Discurso Sobre Las Ciencias y Las Artes
J. J. ROSSEAU
Parte Primera
Grande y bello
espectáculo es ver al hombre salir de alguna manera de la nada por sus propios
recursos; con las luces de su razón disipar las tinieblas en las que la
naturaleza le había envuelto; elevarse por encima de sí mismo; gracias a su
espíritu lanzarse hacia las regiones celestes; tal como hace el sol, recorrer
con pasos de gigante la vasta extensión del universo; y, lo que es aún más
grande y más difícil, concentrarse en sí mismo para estudiar al hombre y
conocer su naturaleza, sus deberes y su razón de ser. Todas estas maravillas se
han vuelto a producir en las últimas generaciones.
Europa había
recaído en la barbarie de los primeros tiempos. Los pueblos de esta parte del
mundo, hoy tan ilustrada, vivían hace algunos siglos en un estado peor que la
ignorancia. No sé muy bien qué clase de jerga científica, más despreciable aún
que la ignorancia, había usurpado el nombre a la sabiduría y para impedir su
vuelta le ponía obstáculos casi insalvables. Se necesitaba una revolución para
volver a encauzar al hombre hacia el sentido común; finalmente vino por donde
menos se la esperaba. Fue el estúpido Musulmán, fue el eterno azote de las
letras el que las hizo renacer entre nosotros. La caída del trono de
Constantino llevó a Italia los escombros de la antigua Grecia. Francia se
enriqueció a su vez con estos preciados despojos. Pronto las ciencias
sucedieron a las letras; al arte de escribir se unió el arte de pensar;
gradación que parece rara y que quizá es demasiado natural; y se empezó a
comprender la principal ventaja del comercio con las Musas, a saber, que hace a
los hombres más sociables al inspirarles el deseo de complacerse mutuamente con
obras dignas de su aprobación.
Al igual que el
cuerpo, el espíritu tiene necesidades. Las de aquél constituyen los fundamentos
de la sociedad, las de éste son su recreo. Mientras el gobierno y las leyes
subvienen a la seguridad y al bienestar de los hombres sociales, las letras y
las artes, menos déspotas y quizá más poderosas, extienden guirnaldas de flores
sobre las cadenas de hierro que los agobian, ahogan en ellos el sentimiento de
la libertad original para la cual parecían haber nacido, los hacen amar su
esclavitud y los transforman en lo que se ha dado en llamar pueblos
civilizados. La necesidad alzó tronos que las ciencias y las artes han
consolidado. Potencias de la tierra, amad los talentos y proteged a aquellos
que los cultivan. Pueblos civilizados, cultivadlos: dichosos esclavos, les debéis
el gusto delicado y fino del que presumís; la dulzura del carácter y la
urbanidad en las costumbres que hacen entre vosotros el comercio tan sociable y
tan fácil; en una palabra, la apariencia de todas las virtudes sin tener
ninguna.
Por esta especie de
buena educación, tanto más amable cuanto menos digna presentarse, se
distinguieron antiguamente Atenas y Roma en los días tan ponderados de su
magnificencia y de su brillo: sin duda, por ella tendrán la supremacía, sobre
todos los tiempos y sobre todos los pueblos, nuestro siglo y nuestra nación. Un
tono filosófico sin pedantería, maneras naturales y, sin embargo, solícitas,
alejadas tanto de la rusticidad tudesca como de la pantomima ultramontana: he
aquí los frutos del gusto adquirido merced a estudios con calidad y
perfeccionado gracias al comercio mundano.
¡Qué dulce sería
vivir en nuestra sociedad si la continencia externa fuera siempre imagen de las
disposiciones del alma; si la decencia fuera la virtud; si nuestras máximas
fueran reglas; si la verdadera filosofía no se pudiera separar de la dignidad
de filósofo! Pero tantas cualidades rara vez van juntas y la virtud no se
manifiesta con tanta pompa. La riqueza en la vestimenta puede anunciar a un
hombre opulento y su elegancia a un hombre con gusto; el hombre sano y robusto
es reconocible por otros síntomas: bajo el vestido rústico de un labrador y no
bajo los arreos de un cortesano encontramos la fuerza y el vigor corporal. Las
galas no tienen nada que ver con la virtud, que es la fuerza y el vigor del alma.
El hombre de bien es un atleta que se complace en combatir desnudo: desprecia
todos los viles ornatos que estorbarían la utilización de sus fuerzas y que no
han sido inventados en su mayoría sino para esconder alguna deformidad.
Antes de que el
arte hubiera modelado nuestras maneras y enseñado un lenguaje afecto a nuestras
pasiones, nuestras costumbres eran rústicas pero naturales; y la diferencia de
procedimiento anunciaba a primera vista la diferencia de caracteres. La
naturaleza humana, en el fondo, no era mejor; pero los hombres encontraban
seguridad en la facilidad de conocerse recíprocamente y esta ventaja, de cuyo
precio ya no nos damos cuenta, les ahorraba bastantes vicios.
Hoy en día, cuando
investigaciones más sutiles y un gusto más refinado han reducido a principios
el arte de gustar, en nuestras costumbres reina una vil y engañosa uniformidad
y todos los espíritus parecen haber sido fabricados con un mismo molde: la
buena educación exige continuamente, el decoro ordena: continuamente nos adherimos
al uso, nunca a nuestro propio genio. Nadie se atreve ya a parecer lo que es; y
en esta coacción perpetua, los hombres que conforman el rebaño llamado
sociedad, situados en las mismas circunstancias, harán todos lo mismo si no se
lo impiden motivos de fuerza mayor. Por lo tanto, nunca sabremos muy bien con
quién nos enfrentamos; para conocer a un amigo será necesario esperar las
grandes ocasiones, es decir, esperar el momento en que ya sea tarde, puesto que
para esas mismas ocasiones habría sido esencial conocerlo.
