K. Marx & F. Engels
Manifiesto del Partido Comunista
(1848)
PRÓLOGOS DE MARX Y ENGELS A VARIAS
EDICIONES DEL MANIFIESTO
I
PRÓLOGO DE MARX Y ENGELS A LA
EDICIÓN ALEMANA DE 1872
PRÓLOGO DE MARX Y ENGELS A LA
EDICIÓN ALEMANA DE 1872
La Liga Comunista, una organización obrera internacional, que en las circunstancias de la época -huelga decirlo- sólo podía ser secreta, encargó a los abajo firmantes, en el congreso celebrado en Londres en noviembre de 1847, la redacción de un detallado programa teórico y práctico, destinado a la publicidad, que sirviese de programa del partido. Así nació el Manifiesto, que se reproduce a continuación y cuyo original se remitió a Londres para ser impreso pocas semanas antes de estallar la revolución de febrero. Publicado primeramente en alemán, ha sido reeditado doce veces por los menos en ese idioma en Alemania, Inglaterra y Norteamérica. La edición inglesa no vio la luz hasta 1850, y se publicó en el Red Republican de Londres, traducido por miss Elena Macfarlane, y en 1871 se editaron en Norteamérica no menos de tres traducciones distintas. La versión francesa apareció por vez primera en París poco antes de la insurrección de junio de 1848; últimamente ha vuelto a publicarse en Le Socialiste de Nueva York, y se prepara una nueva traducción. La versión polaca apareció en Londres poco después de la primera edición alemana. La traducción rusa vio la luz en Ginebra en el año sesenta y tantos. Al danés se tradujo a poco de publicarse.
Por mucho que durante
los últimos veinticinco años hayan cambiado las circunstancias, los principios
generales desarrollados en este Manifiesto siguen siendo substancialmente
exactos. Sólo tendría que retocarse algún que otro detalle. Ya el propio
Manifiesto advierte que la aplicación práctica de estos principios dependerá en
todas partes y en todo tiempo de las circunstancias históricas existentes,
razón por la que no se hace especial hincapié en las medidas revolucionarias
propuestas al final del capítulo II. Si tuviésemos que formularlo hoy, este
pasaje presentaría un tenor distinto en muchos respectos. Este programa ha
quedado a trozos anticuado por efecto del inmenso desarrollo experimentado por
la gran industria en los últimos veinticinco años, con los consiguientes
progresos ocurridos en cuanto a la organización política de la clase obrera, y por
el efecto de las experiencias prácticas de la revolución de febrero en primer
término, y sobre todo de la Comuna de París, donde el proletariado, por vez
primera, tuvo el Poder político en sus manos por espacio de dos meses. La
comuna ha demostrado, principalmente, que “la clase obrera no puede limitarse a
tomar posesión de la máquina del Estado en bloque, poniéndola en marcha para
sus propios fines”. (V. La guerra civil en Francia, alocución del Consejo
general de la Asociación Obrera Internacional, edición alemana, pág. 51, donde
se desarrolla ampliamente esta idea) . Huelga, asimismo, decir que la crítica
de la literatura socialista presenta hoy lagunas, ya que sólo llega hasta 1847,
y, finalmente, que las indicaciones que se hacen acerca de la actitud de los
comunistas para con los diversos partidos de la oposición (capítulo IV), aunque
sigan siendo exactas en sus líneas generales, están también anticuadas en lo
que toca al detalle, por la sencilla razón de que la situación política ha
cambiado radicalmente y el progreso histórico ha venido a eliminar del mundo a
la mayoría de los partidos enumerados.
Sin embargo, el
Manifiesto es un documento histórico, que nosotros no nos creemos ya
autorizados a modificar. Tal vez una edición posterior aparezca precedida de
una introducción que abarque el período que va desde 1847 hasta los tiempos
actuales; la presente reimpresión nos ha sorprendido sin dejarnos tiempo para
eso.
Londres, 24 de junio
de 1872.
