jueves, 19 de julio de 2012

Filosofía - Kant Immanuel, Lo bello y lo sublime PARTE 1


Lo bello y lo sublime: ensayo de estética y moral
Immanuel Kant
     Con el título de «Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime» publicó Kant en Komgsbey (1764) este ensayo de vario y atrayente contenido. Numerosas ediciones sueltas se han hecho de este encantador tratadito, sin contar las varias ediciones de las obras completas del autor.
     Más que de estética, en el sentido estricto de la palabra, tratan las «Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime» de asuntos varios, moral, psicología, descripción de los caracteres individuales y nacionales; en suma, de toda suerte de temas interesantes que pueden ocurrirse alrededor del asunto principal. Está escrito en estilo fácil y cómodo -extraña excepción en la obra de Kant-, lleno de ingenio, alegría, penetración, con una sencillez encantadora. Se comprende fácilmente que un crítico haya podido comparar a Kant -refiriéndose a esta obra- con «La Bruyère», el autor de los «Caracteres».
     En este ensayo es donde Kant ataca por primera vez el problema estético, y aunque sus ideas fundamentales acerca del arte y la belleza se hallan sistemáticamente expuestas en su obra posterior, la «Crítica del Juicio», tienen, sin embargo, las «Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime» cierto interés para el conocimiento de los orígenes de la estética kantiana. Pero sobre todo constituyen, como hemos dicho, una serie de delicadas ocurrencias, de certeras observaciones, de agudas críticas, sin el aparato solemne de la exposición didáctica.

Capítulo I
Sobre los diferentes objetos del sentimiento de lo sublime y de lo bello.
     Las diferentes sensaciones de contento o disgusto descansan, no tanto sobre la condición de las cosas externas que las suscitan, como sobre la sensibilidad peculiar a cada hombre para ser grata e ingratamente impresionado por ellas. De ahí proviene que algunos sientan placer con lo que a otros produce asco; de ahí la enamorada pasión, que es a menudo para los demás un enigma, y la viva repugnancia sentida por éste hacia lo que para aquél deja por completo indiferente. El campo de las observaciones de estas particularidades de la naturaleza humana es muy amplio, y oculta aún buena copia de descubrimientos tan interesantes como instructivos. Por ahora dirigiré mi mirada sobre algunos puntos que parecen particularmente destacarse en este terreno, y más con el ojo de un observador que de un filósofo.
     Como todo hombre sólo se siente feliz en tanto que satisface sus inclinaciones, la sensibilidad que le capacita para disfrutar grandes placeres sin exigir aptitudes excepcionales, no es tampoco cosa baladí. Las personas de fisiología exuberante, para quienes el más ingenioso autor es el cocinero, y las obras de más exquisito gusto se encuentran en la bodega, se entregarán a oír comunes y equívocos chascarrillos con alegría tan viva como aquella de que tan orgullosas se sienten personas de sensibilidad elevada. Un buen señor, que gusta de leer libros porque con ello concilia mejor el sueño; el comerciante, para quien todo placer es mezquino si se exceptúa el que disfruta un hombre avisado cuando calcula sus ganancias; aquel otro, que sólo ama al sexo femenino porque lo incluye entre las cosas disfrutables; el aficionado a la caza, ya sea de moscas, como Domiciano, o de fieras, como A., todos ellos tienen una sensibilidad que les permite gustar placeres a su modo, sin necesidad de envidiar otros y sin que puedan formarse idea de otros. Pero dejemos ahora esto fuera de nuestra atención. Existe, además, un sentimiento de naturaleza más fina, llamado así, bien porque tolera ser disfrutado más largamente, sin saciedad ni agotamiento, bien porque supone en el alma una sensibilidad que la hace apta para los movimientos virtuosos, o porque pone de manifiesto aptitudes y ventajas intelectuales, mientras los otros son compatibles con una completa indigencia mental. Este es el sentimiento que me propongo considerar en algunos de sus aspectos. Excluyo, sin embargo, aquella inclinación que va unida a las sublimes intuiciones del entendimiento y aquel atractivo que sabía percibir la impresión de que era capaz un Kepler cuando, como Bayle refiere, no hubiera cambiado uno de sus descubrimientos por un principado. Es esta afección excesivamente fina para entrar dentro del presente ensayo, destinado sólo a tratar la emoción sensible de que las almas más comunes son también capaces.
     Este delicado sentimiento que ahora vamos a considerar es principalmente de dos clases: el sentimiento de lo sublime y el de lo bello. La emoción es en ambos agradable, pero de muy diferente modo. La vista de una montaña cuyas nevadas cimas se alzan sobre las nubes, la descripción de una tempestad furiosa o la pintura del infierno por Milton, producen agrado, pero unido a terror; en cambie, la contemplación de campiñas floridas, valles con arroyos serpenteantes, cubiertos de rebaños pastando; la descripción del Elíseo o la pintura del cinturón del Venus en Homero, proporcionan también una sensación agradable, pero alegre y sonriente. Para que aquella impresión ocurra en nosotros con fuerza apropiada, debemos tener un sentimiento de lo sublime; para disfrutar bien la segunda, es preciso el sentimiento de lo bello. Altas encinas y sombrías soledades en el bosque sagrado, son sublimes; platabandas de flores, setos bajos y árboles recortados en figuras, son bellos.
     La noche es sublime, el día es bello. En la calma de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas atraviesa las sombras pardas y la luna solitaria se halla en el horizonte, las naturalezas que posean un sentimiento de lo sublime serán poco a poco arrastradas a sensaciones de amistad, de desprecio del mundo y de eternidad. El brillante día infunde una activa diligencia y un sentimiento de alegría. Lo sublime, conmueve; lo bello, encanta. La expresión del hombre, dominado por el sentimiento de lo sublime, es seria; a veces fija y asombrada. Lo sublime presenta a su vez diferentes caracteres. A veces le acompaña cierto terror o también melancolía, en algunos casos meramente un asombro tranquilo, y en otros un sentimiento de belleza extendida sobre una disposición general sublime. A lo primero denomino lo sublime terrorífico, a lo segundo lo noble, y a lo último lo magnífico. Una soledad profunda es sublime, pero de naturaleza terrorífica.(1)
De ahí que los grandes, vastos desiertos, como el inmenso Chamo en la Tartaria, hayan sido siempre el escenario en que la imaginación ha visto terribles sombras, duendes y fantasmas.
     Lo sublime ha de ser siempre grande; lo bello puede ser también pequeño. Lo sublime ha de ser sencillo; lo bello puede estar engalanado. Una gran altura es tan sublime como una profundidad; pero a ésta acompaña una sensación de estremecimiento, y a aquélla una de asombro; la primera sensación es sublime, terrorífica, y la segunda, noble. La vista de las pirámides egipcias impresiona, según Hamlquist refiere, mucho más de lo que por cualquier descripción podemos representarnos; pero su arquitectura es sencilla y noble. La iglesia de San Pedro en Roma es magnífica. En su traza, grande y sencilla, ocupa tanto espacio la belleza -oro, mosaico-, que a través de ella se recibe la impresión de lo sublime, y el conjunto resulta magnífico. Un arsenal debe ser sencillo; una residencia regia, magnifica, y un palacio de recreo, bello.
     Un largo espacio de tiempo, es sublime. Si corresponde al pasado, resulta noble; si se le considera en un porvenir incalculable, contiene algo de terrorífico. Un edificio de la más remota antigüedad, es venerable. La descripción hecha por Halles de la eternidad futura, infunde un suave terror; la de la eternidad pasada, un asombro inmóvil.