¿Qué comitiva de
vicios no acompañará a esta incertidumbre? No más amistades sinceras; no más
estima real; no más confianza fundada. Las sospechas, las sombras, los temores,
la frialdad, la reserva, el odio, la traición se ocultarán siempre tras el velo
uniforme y pérfido de la buena educación, esta urbanidad tan elogiada que
debemos a las luces de nuestro siglo. Ya no se profanará con juramentos el
nombre del amo del universo, pero se le insultará con blasfemias y nuestros
oídos escrupulosos no se ofenderán. Ya no elogiaremos nuestro mérito propio,
pero rebajaremos el de los demás. No ultrajaremos burdamente a nuestro enemigo,
pero le calumniaremos con habilidad. Los odios nacionales se apagarán, pero
será conjuntamente con el amor a la patria. Se sustituirá la ignorancia
despreciada por un peligroso pirronismo. Habrá excesos proscritos y vicios
deshonrosos, pero otros serán condecorados con el nombre de virtud; será
menester tenerlos o fingirlos. Quien quiera que alabe la sobriedad de los sabios;
por mi parte, no veo en ellos más que un refinamiento de la intemperancia, tan
indigno de mi elogio como su artificiosa sencillez.
Tal es la pureza
que han adquirido nuestras costumbres. De esta manera hemos llegado a ser
hombres de bien. Corresponde a las letras, a las ciencias y a las artes el
reivindicar lo que les pertenece de tan saludable obra. Solamente añadiré una
reflexión; un habitante de una comarca alejada que buscara formarse una idea de
las costumbres europeas sobre el estado de las ciencias entre nosotros, sobre
la perfección de nuestras artes, sobre el decoro de nuestros espectáculos,
sobre la urbanidad de nuestras maneras, sobre la afabilidad de nuestros
discursos, sobre nuestras perpetuas demostraciones de buena voluntad y sobre el
concurso tumultuoso de hombres de todas las edades y de todo estado que parecen
tener prisa, desde que sale la aurora hasta la puesta de sol, por servirse
mutuamente; este extranjero, digo, atribuiría exactamente a nuestras costumbres
lo contrario de lo que son.
Allí donde no hay
efecto no se puede buscar una causa: pero aquí el efecto es evidente, la
depravación real; y se han corrompido nuestras almas a medida que nuestras
ciencias y nuestras artes han avanzado hacia la perfección. ¿Alguien dice que
es una desgracia particular de nuestra época? No, señores; los males provocados
por nuestra vana curiosidad son tan viejos como el mundo. La subida y la bajada
cotidianas de las aguas del océano no están tan regularmente sometidas a la
trayectoria del astro que nos ilumina durante la noche como el destino de las
costumbres y de la probidad al progreso de las ciencias y de las artes. Se ha
visto huir a la virtud a medida que la luz de éstas se alzaba sobre nuestro
horizonte y el mismo fenómeno se ha observado en todo tiempo y lugar.
Ahí tenéis a
Egipto, la primera escuela del universo, con ese clima tan fértil bajo un cielo
de bronce, comarca célebre de donde partió antiguamente Sesostris para
conquistar el mundo. Llega a ser la madre de la filosofía y de las bellas artes
y poco después la conquista de Cambises, luego la de los Griegos, la de los
Romanos, la de los Arabes y finalmente la de los Turcos.
Ahí tenéis a
Grecia, en otro tiempo poblada de héroes que vencieron dos veces a Asia, una
ante Troya y otra en su propio hogar. Las letras recién nacidas todavía no
habían llevado la corrupción a los corazones de sus habitantes; pero el
progreso de las artes, la disolución de las costumbres y el yugo del Macedonio
se sucedieron con poco intervalo; y Grecia, siempre sabia, siempre voluptuosa y
siempre esclava, nunca volvió a experimentar en sus revoluciones más que
cambios de dueño. Toda la elocuencia de Demóstenes no pudo ya reanimar un
cuerpo que el lujo y las artes habían enervado.
En el tiempo de los
Ennio y de los Terencio, Roma, fundada por un pastor e ilustrada por
labradores, empieza a degenerar. Pero después de los Ovidio, Catulo, Marcial y
toda esa masa de autores obscenos, cuyos nombres solos alarman el pudor, Roma,
en otro tiempo templo de la virtud, se transforma en el teatro del crimen, en
el oprobio de las naciones y el juguete de los bárbaros. Esa capital del mundo
cae finalmente en el yugo que había impuesto a tantos pueblos y el día de su
caída fue la víspera de aquél en que se otorgó a uno de sus ciudadanos el
título de árbitro del buen gusto.
Qué diré de la
metrópolis del imperio de Oriente, que, por su posición, parecía digna de ser
la del mundo entero; de este asilo de las ciencias y de las artes proscritas en
el resto de Europa, quizá más por sabiduría que por barbarie. Todo lo más
vergonzoso del desenfreno y la corrupción; lo más negro de las traiciones, los
asesinatos y los venenos; lo más atroz del concurso de todos los crímenes; he
aquí la fuente pura de donde hemos visto emanar las luces de las que se
vanagloria nuestro siglo.
Pero por qué buscar
en tiempos remotos las pruebas de una verdad de la que tenemos testimonios aún
vivos bajo los ojos. Existe en Asia una comarca en donde las letras honradas
hacen alcanzar las principales dignidades del Estado. Si las ciencias depurasen
las costumbres, sí enseñaran a los hombres a derramar su sangre por la patria,
si animaran el valor, los pueblos de China serían sabios, libres e invencibles.
Pero, si no existe vicio que no los domine, crimen que no les sea familiar; si
las luces de los ministros, ni la pretendida sabiduría de las leyes ni la
multitud de habitantes de este vasto imperio no le han podido garantizar contra
el yugo del Tártaro ignorante y burdo, ¿de qué le han servido todos sus sabios?
¿Qué fruto ha recogido de los honores que les colman? ¿El de estar poblado por
esclavos y malas personas?
Contrastemos estos
cuadros con el de las costumbres de ese pequeño número de pueblos que, a salvo
del contagio de los conocimientos vanos, han hecho su propia felicidad a través
de sus virtudes para ejemplo de las demás naciones. Tales fueron los primeros
Persas, singular nación en la que se aprendía la virtud como en la nuestra se
aprende la ciencia; que subyugó a Asia con tanta facilidad; ella sola ha tenido
la gloria de que la historia de sus instituciones sea como una novela
filosófica. Tales fueron los Escitas, de los que nos quedan magníficos elogios.
Tales los Germanos, una de cuyas plumas, cansada de trazar los crímenes y las
negruras de un pueblo instruido, opulento y voluptuoso, se consolaba pintando
la sencillez, la inocencia y las virtudes. Tal había sido Roma incluso en los
tiempos de su pobreza y de su ignorancia. Finalmente, así se ha mostrado hasta
nuestros días esa nación rústica tan elogiada por su valor, que no ha podido
abatir la adversidad, y por su fidelidad, que no ha podido corromper el mal
ejemplo..
