viernes, 20 de julio de 2012

Filosofía - José Ortega y Gasset, Sobre el punto de vista en las artes



José Ortega y Gasset (1883-1955)

"Sobre el punto de vista en las artes"



I
La historia, cuando es lo que debe ser, es una elaboración de films. No se contenta con instalarse en cada fecha y ver el paisaje moral que desde ella se divisa, sino que a esa serie de imágenes estáticas, cada una encerrada en sí misma, sustituye la imagen de un movimiento. Las «vistas» antes discontinuas aparecen ahora emergiendo unas de otras, continuándose sin intermisión unas en otras. La realidad, que un momento pareció consistir en una infinidad de hechos cristalizados, quietos en su congelación, se liquida, mana y toma un andar fluvial. La verdadera realidad histórica no es el dato, el hecho, la cosa, sino la evolución que con esos materiales fundidos, fluidificados, se construye. La Historia moviliza, y de lo quieto nace lo raudo.*
II
En el museo se conserva a fuerza de barniz el cadáver de una evolución. Allí está el flujo del afán pictórico que siglo tras siglo ha brotado del hombre. Para conservar esta evolución ha habido que deshacerla, triturarla, convertirla de nuevo en fragmentos y congelarla como en un frigorífico. Cada cuadro es un cristal de aristas inequívocas y rígidas separado de los demás, isla hermética.
Y, sin embargo, no sería difícil resucitar el cadáver. Bastaría con colocar los cuadros en un cierto orden y resbalar la mirada velozmente sobre ellos--y si no la mirada, la meditación. Entonces se haría patente que el movimiento de la pintura, desde Giotto hasta nuestros días, es un gesto único y sencillo, con su comienzo y su fin. Sorprende que una ley tan simple haya dirigido las variaciones del arte pictórico en nuestro mundo occidental. Y lo más curioso, lo más inquietante es la analogía de esta ley con la que ha regido los destinos de la filosofía europea. Este paralelismo entre las dos labores de cultura más distantes permite sospechar la existencia de un principio general aún más amplio que ha actuado en la evolución entera del espíritu europeo. Yo no voy a alargar la aventura hasta ese remoto arcano,* y me contento, por el pronto, con interpretar el gesto de seis siglos que ha sido la pintura de Occidente.
 III
El movimiento supone un móvil.* ¿Quién se mueve en la evolución de la pintura? Cada cuadro es una instantánea en que aparece detenido el móvil. ¿Cuál es éste? No se busque una cosa muy complicada. Quien varía, quien se desplaza en la pintura y con sus desplazamientos produce la diversidad de aspectos y estilos, es simplemente el punto de vista del pintor.
Es natural que sea así. La idea abstracta es ubicua.* El triángulo isósceles, pensado en Sitio y en la Tierra, presenta idéntico aspecto. En cambio, toda imagen sensible arrastra el sino inexorable de su localización, es decir, que la imagen nos presenta algo visto desde un punto de vista determinado. Esta localización de lo sensible puede ser estricta o vaga, pero no puede faltar. La aguja de la torre, la vela marina se nos presentan a una distancia que evaluamos con práctica exactitud. La luna o la faz azul del cielo, en una lejanía esencialmente imprecisa, pero muy característica en su imprecisión. No podemos decir que se hallen a tantos y cuantos kilómetros; su localización en lontananza es vaga, pero esta vaguedad no significa indeterminación.
Sin embargo, no es la cantidad geodésica de distancia lo que influye decisivamente en el punto de vista del pintor, sino la cualidad óptica de esa distancia. Cerca y lejos, que métricamente son caracteres relativos, pueden tener un valor absoluto para los ojos. En efecto, la visión próxima y la visión lejana de que habla la fisiología no son nociones que dependan principalmente de factores métricos, sino que son más bien dos modos distintos de mirar.
IV
Si tomamos un objeto cualquiera, un búcaro,* por ejemplo, y lo acercamos suficientemente a nuestros ojos, éstos convergen sobre él. Entonces el campo visual adopta una peculiar estructura. En el centro se halla el objeto favorecido, fijado por nuestra mirada; su forma aparece clara, perfectamente definida, con todos sus detalles. En torno de él, hasta el borde del campo visual, se extiende una zona que no mirarnos y, sin embargo, vemos con una visión indirecta, vaga, desatenta. Todo lo que cae dentro de esta zona aparece situado detrás del objeto; por esto decimos que es su «fondo». Pero, además, todo ello se presenta borroso, apenas recognoscible, sin forma acusada, más bien reducido a confusas masas de color. Si no se tratase de cosas habituales no podríamos decir que son propiamente las que vemos en esta visión indirecta.
La visión próxima, pues, organiza el campo visual imponiéndole una jerarquía óptica: un núcleo central privilegiado se articula sobre un área circundante. El objeto cercano es un héroe lumínico, un protagonista que se destaca sobre una «masa», una plebe visual, un coro cósmico en torno.