K. MARX. F. ENGELS.
II
PROLOGO DE ENGELS A LA EDICION
ALEMANA DE 1883
PROLOGO DE ENGELS A LA EDICION
ALEMANA DE 1883
Desgraciadamente, al
pie de este prólogo a la nueva edición del Manifiesto ya sólo aparecerá mi
firma. Marx, ese hombre a quien la clase obrera toda de Europa y América debe
más que a hombre alguno, descansa en el cementerio de Highgate, y sobre su
tumba crece ya la primera hierba. Muerto él, sería doblemente absurdo pensar en
revisar ni en ampliar el Manifiesto. En cambio, me creo obligado, ahora más que
nunca, a consignar aquí, una vez más, para que quede bien patente, la siguiente
afirmación:
La idea central que
inspira todo el Manifiesto, a saber: que el régimen económico de la producción
y la estructuración social que de él se deriva necesariamente en cada época
histórica constituye la base sobre la cual se asienta la historia política e
intelectual de esa época, y que, por tanto, toda la historia de la sociedad
-una vez disuelto el primitivo régimen de comunidad del suelo- es una historia
de luchas de clases, de luchas entre clases explotadoras y explotadas,
dominantes y dominadas, a tono con las diferentes fases del proceso social,
hasta llegar a la fase presente, en que la clase explotada y oprimida -el
proletariado- no puede ya emanciparse de la clase que la explota y la oprime
-de la burguesía- sin emancipar para siempre a la sociedad entera de la
opresión, la explotación y las luchas de clases; esta idea cardinal fue fruto
personal y exclusivo de Marx .
Y aunque ya no es la
primera vez que lo hago constar, me ha parecido oportuno dejarlo estampado
aquí, a la cabeza del Manifiesto.
Londres, 28 junio
1883.
F. ENGELS.
III
PRÓLOGO DE ENGELS A LA
EDICIÓN ALEMANA DE 1890
PRÓLOGO DE ENGELS A LA
EDICIÓN ALEMANA DE 1890
Ve la luz una nueva
edición alemana del Manifiesto cuando han ocurrido desde la última diversos
sucesos relacionados con este documento que merecen ser mencionados aquí.
En 1882 se publicó en
Ginebra una segunda traducción rusa, de Vera Sasulichl , precedida de un
prologo de Marx y mío. Desgraciadamente, se me ha extraviado el original alemán
de este prólogo y no tengo más remedio que volver a traducirlo del ruso, con lo
que el lector no saldrá ganando nada. El prólogo dice así:
“La primera edición
rusa del Manifiesto del Partido Comunista, traducido por Bakunin, vio la luz
poco después de 1860 en la imprenta del Kolokol. En los tiempos que corrían,
esta publicación no podía tener para Rusia, a lo sumo, más que un puro valor
literario de curiosidad. Hoy las cosas han cambiado. El último capítulo del
Manifiesto, titulado “Actitud de los comunistas ante los otros partidos de la
oposición”, demuestra mejor que nada lo limitada que era la zona en que, al ver
la luz por vez primera este documento (enero de 1848), tenía que actuar el
movimiento proletario. En esa zona faltaban, principalmente, dos países: Rusia
y los Estados Unidos. Era la época en que Rusia constituía la última reserva
magna de la reacción europea y en que la emigración a los Estados Unidos
absorbía las energías sobrantes del proletariado de Europa. Ambos países
proveían a Europa de primeras materias, a la par que le brindaban mercados para
sus productos industriales. Ambos venían a ser, pues, bajo uno u otro aspecto,
pilares del orden social europeo.
Hoy las cosas han
cambiado radicalmente. La emigración europea sirvió precisamente para imprimir
ese gigantesco desarrollo a la agricultura norteamericana, cuya concurrencia
está minando los cimientos de la grande y la pequeña propiedad inmueble de
Europa. Además, ha permitido a los Estados Unidos entregarse a la explotación
de sus copiosas fuentes industriales con tal energía y en proporciones tales,
que dentro de poco echará por tierra el monopolio industrial de que hoy
disfruta la Europa occidental. Estas dos circunstancias repercuten a su vez
revolucionariamente sobre la propia América. La pequeña y mediana propiedad del
granjero que trabaja su propia tierra sucumbe progresivamente ante la
concurrencia de las grandes explotaciones, a la par que en las regiones
industriales empieza a formarse un copioso proletariado y una fabulosa
concentración de capitales.
Pasemos ahora a Rusia.
Durante la sacudida revolucionaria de los años 48 y 49, los monarcas europeos,
y no sólo los monarcas, sino también los burgueses, aterrados ante el empuje
del proletariado, que empezaba a, cobrar por aquel entonces conciencia de su
fuerza, cifraban en la intervención rusa todas sus esperanzas. El zar fue
proclamado cabeza de la reacción europea. Hoy, este mismo zar se ve apresado en
Gatchina como rehén de la revolución y Rusia forma la avanzada del movimiento
revolucionario de Europa.