No es por estupidez
por lo que éstos han preferido otros ejercicios a los ejercicios del espíritu.
No ignoraban que en otras comarcas algunos hombres ociosos se pasaban la vida
discutiendo sobre el bien soberano, sobre el vicio y sobre la virtud y que
razonadores orgullosos, otorgándose a ellos mismos los más grandes elogios,
confundían a los demás pueblos bajo el nombre despreciativo de bárbaros; pero
han examinado sus costumbres y aprendido a desdeñar su doctrina.
¿Acaso podría
olvidar que fue en el mismo seno de Grecia donde se vio elevarse aquella ciudad
tan célebre por su feliz ignorancia como por la sabiduría de sus leyes, aquella
República de semidioses, que no de hombres (tan superiores parecían sus
virtudes a los ojos de la
Humanidad )? ¡Esparta! ¡Oprobio eterno de una doctrina vana!
Mientras los vicios, conducidos por las bellas artes, se introducían juntos en
Atenas, mientras un tirano reunía con tanto cuidado las obras del príncipe de
los poetas, tú expulsabas de tus muros las artes y a los artistas, las ciencias
y a los sabios.
Este acontecimiento
marcó la diferencia. Atenas se convirtió en la morada de la buena educación y
del buen gusto, el país de los oradores y de los filósofos. La elegancia de sus
edificios respondía a la de su lenguaje. Por todas partes se veían mármoles y
telas animados por las manos de los más hábiles maestros. De Atenas han salido
esas obras sorprendentes que servirán de modelo en los tiempos de la
corrupción. El retrato de Lacedemonia es menos brillante. Ahí, decían los demás
pueblos, los hombres nacen virtuosos y el mismo aire parece inspirar la virtud
De sus habitantes no nos queda más que la memoria de sus heroicas acciones.
¿Tales monumentos deben valernos menos que los mármoles sorprendentes que nos
ha dejado Atenas?
Es cierto que
algunos sabios se han resistido al torrente general y se han guardado del vicio
en la residencia de las Musas. Pero escuchemos el juicio que acerca de los
sabios y de los artistas de su tiempo efectuaba el primero y más desgraciado de
todos ellos.
"He examinado
-dice- a los poetas y los miro como personas cuyo talento impone a las demás y
a ellas mismas, que se las dan de sabias, a las que se tiene por tales, cuando
tienen menos de eso que de ninguna otra cosa.
De los poetas
-continúa Sócrates- he pasado a los artistas. Nadie ignoraba las artes más que
yo; nadie estaba más convencido que yo de que los artistas poseían secretos
bellísimos. Sin embargo, me he dado cuenta de que su condición no es mejor que
la de los poetas y que los unos y los otros se encuentran con el mismo
prejuicio. Porque los más hábiles de todos ellos destacan en su patria, se
miran ya como los más sabios entre los hombres. Tal presunción ha debilitado
completamente a mis ojos su saber. De manera que, poniéndome en el lugar del
oráculo y preguntándome qué es lo que preferiría ser, lo que soy yo o lo que
son ellos, saber lo que ellos han aprendido o saber que no sé nada, me he
respondido a mí mismo y al Dios: Quiero seguir siendo lo que soy.
Ni los sofistas, ni
los poetas, ni los oradores, ni los artistas, ni yo mismo sabemos qué es lo
verdadero, ni lo bueno ni lo bello. Pero entre nosotros existe una diferencia:
aunque estas personas no sepan nada, todas creen saber algo. Mientras que yo,
si no sé nada, al menos no tengo esa duda. De manera que toda esta superioridad
de sabiduría que me otorga el oráculo se reduce únicamente a estar convencido
completamente de que ignoro todo lo que no sé."
¡He aquí por lo
tanto al más sabio de los hombres según el parecer de los dioses y el más sabio
de todos los Atenienses según la opinión de Grecia entera, Sócrates, elogiando
la ignorancia! ¿Es posible creer que si resucitara en nuestra sociedad nuestros
sabios y nuestros artistas le harían cambiar de opinión? No, señores, este
hombre justo continuaría despreciando nuestras vanas ciencias; no ayudaría a
enriquecer los ríos de libros que nos inundan por todas partes y no dejaría a sus
discípulos y a nuestros sobrinos, como hizo antes, más que el ejemplo y la
memoria de su virtud por todo precepto. ¡Así es bello distinguir a los hombres!
Sócrates había
empezado en Atenas; el viejo Catón continuó en Roma, desencadenándose contra
los Griegos artificiosos y sutiles que seducían la virtud y debilitaban el
valor de sus conciudadanos. Pero las ciencias, las artes y la dialéctica
prevalecieron todavía: Roma se llenó de filósofos y de oradores; se abandonó la
disciplina militar, se despreció la agricultura, se acogieron sectas y se
olvidó la patria. A los nombres sagrados de libertad, de desinterés, de
obediencia a las leyes sucedieron los nombres de Epicuro, de Zenón, de
Arcésilas. Desde que han empezado a aparecer los sabios entre nosotros -decían
sus propios filósofos- las personas de bien se han eclipsado. Hasta entonces
los Romanos se habían contentado con practicar la virtud; todo se perdió cuando
empezaron a estudiarla.
¡Fabricio! ¿Qué
habría pensado vuestra gran alma si, por desgracia vuelto a la vida, hubierais
visto la cara pomposa de esa Roma que vuestro brazo salvó y que vuestro nombre
respetable había ilustrado más que todas sus conquistas? "¡Dioses!
-habríais dicho- ¿Qué ha sido de esos tejados de paja y de los hogares rústicos
que en otro tiempo habitaban la moderación y la virtud? ¿Qué funesto esplendor
ha sucedido a la sencillez romana? ¿Qué es este extraño lenguaje? ¿Qué son
estas costumbres afeminadas? ¿Qué significan estas estatuas, estos cuadros,
estos edificios? Insensatos, ¿qué habéis hecho? ¿Vosotros, amos de las
naciones, os habéis transformado en esclavos de los hombres frívolos que habéis
vencido? ¿Os gobiernan los rétores? ¿Para enriquecer a los arquitectos, a los
pintores, a los escultores, a los histriones, habéis regado con vuestra sangre
Grecia y Asia? ¿Los despojos de Cartago son ahora la presa de un flautista?