Compárese con esto la visión lejana. En vez de fijar algún objeto próximo, dejemos que la mirada quieta, pero libre, prolongue su rayo de visión hasta el límite del campo visual. ¿Qué hallamos entonces? La estructura de dos elementos jerarquizados desaparece. El campo ocular es homogéneo; no se ve una cosa mejor y el resto confusamente, sino que todo se presenta sumergido en una democracia óptica. Nada posee un perfil rigoroso,* todo es fondo, confuso, casi informe. En cambio, a la dualidad de la visión próxima ha sucedido una perfecta unidad de todo el campo visual.
V
A estas diferencias en el modo de mirar es preciso agregar otra más importante.
Al mirar de cerca el búcaro, el rayo visual choca con la parte más prominente de su panza. Luego, como si este choque lo hubiese quebrado, el rayo se dilacera en múltiples tentáculos que resbalan por los flancos de la vasija y parecen abrazar su rotundidad, tomar posesión de ella, subrayarla. Ello es que el objeto visto de muy cerca adquiere esa indefinible corporeidad y solidez propias del volumen lleno. Lo vemos de «bulto», convexo. En cambio, ese mismo objeto colocado al fondo, en visión lejana, pierde esa corporeidad, esa solidez y plenitud. Ya no es un volumen compacto, claramente rotundo, con su prominencia y sus curvos flancos; ha perdido el «bulto» y se ha hecho más bien una superficie insólida, un espectro incorpóreo* compuesto sólo de luz.
La visión próxima tiene un carácter táctil. ¿Qué misteriosa resonancia del tacto conserva la mirada cuando converge sobre un objeto cercano? No tratemos ahora de violar este misterio. Es suficiente que advirtamos esa densidad casi táctil que el rayo ocular tiene y le permite, en efecto, abrazar, palpar el búcaro. A medida que el objeto se aleja, la mirada pierde su virtud de mano y se va haciendo pura visión. Paralelamente, las cosas, al distanciarse, dejan de ser volúmenes plenos, duros, compactos, y se vuelven menos entes cromáticos, sin resistencia, solidez ni convexidad. Un hábito milenario, fundado en necesidades vitales, hace que el hombre no considere como «cosas», en estricto sentido, más que aquellos objetos cuya solidez ofrece resistencia a sus manos. El resto es más o menos fantasma. Pues bien: al pasar un objeto de la visión próxima a la lejana, se fantasmagoriza.* Cuando la distancia es mucha, allá en el confín de un remoto horizonte--un árbol, un castillo, una serranía--, todo adquiere el aspecto casi irreal de apariciones ultramundanas.*
VI
Una última y decisiva observación.
Cuando a la visión próxima oponemos la lejana, no queremos decir que en ésta miremos un objeto más distante que en la primera. Mirar significa aquí, taxativamente,* hacer converger los dos rayos oculares sobre un punto, que, gracias a ello, queda favorecido, ópticamente privilegiado. En la visión lejana no miramos ningún punto, antes bien,* intentamos abarcar la totalidad de nuestro campo visual, incluso sus bordes. A este fin, evitamos en lo posible la convergencia. Y entonces nos sorprende advertir que el objeto ahora percibido--el conjunto de nuestro campo visual--es cóncavo. Si estamos en una habitación, la concavidad termina en la pared fronteriza, en el techo, en el suelo. Este término o límite es una superficie que tiende a tomar la forma de una semiesfera mirada por dentro. Pero ¿dónde empieza la concavidad? No hay lugar a duda: empieza en nuestros ojos mismos.
De donde resulta que lo que vemos en la visión lejana es un hueco como tal. El contenido de nuestra percepción no es propiamente la superficie en que el hueco termina, sino todo este hueco, desde nuestro globo ocular hasta la pared o hasta el horizonte.
Esta advertencia nos obliga a reconocer la siguiente paradoja: el objeto que vemos en la visión lejana no está más distante de nosotros que el visto en proximidad, sino, al revés, más cercano, puesto que comienza en nuestra córnea. En la pura visión a distancia, nuestra atención, en vez de proyectarse más lejos, se ha retraído a lo absolutamente próximo, y el rayo visual, en vez de chocar en la convexidad de un cuerpo sólido y quedar en ella fijo, penetra un objeto cóncavo, se desliza por dentro de un hueco.
 VII
Pues bien, a lo largo de la historia artística europea, el punto de vista del pintor ha ido cambiando desde la visión próxima a la visión lejana, y paralelamente, la pintura, que empieza en Giotto por ser pintura de bulto, se torna pintura de hueco.
Esto quiere decir que la atención del pintor sigue un itinerario de desplazamiento nada caprichoso. Primero se fija en el cuerpo o volumen del objeto, luego en lo que hay entre el cuerpo y el ojo, es decir, en el hueco. Y como éste se halla delante de los cuerpos, resulta que el itinerario de la mirada pictórica es un retroceso de lo distante--aunque cercano--hacia lo inmediato al ojo.
