miércoles, 17 de octubre de 2012

Psicología - N. Rose "Una historia crítica de la psicología" (Parte 1)

Una historia crítica de la psicología 

 Nikolas Rose

 ¿De qué manera debería hacerse la historia de la psicología? Me gustaría proponer un enfoque concreto con respecto a este problema: una historia crítica de la relación entre lo psicológico, lo gubernamental y lo subjetivo. Una historia crítica es la que nos llama a reflexionar sobre nuestra naturaleza y nuestros límites, sobre las condiciones en las que se estableció lo que entendemos por verdad y por realidad. Una historia crítica perturba y fragmenta, pone de manifiesto la fragilidad de aquello que parece sólido, lo contingente de aquello que parece necesario, las raíces mundanas y cotidianas de aquello que reclama nobleza excepcional. Nos permite pensar en contra del presente, en el sentido de poder explorar sus horizontes y sus condiciones de posibilidad. El objetivo de una historia crítica no es imponer un juicio, sino hacerlo posible.

  La psicología y sus historias

Las ciencias psicológicas —la psicología, la psiquiatría y las otras disciplinas cuyo nombre empieza con el prefijo “psi”— no carecen de conciencia histórica. Muchos gruesos volúmenes nos cuentan la larga historia de los estudios científicos sobre el funcionamiento psicológico normal y patológico. Casi todos los libros de texto de psiquiatría o de psicología parecen obligados a incluir un capítulo histórico o una reseña, por poco relacionada que esté con los temas que tratan. Esos textos nos cuentan en términos similares una y otra vez el desarrollo de las ciencias psicológicas: que tienen un pasado extenso pero una historia corta. Un pasado extenso, en el sentido de una tradición ininterrumpida de especulación acerca de la naturaleza, las vicisitudes y las patologías del alma humana, prácticamente coextensiva con el propio intelecto humano. Pero, una historia corta, en el sentido del abandono de la metafísica, la especulación o el reduccionismo médico o fisiológico, que sólo se produjo con el despliegue del "método experimental” en el siglo XIX. Resulta tentador desechar estas historias por su ingenuidad epistemológica, o ver cómo se translucen los intereses egoístas de los que escriben acerca de las ciencias de la mente. Quizás, todas esas acusaciones tengan algo de verdad. Pero esa manera de utilizar la historia no es exclusiva de las ciencias psicológicas. De hecho, cierta forma de historia es un elemento interno de la conciencia de todas las prácticas de representación e intervención a las que llamamos ciencia. Los textos prestigiosos de historia científica desempeñan un papel decisivo en la construcción de la imagen de la realidad presente de la disciplina en cuestión, papel que se hace evidente en la importancia que esos textos tienen en la formación de todos los principiantes. A esa literatura, Georges Canguilhem la denomina “historia recurrente” (Canguilhem, 1968, 1977). Usa ese término para describir (no necesariamente de manera despectiva) la forma en que las disciplinas científicas suelen identificarse, en parte, con una determinada concepción de su pasado. Esas narraciones establecen la unidad de la ciencia construyendo una tradición ininterrumpida de pensadores que buscaban aprehender los fenómenos que componen su contenido. Es inevitable que, desde esa perspectiva, el objeto de una ciencia —la “realidad” que ella procura hacer inteligible — parezca ahistórica y asocial. Existe con antelación a los intentos de estudiarlo, siempre existió en la misma forma, y todos esos pensadores del pasado estuvieron dando vueltas alrededor de una realidad que siguió siendo la misma. Por ende, los trabajos de esos pensadores se pueden ordenar en un relato organizado cronológicamente, que corresponde a un avance hacia el objeto. Cualquier alteración de ese avance uniforme se puede volver a integrar a la narración mediante las nociones de precursor, genio, prejuicio e influencia. Simultáneamente, esas “historias recurrentes” establecen la modernidad de la ciencia en cuestión. Convalidan el presente por medio de su respetable tradición y lo deslindan de aquellos aspectos del pasado que puedan perturbarlo. Eso se logra llevando a cabo una división entre textos y autores sancionados y caducados, entre teorías y argumentos que coinciden con la imagen actual que la disciplina tiene de sí misma y los que son marginales y excéntricos. El pasado autorizado se ordena en una secuencia más o menos continua que llevó al presente y lo previó, una tradición virtuosa de la cual el presente es el heredero. Es un pasado de intuiciones individuales, de avances difíciles y fracasos inesperados, de influencias personales, profesionales y culturales, de obstáculos superados, experimentos decisivos, descubrimientos originales y otras cosas por el estilo. En oposición a esa historia “oficial” está la historia que ha caducado, una historia de caminos falsos, de errores e ilusiones, de prejuicios y mistificación, todos esos "cul-de-sacs" en los que cayó el conocimiento y que lo desviaron del camino del progreso. Todos los libros, teorías, debates y explicaciones vinculados con el pasado de un sistema de pensamiento pero incongruentes con su presente están registrados en esa historia de errores. Las “historias recurrentes” consideran que el presente es la culminación del pasado y el lugar desde el cual se pone de manifiesto su historicidad. Sin embargo, esas “historias recurrentes” son más que una “ideología”: desempeñan un papel constitutivo en la mayoría de los discursos científicos porque usan el pasado para deslindar el régimen de verdad contemporáneo de una disciplina y, al hacerlo, no solamente usan la historia para vigilar el presente, sino también para moldear el futuro (el ejemplo más debatido es el de Boring, 1929). Aplicando criterios de inclusión y exclusión, dichas historias ejercen la función de gendarmes en las fronteras de la disciplina. Desempeñan su papel estableciendo una división entre lo que se puede decir y lo que no se puede decir, entre lo pensable y lo