Romanos, apresuraos a echar por tierra los anfiteatros; quebrad los mármoles;
quemad los cuadros; expulsad a los esclavos que os subyugan, cuyas funestas
artes os corrompen. Que otras manos se iluminen con vanos talentos; el único
talento digno de Roma es el de conquistar el mundo y hacer reinar la virtud en
él. Cuando Cineas tomó nuestro Senado por una asamblea de reyes no se deslumbró
por una pompa vana ni por una elegancia rebuscada. No escuchó en él la
elocuencia frívola, el estudio y el encanto de los hombres futiles. ¿Qué vio
entonces Cineas que lo hizo a sus ojos tan majestuoso? ¡Oh, ciudadanos! Vio un
espectáculo que no ofrecerán nunca vuestras riquezas ni vuestras artes; el más
bello espectáculo que haya aparecido jamás bajo el cielo, la asamblea de
doscientos hombres virtuosos, dignos de gobernar Roma y la tierra entera."
Pero salvemos la
distancia de los lugares y los tiempos y veamos lo que ha ocurrido en nuestras
comarcas y bajo nuestros propios ojos; o mejor, apartemos cuadros odiosos que
herirían nuestra sensibilidad y
ahorrémonos el esfuerzo de repetir lo mismo con otro nombre. No en vano
invocaba yo los manes de Fabricio; ¿Y qué he hecho decir a aquel gran hombre
que no hubiera podido poner en boca de Luis XII o de Enrique IV? Es cierto que
entre nosotros Sócrates no habría bebido la cicuta; pero habría bebido en una
copa más amarga, la burla insultante y el desprecio, cien veces peor que la
muerte.
He aquí cómo el
lujo, la disolución y la esclavitud han sido en todo tiempo el castigo a los
esfuerzos orgullosos que hemos hecho para salir de la feliz ignorancia donde
nos había situado la sabiduría eterna. El tupido velo con el que ha cubierto
todas sus operaciones parecía avisarnos suficientemente que no nos ha destinado
a búsquedas vanas. ¿Pero existe alguna lección suya que hayamos sabido
aprovechar o que hayamos abandonado impunemente? Pueblos, sabed de una vez por
todas que la naturaleza ha querido preservarnos de la ciencia, como una madre
arrebata un arma peligrosa de las manos de su hijo; que todos los secretos que
os oculta constituyen tantos males contra los que os guarda y que el esfuerzo
que invertís para instruirás es el mayor de sus beneficios. Los hombres son
perversos; serían peores aún si hubieran tenido la desgracia de nacer sabiendo.
¡Qué humillantes
son estas reflexiones para la
Humanidad ! ¡Cómo debe mortificarse nuestro orgullo! ¿Qué es
lo que ocurre? ¿La probidad es acaso hija de la ignorancia? ¿La ciencia y la
virtud son entonces incompatibles? ¿Qué consecuencias se podrían sacar de estos
prejuicios? Pero para conciliar estas contradicciones aparentes es necesario
examinar de cerca la vanidad y el vacío de los títulos orgullosos que nos
deslumbran y que atribuimos gratuitamente a los conocimientos humanos.
Consideremos, pues, las ciencias y las artes en sí mismas. Veamos lo que debe
resultar de su progreso; y no vacilemos en convenir en todos aquellos puntos en
los que nuestros razonamientos se encuentren de acuerdo con las inducciones
históricas.
Parte Segunda
Una antigua
tradición de Egipto importada de Grecia consideraba que el inventor de las
ciencias era un dios enemigo de la tranquilidad de los hombres. ¿Qué opinión
debían de tener acerca de ellas los mismos Egipcios, en cuya nación habían
nacido éstas? Ocurre que veían de cerca las fuentes que las habían producido.
En efecto, aun que hojeemos los anales del mundo, aunque suplamos las crónicas
inciertas por investigaciones filosóficas, no encontraremos para los
conocimientos humanos un origen que responda a la idea que nos gusta tener
sobre él. La astronomía nació de la superstición; la elocuencia, de la
ambición, del odio, de la adulación, de la mentira; la geometría, de la avaricia;
de la física, de una vana curiosidad; todas, incluso la moral, del orgullo
humano. Por lo tanto, las ciencias y las artes deben su nacimiento a nuestros
vicios: dudaríamos menos de sus ventajas si lo debieran a nuestras virtudes.
El defecto de su origen
queda bien patente en sus objetos. ¿Qué haríamos con las artes sin el lujo que
las alimenta? Sin las injusticias de los hombres, ¿qué utilidad tendría la
jurisprudencia? ¿En qué se transformaría la historia si no hubiera tiranos, ni
guerras ni conspiradores? En una palabra, ¿quién querría gastar su vida con
estériles contemplaciones, si, al no consultar cada uno más que los deberes del
hombre y las necesidades de la naturaleza, no se tuviera tiempo para nada que
no fuera la patria, los infelices y los amigos? ¿ Es que estamos hechos
entonces para morir atados al borde del pozo donde se ha escondido la verdad?
Esta reflexión tendría ya que hacer retroceder, desde los primeros pasos, a
todo hombre que buscara instruirse con seriedad a través del estudio filosófico.
¡ Cuántos peligros!
¡ Cuántos caminos falsos en la investigación de las ciencias! ¿Por cuántos
errores, mil veces más peligrosos que útil es la verdad, no habrá que pasar
para llegar a ella? La desventaja es evidente; porque lo falso es susceptible
de tener una infinidad de combinaciones; pero la verdad sólo tiene una manera
de ser. Por otra parte, ¿existe alguien que la busque sinceramente? Incluso con
la mejor voluntad del mundo, ¿por qué indicios la reconoceremos con seguridad?
Entre tal cantidad de sentimientos diferentes, ¿ cuál será nuestro criterium
para juzgarla acertadamente? Y lo que es más difícil aún, si por fortuna la
encontramos finalmente, ¿quién de nosotros sabrá utilizarla bien?