Según esto, la evolución de la pintura occidental consistiría en un retraimiento desde el objeto hacia el sujeto pintor.
El lector puede comprobar por sí mismo esta ley que rige el movimiento del arte pictórico recorriendo cronológicamente la historia de la pintura. En lo que sigue me limito a algunos ejemplos que son como estaciones del general itinerario.
VIII
El Quattrocento. Flamencos e italianos cultivan con frenesí la pintura de bulto. Diríase que pintan con las manos. Cada objeto aparece con inequívoca solidez, corpóreo, tangible. Lo recubre una piel pulimentada,* sin poros ni nieblas, que parece deleitarse en acusar su volumen rotundo. No hay diferencia en el modo de tratar las cosas en el primer plano y en el último. El artista se contenta con representar más pequeño lo lejano que lo próximo, pero pinta del mismo modo lo uno que lo otro. La distinción de planos es, pues, meramente abstracta y se obtiene por pura perspectiva geométrica. Pictóricamente, todo en estos cuadros es primer plano, es decir, todo está pintado desde cerca. La menuda figura, allá en la lejanía, es tan completa, redonda y destacada como las principales. Parece como si el pintor hubiese ido hasta el lugar distante donde se halla y lo hubiese pintado, de cerca, lejos.
Mas es imposible ver a la vez de cerca varias cosas. La mirada próxima tiene que ir desplazándose de una en otra para hacerlas, sucesivamente, centro de la visión. Esto quiere decir que el punto de vista en el cuadro primitivo no es uno, sino tantos como objetos hay en él. El cuadro no está pintado en unidad, sino en pluralidad. Ningún trozo hace relación a otro; cada cual es perfecto y aparte. De aquí que el más claro síntoma para conocer si un cuadro pertenece a una u otra tendencia--pintura de bulto o pintura de hueco--sea tomar un trozo y ver si, aislado, se basta para representar con plenitud algo. En un lienzo de Velázquez, por el contrario, cada pedazo contiene sólo vagas formas monstruosas.
El cuadro primitivo es, en cierto modo, la adición de muchos pequeños cuadros, cada cual independiente y pintado desde un punto p de vista próximo. El pintor ha dirigido una mirada exclusiva y analítica a cada uno de los objetos. De aquí proviene la divertida riqueza de estas tablas cuatrocentistas.* Nunca acabamos de verlas. Siempre descubrimos un nuevo cuadrito interior en que no habíamos reparado. En cambio, excluyen una contemplación de conjunto. Nuestra pupila tiene que peregrinar paso a paso por la superficie pintada, demorando en los mismos puntos de vista que el pintor tomó sucesivamente.
IX
Renacimiento, La visión próxima es exclusivista, puesto que aprehende* cada objeto por sí y lo separa del resto. Rafael no modifica este punto de vista, pero introduce en el cuadro un elemento abstracto que le proporciona cierta unidad: la composición o arquitectura. Sigue pintando cosa por cosa lo mismo que un primitivo; su aparato ocular funciona según el mismo principio. Mas en lugar de reducirse ingenuamente, como aquél, a pintar lo que ve según lo ve, somete todo a una fuerza extranjera: la idea geométrica de la unidad. Sobre las formas analíticas de los objetos cae, imperativa, la forma sintética de la composición, que no es forma visible de objeto, sino puro esquema racional. (Lo mismo Leonardo, por ejemplo, en sus cuadros triangulares.)
La pintura de Rafael no nace tampoco ni puede ser contemplada desde un punto de vista único. Pero existe ya en ella el postulado racional de la unificación.
X
Transición. Si caminamos de los primitivos y el Renacimiento hacia Velázquez, hallaremos en los venecianos, pero sobre todo en Tintoretto y el Greco, una estación intermedia. ¿Cómo definirla?
En Tintoretto y el Greco confinan dos épocas. De aquí la inquietud, el desasosiego que estremece la obra de ambos. Son los últimos representantes de la pintura de bulto que sienten ya los problemas futuros de hueco, sin acometerlos debidamente.
Desde su iniciación, el arte veneciano propende* a una visión lejana de las cosas. En Giogione y en Tiziano los cuerpos quisieran perder su apretada solidez y flotar--como nubes, cendales* y materias fundentes.* Sin embargo, falta resolución para abandonar el punto de vista próximo y analítico. Durante cien años forcejean ambos principios, sin victoria definitiva de ninguno. Tintoretto es una manifestación extrema de este combate interior en que ya casi va a vencer la visión lejana. En los cuadros de El Escorial construye grandes espacios vacíos. Mas para tal empresa necesita apoyarse en perspectivas arquitectónicas como en muletas. Sin aquellas columnatas y cornisas que huyen hacia el fondo, el pincel de Tintoretto se caería en el abismo de lo hueco que aspiraba a crear.