impensable, ponen en vigencia lo que Michel Foucault denominó “régimen de verdad”. Estas “historias recurrentes” de la ciencia son programáticas. Al narrar el pasado de la disciplina en cuestión buscan no sólo deslindar el presente, sino también escribir el futuro. Así, redactan su historia en el futuro anterior. Ahora bien, también quiero exhortarlos a hacer historia “en torno del presente”. Pero esa “historia del presente” debe tomar la imagen actual de la disciplina como una reivindicación y como un problema a la vez: como una reivindicación en el sentido de que es necesario analizar esa imagen, no verla como mito ni reflejo del pasado, sino observar cómo opera y cuáles son las funciones que actualmente tiene dentro de la disciplina; y debe tomarla como problema, en el sentido de que no se la puede utilizar como principio para nuestra investigación del pasado. Lo que en la actualidad parece marginal, excéntrico y de dudosa reputación, al momento de ser escrito era considerado, a menudo, central, normal y respetable. Más que marginar esos textos del pasado desde el punto de vista del presente, sería mucho mejor cuestionar las certezas del presente atendiendo a esos márgenes y al proceso de su marginalización. De hecho, cuando se las analiza de ese modo, las certezas aparentes de nuestras identidades disciplinarias actuales también comienzan a disiparse. Las disciplinas no solamente tienen límites fluidos entre ellas, sino que además los lineamientos del desarrollo de la teoría, la explicación y la experimentación casi nunca pasan por el núcleo de una disciplina en particular, sino a través de sus vínculos con otras, en forma de cuestiones que tienen más que ver con el “saber-hacer” que con el conocimiento. Semejante historia crítica del presente, debería ser un proceso que perturba, afecta y fragmenta. Hasta la década de 1960, casi todas las historias de la psicología pertenecían al género de lo “recurrente” (situación descrita y criticada por Young en 1966). Sin embargo, en el período posterior, esa “historia recurrente” de las ciencias psicológicas fue cuestionada en varios frentes. Los sociólogos del control social y los críticos de la cultura incluyeron a la psicología en sus críticas. Una nueva historia “social” de la ciencia traspasó la división clásica entre la historia interna y la externa de la ciencia y argumentó, de diversas maneras, que el propio conocimiento científico debe ser entendido en su contexto social, político e institucional, y en términos de la organización de comunidades científicas. Además, hubo un nuevo auge de la historia académica de las psicociencias, acompañado de un análisis exhaustivo de las fuerzas biográficas e institucionales que determinaron el desarrollo de las teorías y técnicas de la psicología, las fuerzas organizacionales en acción dentro del mundo académico, las influencias políticas que actuaron en el desarrollo del conocimiento psicológico (algunas obras representativas de la nueva tendencia son Woodward y Ash, 1982; Ash y Woodward, 1987). No quiero comentar esos diversos enfoques en detalle. Sin embargo, arriesgándome a caricaturizar, podría aclarar algunas ideas con respecto al proyecto que denominé una historia crítica de la psicología, contrastándolo con esas otras perspectivas. Las críticas sociológicas que tocaron el tema de las ciencias psicológicas buscaron revisar y oponerse a los temas del progreso, la ilustración y la neutralidad que inspiran a la historia autorizada, calificando esos trabajos de hagiografías interesadas cuyo objetivo no es ilustrarnos sobre el pasado, sino legitimar el presente. Se oponen a esas programáticas de legitimación con una política de deslegitimación. Analizan el desarrollo de las disciplinas, no tanto en términos del poder innovador del genio o del poder correctivo de la experimentación científica sino, más bien, en términos de transformaciones externas al conocimiento científico. En lo que respecta a los siglos XIX y XX, esos análisis se inclinan a dar más o menos importancia a cinco tipos diferentes de factores externos: económicos, profesionales, políticos, culturales y patriarcales. Los temas económicos vinculan el desarrollo de las ciencias psicológicas en el siglo XIX con las exigencias de la producción capitalista, la construcción y la regulación del mercado del trabajo, y la preservación de la propiedad y la autoridad de los ricos, y más recientemente, con las aventuras de dominio y saqueo colonial con las que estuvo intrínsecamente relacionado el capitalismo metropolitano desde sus comienzos. Los temas profesionales vinculan la formulación y la adopción de diferentes teorías, explicaciones y técnicas con el choque de intereses cognitivos y profesionales, a veces analizados en términos de clase, y con la extensión del poder profesional mediante la autoridad que proviene de reivindicar la disciplina como parte de la ciencia. Los temas políticos vinculan el desarrollo de las ciencias psicológicas con las transformaciones en el aparato del estado y en las instituciones de control social, tales como el hospicio y la prisión. Los temas culturales suelen ver el surgimiento de la psicología como un ejemplo de un malestar social más amplio: la decadencia de los valores espirituales y comunitarios, las relaciones modificadas de lo público y lo privado y la tiranía de la intimidad, el auge del narcisismo en los individuos y en las culturas. Los temas patriarcales vincularon el surgimiento de las psicociencias con la domesticación femenina y el aislamiento de esposas e hijas en los confines claustrofóbicos y patógenos de la familia nuclear, característicos del siglo XIX. Dicha historia escrita a modo de crítica plantea cuestiones significativas en cuanto a la relación entre conocimiento y sociedad, entre verdad y poder, entre psicología y subjetividad. Sin embargo, ese uso de la historia es, a menudo, tan problemático como las versiones prestigiosas a las cuales se opone. Considero necesario que una historia crítica eficaz invierta la dirección de nuestra investigación con respecto a cada uno de esos temas.

