órganos para sentir
el rasgo noble en una poesía o en una virtud heroica; lee con más gusto un
Robinsón que un Grandisón, y tiene a Catón por un necio testarudo. De igual
modo a personas de carácter algo serio parece frívolo aquello que para otras es
encantador, y la juguetona ingenuidad de una acción pastoril les parece
insignificante e insípida. Aunque no falte por completo una sensibilidad
apropiada, los grados de ella son muy diferentes, y se ve que uno encuentra
noble y digno algo que para otros resulta extravagante, aunque sea grande. Las
ocasiones que se ofrecen en cosas no morales para atisbar algo del sentimiento
del prójimo, pueden darnos coyuntura para decidir también con bastante
verosimilitud, su sensibilidad, con relación a las cualidades superiores de su
espíritu y aun las de su corazón. El que se fastidia oyendo una hermosa música,
hace sospechar mucho que las bellezas de la literatura o los encantos del amor
no ejercerán poder sobre él.
Hay un cierto
espíritu de las pequeñeces (esprit
des bagatelles) que muestra una especie de sensibilidad delicada,
pero dirigida precisamente a lo contrario de lo sublime. Es el gustar de algo
por ser muy artificioso
y difícil, versos que pueden leerse hacia abajo y hacia arriba, enigmas,
relojes diminutos, cadenas sueltas, etc.; el gustar de todo lo que está medido
y ordenado de una manera minuciosa, aunque sea sin utilidad, por ejemplo: de
libros primorosamente colocados en largas filas dentro de la estantería, y una
cabeza vacía que los contempla llena de satisfacción; habitaciones adornadas
como cajas ópticas, lavadas con limpieza meticulosa, y dentro, un dueño
inhospitalario y gruñón, que las habita; de todo lo que es raro, por poco
valor que en sí pueda tener; la lámpara de Epicteto, un guante de Carlos XII.
En cierto modo, el afán de atesorar dinero cae dentro de esto. Puede
sospecharse que si tales personas cultivasen las ciencias, se convertirán en
chifladas, y que en las costumbres carecerán de sentimiento para lo que de una
manera libre es bello y noble.
No se tiene razón
cuando se acusa a quien no ve el valor o la hermosura de lo que nos conmueve o
encanta, de no
entenderlo. Trátase
aquí no tanto de lo que el entendimiento
comprende como de lo que el sentimiento experimenta. Tienen, sin
embargo, las facultades del alma tan grande conexión entre sí, que, las más
veces, de las manifestaciones de la sensibilidad pueden deducirse las
condiciones intelectivas. Vanas resultarían las dotes intelectuales para quien
al mismo tiempo no tuviese un vivo sentimiento de lo bello y lo noble,
sentimiento que sería el móvil de aplicarlas bien y con regularidad(7).
Es corriente
denominar sólo útil
a lo que satisface nuestra más grosera sensibilidad, lo que puede
proporcionarnos abundancia en comida y bebida, lujo en el vestido y los muebles
y esplendidez en la hospitalidad, aunque no comprendo por qué lo deseado por
mis más vivos sentimientos no se ha de contar igualmente entre las cosas
útiles. Pero, aun admitiéndolo, aquél en quien predomina el interés personal
es un hombre con el cual nunca se ha de sutilizar sobre el buen gusto. Por este
principio, una gallina resulta mejor que un papagayo; una cazuela, más útil que
un vaso de porcelana; todos los ingenios del mundo no igualan el valor de un
labrador, y los esfuerzos por averiguar la distancia de las estrellas fijas
pueden ser aplazados hasta que sepamos de qué manera el arado ha de ser más
ventajosamente conducido. Pero ¡qué locura abandonarse a tal disputa cuando es
imposible llegar a sensaciones análogas, porque tampoco es análoga la
sensibilidad! Con todo, el hombre de más rudos y vulgares sentimientos podrá
percibir que los encantos y agrados de la vida, al parecer más superfluos,
acaparan nuestra mayor diligencia, y que nos quedarían pocos móviles para los
variados esfuerzos de la vida si pretendiéramos suprimirlos. De igual modo,
nadie hay tan grosero que no sienta que un acto moral, por lo menos para con el
prójimo, tanto más conmueve cuanto más se aleja del interés propio y cuanto más
en él resaltan motivos nobles.
Cuando observo
alternativamente el lado noble y el débil de los hombres, me acuso a mí mismo
de no poder tomar el punto de vista desde el cual estos contrastes se funden en
el gran cuadro de la naturaleza humana, como en un conjunto impresionante.
Comprendo que, en las líneas generales de la gran naturaleza, estas grotescas
situaciones no pueden menos de tener una significación noble, aunque seamos
demasiado miopes para contemplarlas por este aspecto. En una rápida ojeada
sobre el asunto, me parece, sin embargo, observar lo siguiente: los hombres que
obran según principios,
son muy pocos,
cosa que hasta es muy conveniente, pues con facilidad estos principios resultan
equivocados, y entonces el daño que se deriva llega tanto más lejos cuanto más
general es el principio y más firme la persona que lo ha adoptado. Los que
obedecen a bondad espontánea
son muchos más,
y está bien, aun cuando no pueda ser contado como un mérito particular de la
persona. Estos instintos virtuosos fallan a veces; mas, por término medio,
cumplen perfectamente el gran propósito de la naturaleza, lo mismo que los
demás instintos, merced a los cuales se mueve con tanta regularidad el mundo
animal. Los que, como único punto de referencia para sus esfuerzos, tienen fija
ante los ojos su adorada persona y procuran hacer girar todo en torno de su
egoísmo, como eje mayor, son los más,
y esto viene a resultar también muy beneficioso; ellos, en efecto, son los más
inteligentes, ordenados y precavidos; dan consistencia y firmeza al todo, y,
sin proponérselo, son útiles en general en cuanto facilitan las necesidades
imprescindibles y preparan las bases sobre las cuales las almas delicadas
pueden extender la hermosura y la armonía. Finalmente, la pasión por el honor se
halla extendida en el corazón de todos
los hombres, aunque en medida diferente, y presta al conjunto una encantadora
belleza, rayana en lo maravilloso. Aunque el deseo de honor es una loca quimera
cuando se convierte en regla a la cual se subordinan las demás inclinaciones,
como impulso concomitante resulta muy útil. Cada cual al realizar sus actos en
el gran escenario social, según sus inclinaciones dominantes, se ve movido por
un secreto impulso a tomar mentalmente un punto de vista fuera de sí mismo para
juzgar la apariencia de su conducta, tal como se presenta a la vista del
espectador. Los diversos grupos se unen así en un cuadro de expresión
magnífica, donde la unidad se transparenta en la grande diversidad y el
conjunto de la naturaleza moral se muestra en sí bello y digno.
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