El Manifiesto
Comunista se proponía por misión proclamar la desaparición inminente e
inevitable de la propiedad burguesa en su estado actual. Pero en Rusia nos
encontramos con que, coincidiendo con el orden capitalista en febril desarrollo
y la propiedad burguesa del suelo que empieza a formarse, más de la mitad de la
tierra es propiedad común de los campesinos.
Ahora bien -nos
preguntamos-, ¿puede este régimen comunal del concejo ruso, que es ya, sin
duda, una degeneración del régimen de comunidad primitiva de la tierra,
trocarse directamente en una forma más alta de comunismo del suelo, o tendrá
que pasar necesariamente por el mismo proceso previo de descomposición que nos
revela la historia del occidente de Europa?
La única contestación
que, hoy por hoy, cabe dar a esa pregunta, es la siguiente: Si la revolución
rusa es la señal para la revolución obrera de Occidente y ambas se completan
formando una unidad, podría ocurrir que ese régimen comunal ruso fuese el punto
de partida para la implantación de una nueva forma comunista de la tierra.
Londres, 21 enero
1882.”
Por aquellos mismos
días, se publicó en Ginebra una nueva traducción polaca con este título:
Manifest Kommunistyczny.
Asimismo, ha aparecido
una nueva traducción danesa, en la “Socialdemokratisk Bibliothek, Köjbenhavn
1885”. Es de lamentar que esta traducción sea incompleta; el traductor se
saltó, por lo visto, aquellos pasajes, importantes muchos de ellos, que le
parecieron difíciles; además, la versión adolece de precipitaciones en una
serie de lugares, y es una lástima, pues se ve que, con un poco más de cuidado,
su autor habría realizado un trabajo excelente.
En 1886 apareció en Le
Socialiste de París una nueva traducción francesa, la mejor de cuantas han
visto la luz hasta ahora .
Sobre ella se hizo en
el mismo año una versión española, publicada primero en El Socialista de Madrid
y luego, en tirada aparte, con este título: Manifiesto del Partido Comunista,
por Carlos Marx y F. Engels (Madrid,
Administración de El Socialista, He rnán
Cortés, 8).
Como detalle curioso
contaré que en 1887 fue ofrecido a un editor de Constantinopla el original de
una traducción armenia; pero el buen editor no se atrevió a lanzar un folleto
con el nombre de Marx a la cabeza y propuso al traductor publicarlo como obra
original suya, a lo que éste se negó.
Después de haberse
reimpreso repetidas veces varias traducciones norteamericanas más o menos
incorrectas, al fin, en 1888, apareció en Inglaterra la primera versión
auténtica, hecha por mi amigo Samuel Moore y revisada por él y por mí antes de
darla a las prensas. He aquí el título: Manifesto of the Communist
Party, by Karl Marx and Frederick Engels. Authorised English Translation,
edited and annotated by Frederíck Engels. 1888. London, William Reeves, 185 Flett St. E. C. Algunas de las notas
de esta edición acompañan a la presente.
El Manifiesto ha
tenido sus vicisitudes. Calurosamente acogido a su aparición por la vanguardia,
entonces poco numerosa, del socialismo científico -como lo demuestran las
diversas traducciones mencionadas en el primer prólogo-, no tardó en pasar a
segundo plano, arrinconado por la reacción que se inicia con la derrota de los
obreros parisienses en junio de 1848 y anatematizado, por último, con el
anatema de la justicia al ser condenados los comunistas por el tribunal de
Colonia en noviembre de 1852. Al abandonar la escena Pública, el movimiento
obrero que la revolución de febrero había iniciado, queda también envuelto en
la penumbra el Manifiesto.