  Factores económicos

Las explicaciones que invocan las exigencias económicas rara vez pueden especificar exactamente los mecanismos mediante los cuales los desarrollos económicos se tradujeron en cambios específicos en el conocimiento, excepto cuando recurren al poder explicativo poco convincente de nociones tales como legitimación (ver, por ejemplo Baritz, 1960; Ewen, 1976, 1988). En cambio, considero que podríamos arrojar más luz sobre la relación entre las vicisitudes del capitalismo y el surgimiento de las disciplinas psicológicas analizando las condiciones políticas, institucionales y conceptuales que dieron lugar a la formulación de diversas nociones de la economía, el mercado, las clases trabajadoras y el sujeto colonial. Deberíamos prestar atención a la manera en que esas condiciones problematizaron los diferentes aspectos de la existencia (el descalabro provocado por la industria, la productividad, la salud del trabajador ya sea libre o esclavo, la administración concreta de las plantaciones coloniales) desde la perspectiva de “la economía”. Deberíamos analizar la forma en que esas problematizaciones plantearon cuestiones a las cuales las psicociencias pudieron brindar respuesta. También deberíamos investigar la forma en las que las psicociencias, a su vez, transformaron la naturaleza y el significado mismo de la vida económica y las concepciones de las exigencias económicas adoptadas en la actividad y en la política económica.