El Greco significa más bien un retroceso. Yo creo que se ha exagerado su modernidad y su cercanía a Velázquez. A El Greco le sigue importando, sobre todo, el volumen. La prueba de ello es que puede valer como el último gran escorcista.* No basta el vacío; perdura en él la intención de lo corpóreo, del volumen lleno. Mientras Velázquez, en Las meninas y Las hilanderas, amontona a derecha e izquierda las figuras, dejando más o menos libre el espacio central --como si éste fuera el verdadero protagonista--, el Greco hacina sobre todo el lienzo masas corporales que desalojan por completo el aire. Sus cuadros suelen estar atestados de carne.
Y, sin embargo, lienzos como La resurrección, El Crucificado (Prado) y La Pentecostés plantean con una rara energía problemas de profundidad.
Pero es un error confundir la pintura de profundidad con la de hueco o vacía concavidad. Aquélla no es sino una manera más sabia d acusar el volumen. Esta, en cambio, es una inversión total de la intención pictórica.
Lo que sí acontece en el Greco es que el principio arquitectónico se ha apoderado completamente de los objetos representados y los ha sometido con sin par violencia a su esquema ideal. De esta suerte, la visión analítica, que busca el volumen favoreciendo con exclusividad cada figura, queda mediatizada y como neutralizada por la intención sintética. El esquema de dinamismo formal que reina sobre el cuadro le impone unidad y permite un pseudo-punto de vista único.
Además, apunta ya en el Greco otro elemento unificador: el claroscuro.*
XI
Los claroscuristas. La composición de Rafael, el esquema dinámico de el Greco, son postulados de unidad que el artista arroja sobre su cuadro, pero nada más. Cada cosa en el lienzo sigue afirmando su volumen y, consiguientemente, su independencia y particularismo. Son, pues, aquellas unificaciones del mismo linaje abstracto que la perspectiva geométrica de los primitivos. Oriundos* de la razón pura, no se muestran capaces de informar por entero la materia del cuadro, o, dicho de otro modo, no son principios pictóricos., Cada trozo de la obra está pintado sin su intervención.
Frente a ellos significa el claroscuro una innovación radical y más profunda.
Mientras la pupila del pintor busca el cuerpo de las cosas, los objetos que habitan el área pintada reclamarán, cada uno para sí, un punto de vista exclusivo y privilegiado. El cuadro poseerá una constitución feudal donde cada elemento hará valer sus derechos personales. Pero he aquí que entre ellos se desliza un nuevo objeto dotado de un poder mágico que le permite, más aún, que le obliga a ser ubicuo y ocupar todo el lienzo sin necesidad de desalojar a los demás. Este objeto mágico es la luz. Es ella una y única en toda la composición. He aquí un principio de unidad que no es abstracto, sino real, una cosa entre las cosas y no una idea ni un esquema. La unidad de iluminación o claroscuro impone un punto de vista único. El pintor tiene que ver el conjunto de su obra inmerso en el amplio objeto luz.
Estos son Ribera, Caravaggio y Velázquez mozo (Adoración de los Reyes).
Aún se busca la corporeidad según el uso recibido. Pero ya no interesa primordialmente. El objeto por sí empieza a ser desatendido y a no tener otro papel que servir de sostén y fondo a la luz sobre él. Se persigue la trayectoria de la luz, insistiendo en su resbalar sobre el haz de los volúmenes, de los bultos.
¿Se advierte claramente el desplazamiento del punto de vista que esto implica? El Velázquez de la Adoración de los Reyes no se fija ya en el cuadro como tal, sino en su superficie, donde la luz choca y se refleja. Ha habido, pues, un retraimiento de la mirada, que deja de ser mano y suelta la presa del cuerpo redondo. Ahora el rayo visual se detiene donde el cuerpo comienza y la luz cae fúlgida;* de allí va a buscar otro lugar de otro objeto cualquiera donde vibra pareja intensidad de iluminación. Se ha producido una mágica solidaridad y unificación de todos los trozos claros frente a los oscuros. Las cosas por su forma y condición más dispares resultan ahora equivalentes. La primacía individualista de los objetos acaba. Ya no interesan por sí mismos y empiezan a no ser más que pretexto para otra cosa.
XII
Velázquez. Merced al* claroscuro, la unidad del cuadro se hace interna a él y no meramente obtenida por medios extrínsecos. Sin embargo, bajo la luz continúan latiendo los volúmenes. La pintura de bulto persiste tras el velo refulgente* de la iluminación.
Para triunfar de este dualismo era menester que sobreviniese algo genial desdeñoso resuelto a desinteresarse por completo de los cuerpos, a negar sus pretensiones de solidez, a aplastar sus bultos petulantes. Este genial desdeñoso fue Velázquez.
El primitivo, enamorado del cuerpo objetivo, va a buscarlo afanoso* con su mirada táctil, lo palpa, lo abraza conmovido. El claroscurista, ya más tibio corporalista, hace que su rayo visual camine, como por un carril, por el rayo de luz que emigra de cosa en cosa. Velázquez, con una audacia formidable, ejecuta el gran acto de desdén llamado a suscitar toda una nueva pintura: detiene su pupila. Nada más. En esto consiste la gigantesca revolución.