Cuando la clase obrera
europea volvió a sentirse lo bastante fuerte para lanzarse de nuevo al asalto
contra las clases gobernantes, nació la Asociación Obrera Internacional. El fin
de esta organización era fundir todas las masas obreras militantes de Europa y
América en un gran cuerpo de ejército. Por eso, este movimiento no podía
arrancar de los principios sentados en el Manifiesto. No había más remedio que
darle un programa que no cerrase el paso a las tradeuniones inglesas, a los
proudhonianos franceses, belgas, italianos y españoles ni a los partidarios de
Lassalle en Alemania . Este programa con las normas directivas para los
estatutos de la Internacional, fue redactado por Marx con una maestría que
hasta el propio Bakunin y los anarquistas hubieron de reconocer. En cuanto al
triunfo final de las tesis del Manifiesto, Marx ponía toda su confianza en el
desarrollo intelectual de la clase obrera, fruto obligado de la acción conjunta
y de la discusión. Los sucesos y vicisitudes de la lucha contra el capital, y
más aún las derrotas que las victorias, no podían menos de revelar al
proletariado militante, en toda su desnudez, la insuficiencia de los remedios
milagreros que venían empleando e infundir a sus cabezas una mayor claridad de
visión para penetrar en las verdaderas condiciones que habían de presidir la
emancipación obrera. Marx no se equivocaba. Cuando en 1874 se disolvió la
Internacional, la clase obrera difería radicalmente de aquella con que se
encontrara al fundarse en 1864. En los países latinos, el proudhonianismo
agonizaba, como en Alemania lo que había de específico en el partido de
Lassalle, y hasta las mismas tradeuniones inglesas, conservadoras hasta la
médula, cambiaban de espíritu, permitiendo al presidente de su congreso,
celebrado en Swansea en 1887, decir en nombre suyo: “El socialismo continental
ya no nos asusta”. Y en 1887 el socialismo continental se cifraba casi en los
principios proclamados por el Manifiesto. La historia de este documento
refleja, pues, hasta cierto punto, la historia moderna del movimiento obrero
desde 1848. En la actualidad es indudablemente el documento más extendido e
internacional de toda la literatura socialista del mundo, el programa que une a
muchos millones de trabajadores de todos los países, desde Siberia hasta
California.
Y, sin embargo, cuando
este Manifiesto vio la luz, no pudimos bautizarlo de Manifiesto socialista. En
1847, el concepto de “socialista” abarcaba dos categorías de personas. Unas
eran las que abrazaban diversos sistemas utópicos, y entre ellas se destacaban
los owenistas en Inglaterra, y en Francia los fourieristas, que poco a poco
habían ido quedando reducidos a dos sectas agonizantes. En la otra formaban los
charlatanes sociales de toda laya, los que aspiraban a remediar las injusticias
de la sociedad con sus potingues mágicos y con toda serie de remiendos, sin
tocar en lo más mínimo, claro está, al capital ni a la ganancia. Gentes unas y
otras ajenas al movimiento obrero, que iban a buscar apoyo para sus teorías a
las clases “cultas”. El sector obrero que, convencido de la insuficiencia y
superficialidad de las meras conmociones políticas, reclamaba una radical
transformación de la sociedad, se apellidaba comunista. Era un comunismo
toscamente delineado, instintivo, vago, pero lo bastante pujante para engendrar
dos sistemas utópicos: el del “ícaro” Cabet en Francia y el de Weitling en
Alemania. En 1847, el “socialismo” designaba un movimiento burgués, el
“comunismo” un movimiento obrero. El socialismo era, a lo menos en el
continente, una doctrina presentable en los salones; el comunismo, todo lo
contrario. Y como en nosotros era ya entonces firme la convicción de que “la
emancipación de los trabajadores sólo podía ser obra de la propia clase
obrera”, no podíamos dudar en la elección de título. Más tarde no se nos pasó
nunca por las mentes tampoco modificarlo.
“¡Proletarios de todos
los países, uníos!” Cuando hace cuarenta y dos años lanzamos al mundo estas
palabras, en vísperas de la primera revolución de París, en que el proletariado
levantó ya sus propias reivindicaciones, fueron muy pocas las voces que
contestaron. Pero el 28 de septiembre de 1864, los representantes proletarios
de la mayoría de los países del occidente de Europa se reunían para formar la
Asociación Obrera Internacional, de tan glorioso recuerdo. Y aunque la
Internacional sólo tuviese nueve años de vida, el lazo perenne de unión entre
los proletarios de todos los países sigue viviendo con más fuerza que nunca;
así lo atestigua, con testimonio irrefutable, el día de hoy. Hoy, primero de
Mayo, el proletariado europeo y americano pasa revista por vez primera a sus
contingentes puestos en pie de guerra como un ejército único, unido bajo una
sola bandera y concentrado en un objetivo: la jornada normal de ocho horas, que
ya proclamara la Internacional en el congreso de Ginebra en 1889, y que es
menester elevar a ley. El espectáculo del día de hoy abrirá los ojos a los
capitalistas y a los grandes terratenientes de todos los países y les hará ver
que la unión de los proletarios del mundo es ya un hecho.