  Factores profesionales 

 Se debería adoptar una inversión similar con respecto a la cuestión de los intereses. Aparentemente, los sociólogos consideraron como una cuestión simple el atribuir intereses a los individuos u agrupaciones (clases, géneros, razas) y utilizarlos como explicación de las posiciones adoptadas en las disputas cognitivas o profesionales (esto es particularmente cierto respecto de los sociólogos de la ciencia del grupo de Edimburgo: Barnes, 1974; Mackenzie, 1981). Lamentablemente, esas explicaciones caen frecuentemente en lo tautológico. Habitualmente, el interés por el tema proviene de la postura que se adopta y que luego se pretende explicar: como algunos psicólogos concibieron la idea de que la capacidad mental de las mujeres estaba relacionada con sus ciclos reproductivos, deben haber tenido interés en describirlas como inestables y, por ende, dependientes. Por lo tanto, ese interés explica por qué pensaban como lo hacían. Como alternativa, la relación entre el interés y el punto de vista se establece mirando hacia atrás: por ejemplo, después de la Segunda Guerra Mundial, los psicólogos (varones) habrían llegado a la conclusión de que había un “instinto maternal” porque, después de todo, en la década de 1950, había “necesidad” de que las mujeres dejaran de trabajar en las fábricas y volvieran al hogar (Riley analiza esos argumentos críticamente, 1983, pp. 109-49). Esas explicaciones simplemente suponen lo que se proponen explicar. En cambio, yo creo necesario explicar la formación de los intereses mismos. Debemos abocarnos a las diversas maneras en que individuos y grupos específicos se movilizaron en torno de objetivos particulares, debemos abocarnos a las técnicas de construcción de identidades y aspiraciones colectivas. Desde esta perspectiva, las reivindicaciones respecto de cuáles son los intereses y a quienes corresponden, originan alianzas, y constituyen, de hecho, los grupos, las comunidades, las fuerzas en cuestión, sean sus integrantes industriales, obreros de fábricas, mujeres burguesas o profesionales de la psicología. Por lo tanto, debemos estudiar la manera en que se forman las alianzas entre aquellos que terminan convenciéndose, de diversas maneras, de que tienen ciertos intereses y de que esos intereses son los mismos que los de los otros individuos (véase Callon, 1986; Latour, 1984, 1986a). A los intereses se llega, no se parte de ellos como explicación, y son más frágiles, más negociados y negociables, y suscitan más oposición que lo que muchos sociólogos y otros quieren creer.

  Factores políticos 

 Las historias sociológicas de las ciencias psicológicas suelen ver al “estado” como el origen, el orquestador o el beneficiario de muchas de las prácticas sociales que se llevan a cabo en nombre de la psicología o la psiquiatría (véanse, por ejemplo, los ensayos recopilados en Cohen y Scull, 1983). Nuevamente, me gustaría poner este problema patas arriba. Es precisamente el nacimiento de esa concepción del estado la que debería ser investigada. En lugar de analizar el aumento del control del estado en el siglo XIX y las ciencias psicológicas que fueron útiles para lograrlo, deberíamos investigar la formación de una nueva forma de movilización de la autoridad política en ese período. A pesar de que el tema de la “revolución en el gobierno del siglo XIX” es familiar, no lo es tanto el papel que desempeñaron las ciencias psicológicas en el nacimiento de esta nueva forma de racionalidad gubernamental que acarrea una nueva manera de entender el estado y una nueva forma de constituir en sujeto político a la población de un territorio nacional específico (Rose y Miller, 1992; compárese con MacDonagh, 1958, 1977 y MacLeod, 1988). La disciplinarización de la psicología está constitutivamente vinculada a una transformación fundamental que viene sucediendo en la racionalidad y las tecnologías del poder político desde las últimas décadas del siglo XIX, cuando la responsabilidad de los gobernantes se plantea en términos de asegurar el bienestar y la normalidad física y mental de los ciudadanos y en términos de moldear y regular las maneras en que llevan adelante su existencia “privada”—como trabajadores, ciudadanos, padres y madres— de modo que ejerzan su privacidad y libertad de acuerdo con esas pautas de normalidad maximizada. El campo del poder codificado como estado solamente es inteligible cuando se lo ubica dentro de esta matriz más amplia de proyectos, programas y estrategias para la conducción de la conducta, elaborada y ejercida por una gran diversidad de autoridades que dan forma a los propios límites de lo político y se oponen a ellos (Foucault, 1991).