Hasta entonces la pupila del pintor había girado ptolomeicamente* en torno a cada objeto siguiendo una órbita servil. Velázquez resuelve fijar despóticamente el punto de vista. Todo el cuadro nacerá de un solo acto de visión, y las cosas habrán de esforzarse por llegar como puedan hasta el rayo visual. Se trata, pues, de una revolución copernicana, pareja a la que promovieron en filosofía Descartes, Hume y Kant. La pupila del artista se erige en centro del cosmos plástico y en torno a ella vagan las formas de los objetos. Rígido el aparato ocular, lanza su rayo visor,* recto, sin desviación a uno y otro lado, sin preferencia por cosa alguna. Cuando tropieza con algo no se fija en ello y, consecuentemente, queda el algo convertido, no en cuerpo redondo, sino en mera superficie que intercepta la visión.
El punto de vista se ha retraído, se ha alejado del objeto, y de la visión próxima hemos pasado a la visión lejana, que, en rigor,* es aún más próxima que aquélla. Entre los cuerpos y la pupila se intercala el objeto más inmediato: el hueco, el aire. Flotando en el aire, convertidas en gases cromáticos en flámulas informes, en puros reflejos, las cosas han perdido su solidez y su dintorno. El pintor ha echado su cabeza atrás, ha entornado los párpados y entre ellos ha triturado la forma propia de cada objeto, reduciéndolo a moléculas de luz, a puras chispas de color. En cambio, su cuadro puede ser mirado desde un solo punto de vista, en totalidad y de un golpe.
La visión próxima disocia, analiza, distingue--es feudal. La visión lejana sintetiza, funde, confunde es democrática. El punto de vista se vuelve sinopsis. La pintura de bulto se ha convertido definitivamente en pintura de hueco.
XIII
Impresionismo. No es necesario decir que en Velázquez perduran* los principios moderados del Renacimiento. La innovación no aparece en todo su radicalismo hasta los impresionistas y neoimpresionistas.
Las premisas formuladas en los primeros párrafos parecían anunciar que cuando llegásemos a la pintura de hueco la evolución habría terminado. El punto de vista, haciéndose, de múltiple y próximo, único y lejano, parece haber agotado su posible itinerario. No hay tal.* Ya veremos que aún puede retraerse más hacia el sujeto. De 1870 hasta la fecha el desplazamiento ha proseguido, y estas últimas etapas, precisamente por su carácter inverosímil y paradójico, confirman la ley fatídica que al comienzo he insinuado. El artista, que parte del mundo en torno, acaba por recogerse dentro de sí mismo.
He dicho que la mirada de Velázquez, cuando tropieza con un objeto, lo convierte en superficie. Pero, entre tanto, el rayo visual ha hecho su camino, se ha complacido en perforar el aire que vaga entre la córnea y las cosas distantes. En Las meninas y, Las hilanderas se advierte la fruición con que el artista ha acentuado el hueco como tal. Velázquez mira recto al fondo; por eso se encuentra con una enorme masa de aire entre él y el límite de su campo visual. Ahora bien: ver algo con el rayo central del ojo es lo que se llama visión directa o visión in modo recto. Pero en derredor de este rayo eje envía la pupila muchos otros que parten de ella oblicuos,* que ven in modo obliquo. La impresión de concavidad proviene de la mirada in modo recto. Si eliminamos ésta--por ejemplo, en un abrir y cerrar los ojos--, quedan sólo activas las visiones oblicuas, las visiones de lado «con el rabillo del ojo»,* que son el colmo* del desdén. Entonces la oquedad* desaparece y el campo visual tiende a convertirse todo él en una superficie.
Esto es lo que hacen los sucesivos impresionismos. Traer el fondo del hueco velazquino a un primer término, que entonces deja de serlo por falta de comparación. La pintura propende a hacerse plana, como lo es el lienzo en que se vierte. Se llega, pues, a la eliminación de toda resonancia táctil y corpórea. Por otra parte, la atomización* de las cosas es tal en la visión oblicua, que apenas si queda nada de ellas. Empiezan las figuras a ser incognoscibles.* En vez de pintar los objetos como se ven, se pinta el ver mismo. En vez de un objeto, una impresión, es decir, un montón de sensaciones. El arte, con esto, se ha retirado por completo del mundo y empieza a atender a la actividad del sujeto. Las sensaciones no son ya en ningún sentido cosas, sino estados subjetivos al través de las cuales, por medio de las cuales las cosas nos aparecen.
¿Se advierte el cambio que esto significa en el punto de vista? Parece que al buscar éste el objeto más próximo a la córnea había llegado lo más cerca posible del sujeto y lo más lejos posible de las cosas. ¡Error! El punto de vista continúa su inexorable* trayectoria de retraimiento. No se detiene en la córnea, sino que, audazmente, salva la máxima frontera y penetra en la visión misma, en el propio sujeto.