¡Ya Marx no vive, para
verlo, a mi lado!
Londres, 1 de mayo de
1890.
F. ENGELS.
IV
PRÓLOGO DE ENGELS A LA
EDICIÓN POLACA DE 1892
PRÓLOGO DE ENGELS A LA
EDICIÓN POLACA DE 1892
La necesidad de
reeditar la versión polaca del Manifiesto Comunista, requiere un comentario.
Ante todo, el
Manifiesto ha resultado ser, como se proponía, un medio para poner de relieve el
desarrollo de la gran industria en Europa. Cuando en un país, cualquiera que él
sea, se desarrolla la gran industria brota al mismo tiempo entre los obreros
industriales el deseo de explicarse sus relaciones como clase, como la clase de
los que viven del trabajo, con la clase de los que viven de la propiedad. En
estas circunstancias, las ideas socialistas se extienden entre los trabajadores
y crece la demanda del Manifiesto Comunista. En este sentido, el número de
ejemplares del Manifiesto que circulan en un idioma dado nos permite apreciar
bastante aproximadamente no sólo las condiciones del movimiento obrero de clase
en ese país, sino también el grado de desarrollo alcanzado en él por la gran
industria.
La necesidad de hacer
una nueva edición en lengua polaca acusa, por tanto, el continuo proceso de
expansión de la industria en Polonia. No puede caber duda acerca de la
importancia de este proceso en el transcurso de los diez años que han mediado
desde la aparición de la edición anterior. Polonia se ha convertido en una
región industrial en gran escala bajo la égida del Estado ruso.
Mientras que en la
Rusia propiamente dicha la gran industria sólo se ha ido manifestando
esporádicamente (en las costas del golfo de Finlandia, en las provincias
centrales de Moscú y Vladimiro, a lo largo de las costas del mar Negro y del
mar de Azov), la industria polaca se ha concentrado dentro de los confines de
un área limitada, experimentando a la par las ventajas y los inconvenientes de
su situación. Estas ventajas no pasan inadvertidas para los fabricantes rusos;
por eso alzan el grito pidiendo aranceles protectores contra las mercancías
polacas, a despecho de su ardiente anhelo de rusificación de Polonia. Los
inconvenientes (que tocan por igual los industriales polacos y el Gobierno
ruso) consisten en la rápida difusión de las ideas socialistas entre los
obreros polacos y en una demanda sin precedente del Manifiesto Comunista.
El rápido desarrollo
de la industria polaca (que deja atrás con mucho a la de Rusia) es una clara
prueba de las energías vitales inextinguibles del pueblo polaco y una nueva
garantía de su futuro renacimiento. La creación de una Polonia fuerte e
independiente no interesa sólo al pueblo polaco, sino a todos y cada uno de
nosotros. Sólo podrá establecerse una estrecha colaboración entre los obreros
todos de Europa si en cada país el pueblo es dueño dentro de su propia casa.
Las revoluciones de 1848 que, aunque reñidas bajo la bandera del proletariado,
solamente llevaron a los obreros a la lucha para sacar las castañas del fuego a
la burguesía, acabaron por imponer, tomando por instrumento a Napoleón y a
Bismarck (a los enemigos de la revolución), la independencia de Italia,
Alemania y Hungría. En cambio, a Polonia, que en 1791 hizo por la causa revolucionaria
más que estos tres países juntos, se la dejó sola cuando en 1863 tuvo que
enfrentarse con el poder diez veces más fuerte de Rusia.
La nobleza polaca ha
sido incapaz para mantener, y lo será también para restaurar, la independencia
de Polonia. La burguesía va sintiéndose cada vez menos interesada en este
asunto. La independencia polaca sólo podrá ser conquistada por el proletariado
joven, en cuyas manos está la realización de esa esperanza. He ahí por qué los obreros del occidente de Europa
no están menos interesados en la liberación de Polonia que los obreros polacos
mismos.
Londres, 10 de febrero
1892.
F. ENGELS
V
PRÓLOGO DE ENGELS A LA
EDICIÓN ITALIANA DE 1893
PRÓLOGO DE ENGELS A LA
EDICIÓN ITALIANA DE 1893
La publicación del
Manifiesto del Partido Comunista coincidió (si puedo expresarme así), con el
momento en que estallaban las revoluciones de Milán y de Berlín, dos
revoluciones que eran el alzamiento de dos pueblos: uno enclavado en el corazón
del continente europeo y el otro tendido en las costas del mar Mediterráneo.