  Factores culturales

Los críticos culturales solían ver el inicio de la psicología en el siglo XX como un mero síntoma de la mentalidad de una era que vio el nacimiento del individuo introspectivo, aislado y autosuficiente, para quien la verdad no es ni colectiva ni sagrada, sino personal (Rieff, 1966; Sennett, 1977; Lasch, 1979). Pero, nuevamente, la dirección de la investigación podría invertirse para hacer menos hincapié en las “mentalidades” que originaron la ética, y más hincapié en las condiciones específicas de emergencia, articulación y transformación de los valores éticos y técnicas que hacen que ciertas prácticas culturales sean posibles. Desde esa perspectiva, la pregunta que se debe plantear en una historia crítica de la psicología tiene que ver con la manera en que, en diferentes momentos históricos y en relación con diferentes problemas y personas, las prácticas éticas recurrieron a aspectos del conocimiento psi, a los procedimientos técnicos y a las personas con autoridad cuando actuaron sobre los mecanismos de autoconducción de los individuos. En este caso, la psicología no sería vista en términos de creencias y significados culturales, sino que ocuparía un lugar dentro de una genealogía de las “tecnologías de subjetivación”, o sea, las racionalidades prácticas que los seres humanos se aplicaron a sí mismos y a otros en nombre de la autodisciplina, el autodominio, la belleza, la gracia, la virtud o la felicidad. Factores patriarcales Quizá, la crítica histórica reciente más importante de las psicociencias haya sido escrita por feministas que buscaban dejar constancia del papel desempeñado por la psicología y la psiquiatría en la divulgación de un mito de la mujer que apoyaba un orden patriarcal y legitimaba la infantilización femenina, la reproducción de la dependencia y la subordinación de las mujeres en las relaciones domésticas, el mundo privado del hogar y la carga de la maternidad en nombre de su fragilidad, su vulnerabilidad psicológica y su naturaleza maternal (Showalter, 1987; Ussher, 1991; Badinter, 1981). Esos trabajos cumplieron un papel decisivo en el pensamiento crítico, particularmente, al analizar hasta qué punto las identidades y atributos de hombres y mujeres, que convencionalmente fueron situados del lado de lo natural, habían sido construidos en torno a una diversidad de problemas de regulación, vinculados con una variedad de supuestos culturales y prácticas para la administración del espacio (por ejemplo, el espacio público y el privado) y de la interacción (por ejemplo, la crianza de los hijos y el sexo). Sin embargo, casi siempre compartió con otras formas de crítica una lógica de explicación en términos de intereses previos y subyacentes, en este caso los de los hombres y el patriarcado. Por lo tanto, actuó en términos de una separación implícita entre las formas en que el género regula a las mujeres y la regulación de las características de los hombres. Una vez más, la tarea de una historia crítica es invertir las líneas de investigación para analizar precisamente cómo ese proceso se llevó a cabo y a través de cuáles prácticas se conformó y se diferenció el género. Es necesario encontrar la lógica explicativa de la patología que problematizó tanto la sexualidad de los hombres como la de las mujeres, pero con relación a aspectos diferentes. Es necesario analizar no solamente los sufrimientos que se generan como consecuencia de la identificación de las mujeres con el entorno doméstico y con la maternidad, sino también la construcción simultánea de los placeres y los poderes de la “mujer normal”. Las mujeres mismas fueron partícipes activas de esta línea de pensamiento, a veces en alianza con los hombres, a veces en pos de rescatar y reformar a sus hermanas perdidas, “heroínas de su propia vida” casi siempre. (Gordon, 1989). Dentro del marco de una historia crítica, las prácticas divisorias organizadas en torno al género no atribuyen tan automáticamente el rol de víctimas de la historia a las mujeres y el rol de orquestadores y beneficiarios del dominio a los hombres. No hace mucho, los historiadores de las ciencias sociales y los historiadores de la ciencia empezaron a prestar atención a la psicología, la psiquiatría y el psicoanálisis. Con frecuencia, critican las explicaciones sociológicas a las cuales me vengo refiriendo por considerarlas simplistas, generalizadoras, ajenas a los detalles sutiles de los registros históricos, etc. Así, se embarcaron en un proyecto prolongado de rectificación histórica. Nadie puede poner en duda la excelencia académica de los mejores de esos trabajos, a los cuales recurrí en varias oportunidades, pero creo que corren el riesgo de no responder a lo que se proponen. Las cuestiones que la crítica abordó no eran históricas. En primer lugar, hubo planteos sociológicos que trataron, de una manera u otra, de analizar las ciencias psicológicas como corpus de creencias, instituciones y técnicas cuya