Si nuestras
ciencias son vanas en cuanto al objeto que se proponen, son más peligrosas aún
por los efectos que producen. Nacidas de la ociosidad, la alimentan a su vez; y
la pérdida irreparable de tiempo es el primer perjuicio que provocan
necesariamente a la sociedad. En política, como en moral, constituye un gran
mal el hecho de no hacer el bien; y todo ciudadano inútil puede ser considerado
como un hombre pernicioso. Respondedme, pues, ilustres filósofos; vosotros,
gracias a los cuales sabemos en qué condiciones los cuerpos se atraen en el
vacío; cuáles son, en las revoluciones de los planetas, las relaciones de las
áreas recorridas en tiempos iguales; qué curvas tienen puntos conjugados,
puntos de inflexión y de rebotadura; de qué manera el hombre ve todo en Dios;
de qué manera el alma y el cuerpo tienen correspondencia sin comunicación, de
igual forma que dos relojes; qué astros pueden habitarse; qué insectos se
reproducen de forma extraordinaria; respondedme, os digo; vosotros, de quienes
hemos recibido tantos conocimientos sublimes; ¿aunque nunca nos hubierais
enseñado estas cosas, seríamos por ello menos numerosos, estaríamos peor
gobernados, seríamos menos temibles, menos florecientes o más perversos? Volved
entonces a la importancia de vuestros productos; y, silos trabajos de los
sabios más ilustres y de nuestros mejores ciudadanos nos proporcionan tan
escasa utilidad, decidnos lo que debemos pensar de esa multitud de escritores
oscuros y de hombres de letras ociosos que devoran la substancia del Estado sin
provecho alguno.
¿Qué digo, ociosos?
¡Plugiera a Dios que lo fueran en efecto! Sus costumbres serían más sanas y la
sociedad estaría más tranquila. Pero estos vanos y futiles declamadores van por
todos lados armados con sus funestas paradojas, socavando los fundamentos de la
fe y destruyendo la virtud. Sonríen desdeñosamente cuando oyen las viejas
palabras patria y religión y consagran sus talentos y su filosofía a destruir y
envilecer todo lo sagrado que pertenece a los hombres. No es que odien en el
fondo la virtud ni nuestros dogmas; son enemigos de la opinión pública; y para
hacerlos volver al pie del altar bastaría con relegarlos entre el común de los
ateos. ¡Oh, furor por distinguirse! ¿Qué hay que no puedas hacer?
El abuso del tiempo
es un gran mal. Otros males peores todavía siguen a las letras y a las artes.
Así ocurre con el lujo, nacido como ellas de la ociosidad y de la vanidad de
los hombres. El lujo se presenta rara vez sin las ciencias o las artes y éstas
nunca van sin él. Ya sé que nuestra filosofía, siempre fecunda en máximas
singulares, pretende, en contra de la experiencia multisecular, que el lujo
hace el esplendor de los Estados; pero después de haber olvidado la necesidad
de leyes suntuarias, ¿ todavía osará negar que las buenas costumbres son
esenciales para la permanencia de los imperios y que el lujo es lo
diametralmente opuesto a las buenas costumbres? Si se quiere, que el lujo sea
un signo evidente de riqueza; que sirva incluso para multiplicarla: ¿qué habrá
que concluir acerca de esta paradoja tan digna de haber nacido en nuestros
días? ¿Y qué será de la virtud cuando sea necesario enriquecerse a cualquier
precio? Los antiguos políticos hablaban continuamente de buenas costumbres y de
virtud; los nuestros no hablan sino de comercio y de dinero. Uno os dirá que un
hombre de cierta comarca vale la suma por la que se le vendería en Argel; otro,
siguiendo este mismo cálculo, encontrará países donde un hombre no vale nada y
países donde un hombre vale menos que nada. Evalúan a los hombres como manadas
de reses. Según ellos, un hombre sirve al Estado en función de lo que consume
en él. Así, un Sibarita valía perfectamente por treinta
Lacedemonios.
Intentemos adivinar, pues, cuál de estas dos Repúblicas, Esparta y Sibaris, se
vio subyugada por un puñado de campesinos y cuál de ellas hizo temblar a Asia.
La monarquía de
Ciro fue conquistada con treinta mil hombres por un príncipe más pobre que el
más pobre de los sátrapas de Persia; y los Escitas, el pueblo más miserable que
haya existido, resistió a los monarcas más poderosos del universo. Dos grandes
repúblicas se disputaron el imperio del mundo; una de ellas era muy rica, la
otra no tenía nada, y fue esta última la que destruyó a la otra. A su vez, el
imperio romano, después de haber engullido todas las riquezas del universo, fue
presa de unas gentes que ni siquiera sabían qué era la riqueza. Los Francos
conquistaron las Galias; los Sajones, Inglaterra, sin más tesoros que su
bravura, y su pobreza. Una tropa de pobres montañeses cuya avidez se limitaba a
algunas pieles de cordero, después de haber sometido a la fiera austríaca,
aplastó a la opulenta Casa de Borgoña, que hacía temblar a los potentados de
Europa. Finalmente, toda la potencia y toda la sabiduría del heredero de Carlos
V, sostenidas por todos los tesoros de las Indias, vinieron a estrellarse
contra un puñado de pescadores de arenques. Que nuestros políticos se dignen
suspender sus cálculos para reflexionar acerca de estos ejemplos y que aprendan
de una vez por todas que con el dinero se obtiene todo salvo buenas costumbres
y ciudadanos.
¿De qué se trata,
pues, en todo este asunto del lujo? ¿De saber si es más importante para los
imperios el hecho de ser brillantes y efímeros o virtuosos y duraderos? Digo
brillantes, ¿pero con qué brillo? El gusto por el fasto no se asocia con el de
la honradez en una misma alma. No, no es posible que los espíritus degradados
por abundancia de cuidados futiles se eleven nunca hacia algo grande; y aun si
tuvieran fuerzas para ello, les faltaría el valor.
Todo artista quiere
ser aplaudido. Los elogios de sus contemporáneos son la parte más preciada de
su recompensa. ¿Qué hará, pues, para obtenerlos sí tiene la desgracia de haber
nacido en un pueblo y en unos tiempos en que los sabios de moda han puesto a la
juventud frívola en estado de dar el tono; donde los hombres han sacrificado su
gusto en favor de los tiranos de su libertad; donde uno de los dos sexos no se
ha atrevido a aprobar lo que está proporcionado a la pusilanimidad del otro y
se han desaprovechado obras de arte de poesía dramática y rechazado prodigios
de armonía? Señores, ¿qué hará? Rebajará su genio al nivel de su siglo y
preferirá componer obras comunes, ésas que se admiran en vida del autor, a
maravillas que no se admirarían sino después de su muerte. Decidnos, célebre
Arouet, cuántas bellezas viriles y fuertes habéis sacrificado en aras de
nuestra falsa delicadeza y cuántas cosas grandes os ha costado el espíritu de
la galantería, tan fértil en cosas pequeñas.