XIV
Cubismo. Cézanne, en medio de su tradición impresionista, descubre el volumen. En los lienzos empiezan a surgir cubos, cilindros, conos. Un distraído hubiera pensado que, agotada la peregrinación pictórica, se volvía a empezar y reincidíamos* en el punto de vista de Giotto. ¡Nuevo error! Siempre ha habido en la historia del arte tendencias laterales que gravitaban hacia el arcaísmo. Sin embargo, la corriente central de la evolución salta sobre ellas en magnífica corriente y sigue su curso inevitable.
El cubismo de Cézanne y de los que, en efecto, fueron cubistas, es decir, estereómetras,* no es sino un paso más en la internación* de la pintura. Las sensaciones, tema del impresionismo, son estados subjetivos; por tanto, realidades, modificaciones efectivas del sujeto. Más dentro aún de éste se hallan las ideas. También las ideas son realidades que acontecen en el alma del individuo, pero se diferencian de las sensaciones en que su contenido--lo ideado--es irreal y en ocasiones hasta imposible. Cuando yo pienso en el cilindro estrictamente geométrico, mi pensamiento es un hecho efectivo* que en mí se produce; en cambio, el cilindro geométrico en que pienso es un objeto irreal. Las ideas son, pues, realidades subjetivas que contienen objetos virtuales, todo un mundo de nuestra especie, distinto del que los ojos nos transmiten y que maravillosamente emerge de los senos psíquicos*.
Pues bien: los volúmenes que Cézanne evoca no tienen nada que ver con los que Giotto descubre; son más bien sus antagonistas. Giotto busca el volumen propio de cada cosa, su corporeidad realísima y tangible. Antes de él sólo se conocía la imagen bizantina de dos dimensiones. Cézanne, por el contrario, sustituye a los cuerpos de las cosas volúmenes irreales de pura invención, que sólo tienen con aquéllos un nexo metafórico. Desde él la pintura sólo pinta ideas--las cuales, ciertamente, son también objetos, pero objetos ideales, inmanentes al sujeto o intrasubjetivos.
Esto explica la mescolanza* que, a despecho de explicaciones erróneas, se presenta en el turbio jirón* del llamado cubismo. Junto a volúmenes en que parece acusarse superlativamente la rotundidad de los cuerpos, Picasso, en sus cuadros más escandalosos y típicos, aniquila la forma cerrada del objeto y, en puros planos euclidianos,* anota trozos de él, una ceja; un bigote, una nariz--sin otra misión que servir de cifra simbólica a ideas.
No es otra cosa el equívoco cubismo que una manera particular dentro del expresionismo contemporáneo. En la impresión se ha llegado al mínimum de objetividad exterior. Un nuevo desplazamiento del punto de vista sólo era posible si, saltando detrás de la retina--sutil frontera entre lo externo y lo interno--, invertía por completo la pintura su función y, en vez de meternos dentro de lo que está fuera, se esforzaba por volcar sobre el lienzo lo que está dentro: los objetos ideales inventados. Nótese cómo por un simple avance del punto de vista en la misma y única trayectoria que desde el principio llevaba, se llega a un resultado inverso. Los ojos, en vez de absorber las cosas, se convierten en proyectores de paisajes y faunas íntimas. Antes eran sumideros del mundo real: ahora, surtidores de irrealidad.
Es posible que el arte actual tenga poco valor estético; pero quien no vea en él sino un capricho puede estar seguro de no haber comprendido ni el arte nuevo ni el viejo. La evolución conducía la pintura--y en general el arte--inexorablemente, fatalmente a lo que hoy es.
XV
La ley rectora de las grandes variaciones pictóricas es de una simplicidad inquietante. Primero se pintan cosas; luego, sensaciones; por último, ideas. Esto quiere decir que la atención del artista ha comenzado fijándose en la realidad externa; luego, en lo subjetivo; por último, en lo intrasubjetivo. Estas tres estaciones son tres puntos que se hallan en una misma línea.
Ahora bien: la filosofía occidental ha seguido una ruta idéntica y esta coincidencia hace aún más inquietadora aquella ley.
Anotemos en pocas líneas ese extraño paralelismo.
El pintor comienza por preguntarse qué elementos del Universo son los que deben trasladarse al lienzo; esto es, qué clase de fenómenos son los pictóricamente esenciales. El filósofo, por su parte, se pregunta qué clase de objetos es la fundamental. Un sistema filosófico, es el ensayo de reedificar conceptualmente el Cosmos partiendo de un cierto tipo de hechos que se consideran como los más firmes y seguros. Cada época de la filosofía ha preferido un tipo distinto y sobre él ha asentado el resto de la construcción.