naturaleza y origen podían entenderse dentro de un contexto social global. En segundo lugar, hubo planteos políticos que implicaban cuestionar esos ejercicios científicos y técnicos como sistemas de dominio, y preguntar qué formas de poder manifestaban y encarnaban. En tercer lugar, hubo planteos éticos. ¿Cómo se suponía que debíamos evaluar esas disciplinas nuevas? En parte, ese proceso tomó la forma de un análisis de la verdad y falsedad, de las credenciales científicas de la psiquiatría y la psicología, lo cual se vinculó en esas explicaciones con cuestionamientos sobre su humanidad y eficacia. También tomó la forma de una evaluación crítica de las formas de vida y los sistemas de valores con los cuales las disciplinas psicológicas habían llegado a vincularse. Con frecuencia, las críticas fundamentaron su respuesta a esos planteos en nociones analíticas que, desde mi punto de vista, estaban mal encaminadas. No obstante, esos planteos sociológicos, políticos y éticos tienen una importancia que perdura. Sería aconsejable, pues, emprender una historia crítica de la psicología y la psiquiatría y de sus tecnologías afines tratando la existencia misma de esos campos del conocimiento y de la práctica como un problema que debe ser explicado, y estableciendo su funcionamiento respecto de un campo más amplio de sistemas de regulación social, dominio político y juicio ético. Porque, como las otras ciencias “humanas”, la psicología desempeñó un papel fundamental en la creación del presente en el que nosotros, “los occidentales”, hemos terminado viviendo. Abordar las relaciones entre subjetividad, psicología y sociedad desde esa perspectiva significa analizar los campos en los que la conducción del yo y de sus poderes estuvieron relacionados con la ética y la moral, con la política y la administración, y con la verdad y el conocimiento. Pues esas sociedades se constituyeron, en parte, mediante una serie de planes y procedimientos para formar, regular y administrar el yo, ineludiblemente unidos al conocimiento del yo durante los dos últimos siglos. La psicología —y, de hecho, toda disciplina vinculada con lo psicológico— desempeñó un papel muy significativo en la reorganización y ampliación de esas prácticas y técnicas que vincularon la autoridad con la subjetividad durante el siglo pasado, en particular, en los sistemas de gobierno democráticos y liberales de Europa, Estados Unidos y Australia. En mi opinión, para responder estos asuntos, no es necesario ni suficiente un programa extenso de investigación histórica. Entonces, ¿cómo debe emprenderse una historia crítica? La construcción de lo psicológico Hasta no hace mucho, los estudios históricos de la psicología solían actuar haciendo algunas distinciones bastante claras. Había un dominio de la “realidad” que la psicología buscaba conocer, pero que existía de diversas formas independientemente de ella: la psiquis, la conciencia, la vida mental humana, la conducta o lo que fuera. Había, por otra parte, una esfera de la “psicología” que, nuevamente, variaba según cada explicación, pero que generalmente estaba formada por los psicólogos o sus precursores, las teorías, las creencias, los libros y los artículos, los experimentos y afines. Había, además, una esfera de la “sociedad”, construida como “cultura” o como “perspectivas mundiales” o como procesos tales como la “industrialización”, que actuaron como una especie de telón de fondo de esos intentos. A veces, esas historias cuestionaron las relaciones entre la psicología y la sociedad: de qué manera fenómenos “sociales” tales como la religión, el prejuicio e, incluso, dispositivos institucionales como las universidades y las profesiones afectaron el desarrollo de la psicología o influyeron sobre él. A veces, también cuestionaron de qué manera las teorías y los profesionales de la psicología habían afectado a la sociedad: cómo y cuándo, a qué fenómenos y con qué resultado habían sido “aplicadas”. Pero rara vez, por no decir nunca, cuestionaron las relaciones entre el objeto de conocimiento psicológico —la vida mental del individuo humano, la subjetividad— y el conocimiento psicológico mismo. No hace mucho, una serie de autores puso en duda esas divisiones. Según ellos, la psicología no puede ser considerada como un dominio dado, separado de algo llamado “sociedad”: los procesos por los cuales se producen sus verdades son constitutivamente “sociales”. Es más, el objeto de la psicología no puede ser considerado como algo dado, independiente, que preexiste al conocimiento y que es meramente “descubierto”. La psicología constituye su objeto en el proceso de conocerlo. Una versión de esta línea argumentativa se conoció como “construccionismo social”, y se desplegó en un vasto número de estudios en psicología (un ejemplo clásico es Gergen, 1985a; véanse también los ensayos recopilados en Gergen y Davis, 1985; Parker y Shotter, 1990; Burman, 1994; Morawski, 1988a). Generalmente, los argumentos