De esta manera, la
disolución de las costumbres, consecuencia necesaria del lujo, arrastra a su
vez la corrupción del gusto. Si entre los hombres extraordinarios por sus
talentos se encuentra por casualidad alguno que tenga firmeza en el alma y que
se niegue a prestarse al genio de su siglo y a envilecerse con producciones
pueriles, ¡ay de él! Morirá en la indigencia y en el olvido. ¡Ojalá esto fuera
un pronóstico que hago y no una experiencia que transmito! Carlo, Pedro, ha
llegado el momento en que el pincel que estaba destinado a aumentar la
majestuosidad de nuestros templos con imágenes sublimes y santas debe caer de
vuestras manos o se verá prostituido para adornar con pinturas lascivas las
almohadillas de un sofá. Y tú, rival de los Praxíteles y de los Fidias; tú,
cuyo cincel habrían empleado los antiguos en fabricarse dioses capaces de
excusar su idolatría ante nuestros ojos; inimitable Pigalle, tu mano tendrá que
resolverse a rebajar la barriga de un monigote o deberá permanecer ociosa.
No se puede
reflexionar sobre las costumbres sin complacerse en recordar la imagen de la sencillez
de los primeros tiempos. Se trata de una bella ribera, adornada únicamente por
las manos de la naturaleza, hacia la cual dirigimos continuamente los ojos y de
la cual nos alejamos con pesar. Cuando los hombres inocentes y virtuosos
gustaban de tener a los dioses por testigos de sus actos, vivían juntos en las
mismas cabañas; pero en seguida se volvieron malvados, se hastiaron de esos
incómodos espectadores y los relegaron dentro de templos magníficos. Finalmente
los expulsaron de ellos para establecerse ellos mismos; o, al menos, los
templos de los dioses no se distinguieron ya de las casas de los ciudadanos.
Fue entonces el colmo de la depravación; y los vicios nunca llegaron tan lejos
como el día en que se los vio, por así decirlo, sostenidos a la entrada de los
palacios de los Grandes sobre columnas de mármol y grabados sobre capiteles
corintios.
Mientras las
comodidades de la vida se multiplican, se perfeccionan las artes y se extiende
el lujo; el verdadero valor se enerva, las virtudes militares se desvanecen y
se trata también de la obra de las ciencias y de las artes que se ejercen en
las sombras de un gabinete. Cuando los Godos arrasaron Grecia, sólo se salvaron
del fuego las bibliotecas gracias a la opinión que alguien sembró, según la cual
era necesario dejar a los enemigos bienes capaces de desviarlos del ejercicio
militar y de divertirlos con ocupaciones ociosas y sedentarias. Carlos VIII se
vio dueño de la Toscana
y del reino de Nápoles sin casi sacar la espada; y toda su corte atribuyó esta
facilidad inesperada al hecho de que los príncipes y la nobleza de Italia se
divertían intentando ser ingeniosos y sabios mejor que ejercitarse para llegar
a ser vigorosos y guerreros. En efecto, dice el hombre sensato que narra estas
dos anécdotas, todos los ejemplos nos enseñan que dentro de esta marcial
civilización, y en todas aquellas que se le parecen, el estudio de las ciencias
se adecua más a debilitar y a afeminar el valor que a reforzarlo y fomentarlo.
Los romanos han
confesado que la virtud militar se había apagado entre ellos a medida que
empezaron a reconocerse en cuadros, en grabados, en jarrones de orfebrería y a
cultivar las bellas artes; y como si esta comarca célebre estuviera destinada
siempre a servir de ejemplo a los demás pueblos, la elevación de los Médicis y
el restablecimiento de las letras han hecho sucumbir de nuevo y quizá para
siempre aquella reputación guerrera que parecía haber recuperado Italia desde
hacía algunos siglos.
Las antiguas
repúblicas de Grecia, con la sabiduría que reinaba en la mayoría de sus
instituciones, habían prohibido a sus ciudadanos todos los oficios tranquilos y
sedentarios que, al apoltronar y corromper el cuerpo, enervan en seguida el
vigor del alma. En efecto, pensemos con qué cara pueden afrontar el hambre, la
sed, las fatigas, los peligros y la muerte hombres que el menor esfuerzo hace
retroceder. ¿Con qué valor soportarán los soldados los trabajos excesivos a los
que no están acostumbrados? ¿Con qué ardor efectuarán marchas forzadas bajo el
mando de oficiales que ni siquiera tienen fuerzas para viajar a caballo? Que no
se me objete el valor renombrado de todos los guerreros modernos tan sabiamente
disciplinados. Me elogian su bravura en un día de batalla, pero no se me dice
cómo soportan el exceso de trabajo, cómo resisten el rigor de las estaciones y
las intemperies del aire. Basta un poco de sol o de nieve, basta la privación
de algunas superfluidades para fundir y destruir en pocos días el mejor
ejército. Guerreros intrépidos, soportad de una vez por todas la verdad que os
es tan extraña; sois bravos, lo sé; habríais triunfado con Aníbal en Cannes y
en Trasímeno; con vosotros, César habría pasado el Rubicón y esclavizado el
país; pero con vosotros el primero no habría atravesado los Alpes y el segundo
no habría vencido a vuestros antepasados.
Los combates no son
siempre el éxito de una guerra y existe para los generales un arte superior al
de ganar batallas. Uno puede correr hacia el fuego con intrepidez sin dejar de
ser por ello un malísimo oficial: incluso en el soldado un poco más de fuerza y
de vigor sería quizá más necesario que tanta bravura que no le guarda de la
muerte; ¿y qué le importa al Estado que sus tropas perezcan a causa de la
fiebre y el frío o a causa de la espada enemiga?