En tiempo de Giotto, pintor de los cuerpos sólidos e independientes, la filosofía consideraba que la última y definitiva realidad eran las substancias individuales. Los ejemplos de substancias que se daban en las escuelas eran: este caballo, este hombre. ¿Por qué se creía descubrir en éstos el último valor metafísico? Simplemente porque en la idea nativa y práctica del mundo, cada caballo y cada hombre parecen tener una existencia propia, independiente de las demás cosas y de la mente que los contempla. El caballo vive por sí, entero y completo, según su íntima arcana energía; si queremos conocerlo, nuestros sentidos, nuestro entendimiento tendrán que ir hacia él y girar humildemente en torno suyo. Es, pues, el realismo substancialista de Dante un hermano gemelo de la pintura de bulto que inicia Giotto.
Demos un salto hacia 1600, época en que comienza la pintura de hueco. La filosofía está en poder de Descartes. ¿Cuál es para él la realidad cósmica?, Las substancias plurales e independientes se esfuman. Pasa a primer plano metafísico una única substancia --substancia vacía, especie de hueco metafísico que ahora va a tener un mágico-- poder creador. Lo real para Descartes es el espacio, como para Velázquez el hueco.
Después de Descartes reaparece un momento la pluralidad de substancias en Leibniz. Pero estas substancias no son ya principios corporales, sino todo lo contrario: las mónadas* son sujetos y el papel de cada una de ellas--síntoma curioso--no es otro que representar un point de vue. Por primera vez suena en la historia de la filosofía la exigencia formal de que la ciencia sea un sistema que somete el Universo a un punto de vista. La mónada no hace sino proporcionar un lugar metafísico a esa unidad de visión.
En los dos siglos subsecuentes* el subjetivismo se va haciendo más radical, y hacia 1880, mientras los impresionistas fijaban en los lienzos puras sensaciones, los filósofos del extremo positivismo reducían la realidad universal a sensaciones puras.
La desrealización progresiva del mundo, que había comenzado en el pensamiento renacentista, llega con el radical sensualismo de Avenarius* y Mach* a sus postreras consecuencias. ¿Cómo proseguir? ¿Qué nueva filosofía es posible? No se puede pensar en un retorno al realismo primitivo; cuatro siglos de crítica, de duda, de suspicacia lo han hecho para siempre inválido. Quedarse en lo subjetivo es también imposible. ¿Dónde encontrar algo con que poder reconstruir el mundo?
El filósofo retrae todavía más su atención, y en vez de dirigirla a lo subjetivo como tal, se fija en lo que hasta ahora se llamaba «contenido de la conciencia», en lo intrasubjetivo. A lo que nuestras ideas idean y nuestros pensamientos piensan podrá no corresponder nada real, pero no por eso es meramente subjetivo. Un mundo de alucinación no seria real, pero tampoco dejaría de ser un mundo, un universo objetivo, lleno de sentido y perfección. Aunque el centauro imaginario no galope en realidad, cola y cernejas* al viento, sobre efectivas praderas, posee una peculiar independencia frente al sujeto que lo imagina. Es un objeto virtual o, como dice la más reciente filosofía, un objeto ideal. He aquí el tipo de fenómenos que el pensador de nuestros días considera más adecuado para servir de asiento a su sistema universal. ¿Cómo no sorprenderse de la coincidencia entre tal filosofía y su pintura sincrónica, llamada expresionismo o cubismo?

José Ortega y Gasset (1883-1955)
"Sobre el punto de vista en las artes"
Vocabulario útil
  1. ¡No hay tal!: exclamación de denegación enérgica.
  2. Afanoso (adj.): con mucho afán (ardor, empeño, fervor).
  3. Antes bien (conjunción adversativa): sino que, más bien, al contrario.
  4. Arcano (sus. m.): misterio.
  5. Atomizar (v.): dividir algo en partes muy pequeñas.
  6. Búcaro (sus. m.): vasijas de cerámica que se emplean para poner flores en ellas.
  7. Cendal (sus. m.): tela muy fina, transparente, de hilo o seda.
  8. Cerneja (sus. f.): mechón de pelo que tienen los caballos y animales parecidos.
  9. Claroscuro (sus. m.): Efecto que resulta de la distribución o contraste de luces y sombras en un dibujo, pintura, etc.; pintores que practican mucho esta técnica, especialmente en la época barroca, se llaman claroscuristas.
  10. Cuatrocentista (adj.): italianismo utilizado esp. en la historia del arte para referirse a artistas, estilos y escuelas del siglo XV (1400-1499).
  11. Efectivo (adj.): auténtico.
  12. Ejemplo del estilo conceptuoso de Ortega, puesto que "móvil" se asocia con "movimiento" a la vez que significa impulso o causa que, actuando en el ánimo de alguien, le mueve a realizar cierta acción; se le adjuntan frecuentemente calificativos: 'Un móvil interesado [generoso]'. Se expresa con «por»: 'Por gusto, por placer, por turismo'
  13. En rigor (expr.): realmente.
  14. Ernst Mach (1838-1916): filósofo austríaco que declaró que el conocimiento es equivalente a la organización conceptual de datos de la experiencia sensorial (o de la observación).