del construccionismo social comienzan con un número explícito o implícito de proposiciones respecto del conocimiento. El conocimiento está “subdeterminado” por la experiencia, de manera que el mundo debe ser entendido en términos que son producto de la cultura. Por lo tanto, esa comprensión no depende de la naturaleza de la realidad o de la validez empírica de las proposiciones, sino de los procesos sociales. Esos procesos son variables social e históricamente y, por consiguiente, también lo es lo que se considera como conocimiento. Las formas de conocimiento están encarnadas en los intercambios lingüísticos y en otras interacciones entre los individuos. Es por eso que las características, las capacidades, los procesos, y cuestiones similares atribuidas habitualmente a los seres humanos en nuestra cultura o en otras —la niñez, el amor, el concepto del yo, los repertorios de emociones, la feminidad, la maternidad, la hostilidad, la agresión— se entienden de una manera más conveniente como resultado de esos procesos de construcción social e interaccional. Los argumentos construccionistas en psicología se desarrollaron en varias direcciones que tienen mucho que ver con la historia de la disciplina. Para algunos, implican que el objeto mismo de la psicología es histórico. Sin duda, la psicología no puede alcanzar la universalidad en sus leyes por muchos motivos, pero fundamentalmente, porque su objeto —la psicología humana— cambia con la cultura y es cambiado a su vez por la psicología misma. No sólo porque las disposiciones humanas sean en sí mismas históricas y estén determinadas, entre otras cosas, por la incorporación de las ideas de la psicología a la práctica de la crianza de los niños, etc. También porque los lenguajes mediante los cuales los humanos se entienden entre sí y con los que, de ese modo, se construyen a sí mismos están sujetos al cambio histórico e influidos por la psicología misma (Gergen, 1985a, 1985b). Para otros, es precisamente a través de la investigación histórica que es posible analizar las detalladas y complejas negociaciones a través de las cuales ciertas técnicas de experimentación, formas de explicación y modos de argumentación fueron aceptados como definición de la disciplina de la psicología, y a través de los cuales la “materia” de la psicología se “construye socialmente” tanto en el sentido de la construcción del conocimiento sancionado como en el sentido de la construcción de su objeto de pensamiento, el sujeto humano (Danziger, 1988, 1990; Morawski, 1988b). En un tercer enfoque, muchos argumentaron que lo que fue “socialmente construido” debería ser “deconstruido”. De acuerdo con esa línea de pensamiento, la construcción social se refiere a un complejo de procesos “interpersonales, culturales, históricos y políticos” —incluida la psicología misma— que producen los objetos que estudia la psicología, tales como “el niño” o “la madre”, en relación con ciertas estrategias de poder o dominio, y la deconstrucción se refiere a todo lo que va desde una forma genérica de escrutinio y crítica hasta un método analítico formal para revelar las oposiciones originarias y las omisiones sobre las que ciertas filosofías o formas de conocimiento están fundamentadas (Burman, 1994, p. 6; compárese con Sampson, 1989; Parker y Shotter, 1990). Hay mucho para aprender de esos estudios. Sin embargo, la adquisición crítica de esas reivindicaciones respecto de la “construcción social” de la psicología y sus objetos descansa a menudo en un ataque a enemigos implícitos o explícitos: el empirismo y el positivismo. Es decir, la fuerza retórica del argumento de que “el niño”, “la madre”, “el yo”, “la agresión” y entidades similares se construyen, depende de un antagonista que haya afirmado que ellos son “descubrimientos”, que están ahí, en la realidad, aguardando que la ciencia los saque a la luz y los revele. Por supuesto, es totalmente comprensible que los psicólogos críticos de su disciplina planteen sus argumentos de esa manera, dada la forma en que cierta imagen de la ciencia, de la lógica de la investigación, experimentación, descubrimiento y validación estadística, etc. dominaron la investigación psicológica, particularmente en la tradición norteamericana durante las décadas de mediados de este siglo. Pero, quizá repetir que “x no es algo dado en la realidad, sino construido socialmente” e invocar al enemigo imaginario positivista, de hecho, puede ser ahora un obstáculo para la indagación crítica. En esferas científicas menos atormentadas por la ansiedad sobre su propio estatus y respetabilidad, los filósofos e historiadores científicos aceptaron hace tiempo que la verdad científica es una cuestión de construcción. Entonces, ¿cuál es la diferencia —de haber alguna—entre las “construcciones” en las que participó la psicología y aquellas que fueron constitutivas de otros campos del conocimiento científico?

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