Si la cultura de
las ciencias es perjudicial para las cualidades guerreras, todavía lo es más
para las cualidades morales. Desde los primeros años, una educación insensata
adorna nuestro espíritu y corrompe nuestro juicio. Por todas partes veo
establecimientos inmensos donde se educa a los jóvenes costosamente para
enseñarles toda clase de cosas, salvo sus deberes. Vuestros hijos ignorarán su
propia lengua, pero hablarán otras que no se usan en ninguna parte; sabrán
componer versos que comprenderán a duras penas; sin saber distinguir el error
de la verdad, poseerán el arte de volverlos irreconocibles a los demás gracias
a argumentos especiosos; pero las palabras magnanimidad, templanza, humanidad,
valor, jamás sabrán lo que significan; el dulce nombre de patria nunca llegará
a sus oídos; y si oyen hablar de Dios, será menos para temerle que para tener
miedo de él. Decía un sabio: preferiría que mi alumno hubiera pasado el tiempo
en un frontón; al menos tendría el cuerpo más ágil. Sé que hay que ocupar a los
niños en algo y que la ociosidad es para ellos el peligro más temible. ¿ Qué es
necesario que aprendan, pues? ¡He aquí, desde luego, una bonita pregunta! Que
aprendan lo que deben hacer al ser hombres y no lo que deben olvidar.
Nuestros jardines
están decorados con estatuas y nuestras galerías con cuadros. ¿Qué pensáis que
representan estas obras de arte expuestas a la admiración pública? ¿A los
defensores de la patria? ¿O a esos hombres más grandes aún que la han
enriquecido con sus virtudes? No. Son imágenes de todos los extravíos del
corazón y de la razón, sacados con mucho cuidado de la mitología antigua y
presentados precozmente ante la curiosidad de nuestros hijos; sin duda para que
tengan a la vista modelos de malas acciones antes incluso de saber leer.
¿De dónde nacen
todos estos abusos, sino de la desigualdad funesta introducida entre los
hombres por la distinción de los talentos y por el envilecimiento de las
virtudes? He aquí el efecto más evidente de todos nuestros estudios y su
consecuencia más peligrosa. Acerca de un hombre ya no se pregunta si es
honrado, sino si tiene talento; ni acerca de un libro si es útil, sino si está
bien escrito. Las recompensas se prodigan a los espíritus brillantes y la
virtud queda sin honores. Hay mil premios para los discursos bonitos, ninguno
para las grandes acciones. Que alguien me diga, sin embargo, si se puede
comparar la gloria atribuida al mejor discurso de todos los que serán
galardonados en esta Academia con el mérito del que instituyó el premio.
El sabio no corre
detrás de la fortuna; pero no es insensible a la gloria; y cuando la ve tan mal
distribuida, su virtud, que habría fomentado y hecho ventajosa para la sociedad
un poco de emulación, languidece y se apaga en la miseria y el olvido. He aquí
lo que, a la larga, debe producir en todas partes la preferencia por los
talentos agradables sobre los talentos útiles y lo que ha confirmado
completamente la experiencia desde la renovación de las ciencias y de las
artes. Tenemos físicos, geómetras, químicos, astrónomos, poetas, músicos,
pintores; ya no tenemos ciudadanos; y si todavía nos quedan algunos, dispersos
en nuestros campos abandonados, donde mueren, indigentes y despreciados. Este
es el estado al que han quedado reducidos, éstos son los sentimientos que
obtienen de nosotros los, que nos proporcionan el pan y dan leche a nuestros
hijos.
Sin embargo, debo
confesar algo: el daño no es tan grande como habría podido llegar a ser. La
previsión eterna, al colocar al lado de ciertas plantas perjudiciales otras
sencillamente saludables y en la substancia de varios animales dañinos el
remedio para sus heridas, ha enseñado a los soberanos, que son sus ministros, a
imitar su sabiduría. Gracias a su ejemplo, del seno mismo de las ciencias y de
las artes, fuentes de mil irregularidades, ese gran monarca, cuya gloria no
hará sino adquirir de año en año nuevo esplendor, sacó las célebres sociedades
encargadas a la vez del peligroso depósito de los conocimientos humanos y del
depósito sagrado de las costumbres, por la atención que prestan a mantener en
ellas toda su pureza y exigirla a los miembros que reciben.
Estas sabias
instituciones reforzadas por su augusto sucesor e imitadas por todos los reyes
de Europa servirán al menos de freno a las personas de letras que, al aspirar
todas al honor de ser admitidas en las Academias, se vigilarán e intentarán
hacerse dignas con obras útiles y costumbres irreprochables. De todas estas
compañías, aquellas que, para los premios con los que honran el mérito
literario, escojan temas capaces de reanimar el amor a la virtud en los
corazones de los ciudadanos demostrarán que este amor reina en ellas y
proporcionarán a los pueblos ese placer tan raro y tan dulce que es ver cómo se
vuelcan las sociedades sabias para derramar sobre el género humano no sólo
luces agradables, sino también instrucciones saludables.
Por lo tanto, que
no se me plantee una objeción que no es para mí sino una nueva prueba. Tantos
cuidados muestran perfectamente la necesidad de adoptarlos y no se buscan
remedios a males que no existen. ¿Por qué es necesario que éstos contraigan por
su insuficiencia misma el carácter de remedios ordinarios? Tantos
establecimientos hechos para beneficio de los sabios están capacitados para
imponerse sobre los objetos de las ciencias y para dirigir los espíritus hacia
su cultura. Si consideramos las precauciones que se adoptan, parece como si
hubiera demasiados labradores y que se temiera carecer de filósofos. No quiero
aventurar aquí una comparación entre la agricultura y la filosofía: sería
insoportable. Unicamente preguntaré: ¿qué es la filosofía? ¿De qué tratan los
escritos filosóficos más conocidos? ¿Qué lecciones nos dan los amigos de la
sabiduría? Cuando los escuchamos, ¿no se les tomaría por una tropa de
charlatanes que gritan, cada cual por su lado, en una plaza pública: Venid a
mí, sólo yo no engaño a nadie? Uno pretende que no hay cuerpo y que todo es
representación. Otro, que no hay más substancia que la materia ni otro dios que
no sea el mundo. Este nos adelanta que no existen las virtudes ni los vicios y
que el bien y el mal moral son quimeras. Aquél, que los hombres son lobos y
pueden devorarse con la conciencia tranquila. ¡Grandes filósofos! Ojalá
reservarais estas lecciones provechosas para vuestros amigos y para vuestros
hijos; recibiríais pronto su precio y no temeríamos encontrar entre los
nuestros uno de vuestros sectarios.