  15. Escorzo (sus. m.): Posición o representación de una figura, particularmente humana, cuando una parte ella, especialmente el torso o la cabeza, están vueltos o con un giro con respecto al resto; suele decirse que tal y cual pinta con escorzo o en escorzo; escorzar significa dibujar algo en perspectiva, para lo cual se representan oblicuas y más cortas las líneas que serían perpendiculares al plano del papel.
  16. Estereometría (sus. f.): parte de la geometría que trata de la medida de los cuerpos.
  17. Euclidiano (adj.): aquí, en el sentido de geométrico; Euclid (Alejandría, s. III a.C.) fue uno de los matemáticos más famosos de la antigüedad greco-romana. Su Tratado sobre la geometría es su obra más conocido.
  18. Fantasmagorizarse, v. derivado de fantasmagoría (sus. f.): arte de hacer aparecer figuras por medio de ilusiones ópticas; ilusión de los sentidos o creación de la fantasía completamente desprovistos de realidad. Ortega inventa un verbo derivado de este sustantivo.
  19. Fúlgido (adj., lit.): fulgurante, resplandeciente, muy brillante.
  20. Fundente (adj.): Substancia que facilita la fusión de otra.
  21. Incognoscible (adj. culto): no conocible.
  22. Incorpóreo (adj.): no material.
  23. Inexorable (adj.): implacable, imparable.
  24. Internación (sus. f.): acción de internar (de 'interno').
  25. Jirón (sus. m.): bandera o estandarte triangular; Ortega lo usa aquí con alusión a la campaña militante del cubismo en particular y, se sobreentiende, de los movimientos de vanguardias en general.
  26. Merced a (expr.): gracias a.
  27. Mescolanza (sus. f.): mezcla.
  28. Mónada (sus. f.): ser indivisible y completo de los que constituyen el Universo, en el sistema del filósofo y matemático alemán Gottfried Wilhelm von Leibnitz (1646-1716).
  29. Oblicuo (adj.): inclinado; no recto.
  30. Oquedad (sus. f.): der. deducible de 'hueco'.
  31. Oriundo (adj.): originario (que procede de...).
  32. Otro ejemplo del estilo conceptuoso de Ortega, puesto que resuenan en su uso de "aprehender" sus dos significados: (1) Apresar, coger preso o prisionero a alguien; (2) percibir con los sentidos o la inteligencia.
  33. Perdurar (v.): persistir, durar todavía.
  34. Propender (v.) inclinarse, tender.
  35. Pulimentar (v.): abrillantar, pulir, bruñir.
  36. Rabillo del ojo: ángulo externo del ojo.
  37. Raudo (adj.) o raudal (sus. m.): masa de agua corriente, cuando es abundante y de curso rápido; masa o cúmulo de cierta cosa, que brota o sale abundantemente de un sitio, o se mueve; también, de cosas inmateriales: 'De su cabeza surge un raudal de iniciativas. El muchacho tiene un raudal de energías'.
  38. Refulgente (adj., del verbo refulgir): brillante, destellante.
  39. Reincidir (v.): incurrir (caer con culpa) de nuevo en un error, falta o delito.
  40. Richard (Heinrich Ludwig) Avenarius (1843-1895): filosofo alemán que fundó la teoría epistemológica de la ciencia conocida como "empirocrítica". Según esta teoría, el objetivo principal de la filosofía es el de desarrollar un "concepto natural del mundo" basado en la experiencia pura.
  41. Rigoroso: implacable, inexorable, inflexible, severo.
  42. Seno (sus. m.): (culto o cient.). cavidad en cualquier sitio o materia; interior del cuerpo; aquí, 'seno psíquico' tiene el sentido de imaginación, fantasía.
  43. Ser el colmo de...: ser el ejemplo máximo de, el complemento o el término de...
  44. Subsecuente (adj.): subsiguiente.
  45. Taxativamente (adv.): concretamente; de manera taxativa, o sea limitada a una acepción o sentido restringido de la palabra o expresión de que se trata: 'Al decir «español», me refiero taxativamente a los nacidos en España'.
  46. Tolemeo: Según el sistema del astrónomo Tolemeo (Ptolomeo) (127-145 d.C.; Alejandría), la tierra era el centro del cosmos mientras que el sol, la luna y las estrellas giraban alrededor de ella. El sistema tolemaico fue suplantado en el siglo XV por el del astrónomo polaco, Nicolás Copérnico, quien reconoció que en el sol el centro del universo. Obviamente, Ortega pretende establecer aquí un vínculo filosófico entre Copérnico y Velázquez.
  47. Ubicuo (adj.): omnipresente.
  48. Ultramundano (adj.): situado más allá de lo mundano; del otro mundo.
  49. Visor (sus. m.): dispositivo de las máquinas fotográficas que sirve para enfocar.

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