Hasta ese momento, estos dos pueblos, desgarrados por luchas intestinas y
guerras civiles, habían sido presa fácil de opresores extranjeros. Y del mismo
modo que Italia estaba sujeta al dominio del emperador de Austria, Alemania
vivía, aunque esta sujeción fuese menos patente, bajo el yugo del zar de todas
las Rusias. La revolución del 18 de marzo emancipó a Italia y Alemania al mismo
tiempo de este vergonzoso estado de cosas. Si después, durante el período que
va de 1848 a 1871, estas dos grandes naciones permitieron que la vieja
situación fuese restaurada, haciendo hasta cierto punto de “traidores de sí
mismas”, se debió (como dijo Marx) a que los mismos que habían inspirado la
revolución de 1848 se convirtieron, a despecho suyo, en sus verdugos.
La revolución fue en
todas partes obra de las clases trabajadoras: fueron los obreros quienes
levantaron las barricadas y dieron sus vidas luchando por la causa. Sin
embargo, solamente los obreros de París, después de derribar el Gobierno,
tenían la firme y decidida intención de derribar con él a todo el régimen
burgués. Pero, aunque abrigaban una conciencia muy clara del antagonismo
irreductible que se alzaba entre su propia clase y la burguesía, el desarrollo
económico del país y el desarrollo intelectual de las masas obreras francesas
no habían alcanzado todavía el nivel necesario para que pudiese triunfar una
revolución socialista. Por eso, a la postre, los frutos de la revolución
cayeron en el regazo de la clase capitalista. En otros países, como en Italia,
Austria y Alemania, los obreros se limitaron desde el primer momento de la
revolución a ayudar a la burguesía a tomar el Poder. En cada uno de estos
países el gobierno de la burguesía sólo podía triunfar bajo la condición de la
independencia nacional. Así se explica que las revoluciones del año 1848
condujesen inevitablemente a la unificación de los pueblos dentro de las
fronteras nacionales y a su emancipación del yugo extranjero, condiciones que,
hasta allí, no habían disfrutado. Estas condiciones son hoy realidad en Italia,
en Alemania y en Hungría. Y a estos países seguirá Polonia cuando la hora
llegue.
Aunque las
revoluciones de 1848 no tenían carácter socialista, prepararon, sin embargo, el
terreno para el advenimiento de la revolución del socialismo. Gra cias al poderoso impulso que estas revoluciones
imprimieron a la gran producción en todos los países, la sociedad burguesa ha
ido creando durante los últimos cuarenta y cinco años un vasto, unido y potente
proletariado, engendrando con él (como dice el Manifiesto Comunista) a sus
propios enterradores. La unificación internacional del proletariado no hubiera
sido posible, ni la colaboración sobria y deliberada de estos países en el
logro de fines generales, si antes no hubiesen conquistado la unidad y la
independencia nacionales, si hubiesen seguido manteniéndose dentro del
aislamiento.
Intentemos
representarnos, si podemos, el papel que hubieran hecho los obreros italianos,
húngaros, alemanes, polacos y rusos luchando por su unión internacional bajo
las condiciones políticas que prevalecían hacia el año 1848.
Las batallas reñidas
en el 48 no fueron, pues, reñidas en balde. Ni han sido vividos tampoco en
balde los cuarenta y cinco años que nos separan de la época revolucionaria. Los
frutos de aquellos días empiezan a madurar, y hago votos porque la publicación
de esta traducción italiana del Manifiesto sea heraldo del triunfo del
proletariado italiano, como la publicación del texto primitivo lo fue de la
revolución internacional.
El Manifiesto rinde el
debido homenaje a los servicios revolucionarios prestados en otro tiempo por el
capitalismo. Italia fue la primera nación que se convirtió en país capitalista.
El ocaso de la Edad Media feudal y la aurora de la época capitalista
contemporánea vieron aparecer en escena una figura gigantesca. Dante fue al
mismo tiempo el último poeta de la Edad Media y el primer poeta de la nueva
era. Hoy, como en 1300, se alza en el horizonte una nueva época. ¿Dará Italia
al mundo otro Dante, capaz de cantar el nacimiento de la nueva era, de la era
proletaria?
Londres, 1 de febrero
de 1893.
F. ENGELS
No hay comentarios:
Publicar un comentario