¡Aquí tenéis a los
hombres maravillosos a los que se ha prodigado en vida la estima de sus
contemporáneos y reservado la inmortalidad después de muertos! He aquí las
sabias máximas que hemos recibido de ellos y que transmitiremos a nuestra
descendencia de generación en generación. ¿Acaso el paganismo, librado a todos
los extravíos de la razón humana, ha dejado a la posteridad algo comparable con
los monumentos vergonzosos que le ha preparado la imprenta bajo el reinado del
Evangelio? Los escritos impíos de los Leucipes y de los Diágoras han muerto con
ellos. Todavía no se había inventado el arte de eternizar las extravagancias
del espíritu humano. Pero, gracias a los caracteres típográficos6 y al uso que
hacemos de ellos quedarán para siempre las peligrosas divagaciones de los
Hobbes y Spinoza. Vamos, escritos célebres de los que no habrían sido capaces
la ignorancia y la rusticidad de nuestros padres; acompañad hacia nuestros
descendientes las obras todavía más peligrosas de las que se desprende la
corrupción de las costumbres de nuestro siglo y llevad conjuntamente a los
siglos venideros la historia fiel del progreso y de las ventajas de nuestras
ciencias y nuestras artes. Si os leen, no les dejaréis ninguna perplejidad
acerca de la cuestión que debatimos hoy: y, a menos que sean más insensatos que
nosotros, alzarán las manos al cielo y dirán con el corazón lleno de amargura:
"Dios todopoderoso, tú que tienes a los espíritus en tus manos, líbranos
de las luces y de las artes funestas de nuestros padres y devuélvenos a la
ignorancia, a la inocencia y a la pobreza, únicos bienes que pueden hacer
nuestra felicidad y que tú consideras preciosos."
Pero si el progreso
de las ciencias y de las artes no ha añadido nada a nuestra verdadera
felicidad; si ha corrompido nuestras costumbres y si la corrupción de las
costumbres ha atentado contra la pureza del gusto, ¿qué vamos a pensar de la
multitud de autores elementales que han apartado del templo de las Musas las
dificultades que impedían su acceso y que había sembrado la naturaleza como
prueba para las fuerzas de aquellos que se vieran tentados de saber? Qué
debemos pensar de los compiladores de obras que han roto indiscretamente la
puerta de las ciencias e introducido en su santuario a un populacho indigno
incluso de acercarse a él; mientras que habría sido preferible que todos
aquellos que no hubieran podido llegar lejos en la carrera de las letras se
hubieran echado atrás en el umbral mismo y se hubieran lanzado al ejercicio de
las artes útiles para la sociedad. Aquel que va a ser durante toda su vida un
mal versificador, un geómetra subalterno, habría llegado a ser quizá un gran
fabricante de tejidos. Los que la naturaleza destinó a tener discípulos no han
necesitado maestros. Los Veru1am, Descartes y Newton, preceptores del género
humano, no los han tenido; ¿y qué guías los habrían conducido hasta donde les
ha llevado su vasto ingenio? Maestros ordinarios no habrían hecho sino menguar
su entendimiento al encerrarlo en la estrecha capacidad del suyo propio.
Gracias a los primeros obstáculos han aprendido a esforzarse y se han
ejercitado salvando el espacio inmenso que han recorrido. Si hay que permitir a
ciertos hombres el librarse al estudio de las ciencias y de las artes, es a
aquellos que tengan fuerzas para andar solos en su busca y para adelantarlas. A
esta minoría corresponde levantar monumentos a la gloria del espíritu humano.
Pero si se quiere que nada se encuentre por encima de su genio es necesario que
nada se encuentre por debajo de sus esperanzas. He aquí el único estímulo que
necesitan. El alma se adapta insensiblemente a los objetos que la ocupan y sólo
las grandes ocasiones hacen a los grandes hombres. El príncipe de la elocuencia
fue cónsul de Roma y quizá el más grande de todos los filósofos, canciller de
Inglaterra. ¿Es creíble que si uno de ellos hubiera ocupado únicamente una
cátedra de cualquier universidad y el otro no hubiera obtenido más que una
módica pensión académica, es creíble, digo, que sus obras no se habrían
resentido por ello? Que los reyes no desdeñen admitir en sus consejos a las
personas más capacitadas para aconsejarles acertadamente: que renuncien al
viejo prejuicio inventado por el orgullo de los Grandes según el cual el arte
de conducir pueblos es más difícil que el de ilustrarlos: como si fuera más
fácil inducir a los hombres a hacer el bien por las buenas que coaccionarlos a
ello. Que los sabios de primer orden encuentren asilos honrosos en sus cortes.
Que obtengan de ellas la única recompensa digna; la de contribuir con su
crédito a la felicidad de los pueblos a los que habrán enseñado la sabiduría.
Solamente entonces se verá lo que pueden la virtud, la ciencia y la autoridad
fomentadas por una doble emulación y trabajando unánimemente para la felicidad
del género humano. Pero en tanto se encuentre el poder solo de un lado y las
luces y la sabiduría solas del otro, pocas veces pensarán los sabios grandes
cosas, pocas veces los príncipes harán cosas bellas y los pueblos seguirán
siendo viles, corruptos y desgraciados.
En cuanto a
nosotros, hombres vulgares a quienes el cielo no ha deparado tan grandes
talentos y a los que no destina a tanta gloria, permanezcamos en nuestra
oscuridad. No persigamos una reputación que se nos escaparía y que, en el
estado de cosas actual, nunca nos devolvería lo que nos hubiera costado, aun
cuando tuviéramos todos los derechos para obtenerlo. ¿Para qué buscar la
felicidad en la opinión del prójimo si podemos encontrarlo en nosotros mismos?
Dejemos a nosotros el cuidado de instruir a los pueblos en sus deberes y
limitémonos a cumplir los nuestros, no necesitamos saber más.
¡Oh, virtud!
Ciencia sublime de las almas sencillas, ¿hacen falta tantos esfuerzos y tanto
aparato para conocerte? ¿Acaso tus principios no se encuentran grabados en
todos los corazones y no basta, para aprender tus leyes, con mirarse a sí mismo
y escuchar la voz de la consciencia en el silencio de las pasiones? He aquí la
verdadera filosofía, sepamos contentarnos con ella; y, sin envidiar la gloria
de los hombres célebres que se inmortalizan en la república de las letras,
intentemos poner entre ellos y nosotros la distinción gloriosa que se apreciaba
antiguamente entre dos grandes naciones; una de ellas sabía hablar bien, la
otra, hacer bien.
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