Capítulo II

Sobre las propiedades de lo sublime y de lo bello en el hombre en general.
     La inteligencia es sublime; el ingenio, bello; la audacia es grande y sublime; la astucia es pequeña, pero bella. «La circunspección -decía Cronwell- es una virtud de alcalde.» La veracidad y la rectitud son sencillas y nobles; la broma y la lisonja obsequiosas son finas y bellas. La amabilidad es la belleza de la virtud. La solicitud desinteresada es noble. La cortesía y la finura son bellas. Las cualidades sublimes infunden respeto; las bellas, amor. Los que sienten principalmente lo bello, sólo en casos de necesidad buscan sus amigos entre los hombres rectos, constantes y severos; prefieren tratarse con gentes bromistas, amables y corteses. Se estima a algunos demasiado para que pueda amárseles. Infunden asombro, pero están demasiado por encima de nosotros para que podamos acercarnos a ellos con la confianza del amor.
     Aquellos en quienes se dan unidos ambos sentimientos, hallarán que la emoción de lo sublime es más poderosa que la de lo bello; pero que si ésta no la acompaña o alterna con ella, acaba por fatigar y no puede ser disfrutada por tanto tiempo(2). Los elevados sentimientos a que a veces se exalta la conversación de una sociedad escogida deben tener sus intermedios de broma regocijada, y las alegrías rientes deben formar, con los rostros conmovidos y serios, el hermoso contraste en que alternan espontáneamente ambos sentimientos. La amistad presenta principalmente el carácter de lo sublime; el amor sexual, el de lo bello. La delicadeza y el respeto profundo dan, sin embargo, a éste último cierta dignidad y elevación, mientras las bromas traviesas y la confianza le acentúan el carácter bello. La tragedia se distingue, en mi sentir, principalmente de la comedia en que la primera excita el sentimiento de lo sublime, y la segunda el de lo bello. En la primera se nos muestra el magnánimo sacrificio en aras del bien ajeno, la decisión audaz y la fidelidad probada. El amor es en ella melancólico, delicado y lleno de respeto; la desdicha de los demás despierta en el espectador sentimientos compasivos y hace latir su corazón con desdichas extrañas. Nos sentimos dulcemente conmovidos y vemos íntimamente la dignidad de nuestra propia naturaleza. La comedía, en cambio, presenta sutiles intrigas, confusiones asombrosas, gentes despiertas que saben salir de apuro, tontos que se dejan engañar, bromas y caracteres ridículos. El amor no es aquí tan triste, sino alegre y confiado. Lo mismo que en otros casos, sin embargo, puede en este hacerse compatible hasta cierto grado lo noble con lo bello.
     Hasta los vicios y los defectos morales contienen a veces en sí algunos rasgos de lo sublime o de lo bello; por lo menos así aparecen a nuestro sentimiento sensible, prescindiendo del juicio que puedan merecer a ojos de la razón. La cólera de un hombre terrible es sublime; tal la de Aquiles en la Ilíada. En general, el héroe de Homero tiene una sublimidad terrible, y el de Virgilio, noble. El vengar una gran ofensa de un modo claro y atrevido tiene en sí algo de grande, y por ilícito que pueda ser, produce, al ser referido, una emoción al mismo tiempo terrorífica y placentera. Sorprendido Schach Nadir en su tienda por algunos conjurados, exclamó, según refiere Hamway, después de haber recibido ya algunas heridas, defendiéndose a la desesperada: « ¡Piedad! Os perdonaré a todos.» Uno de ellos respondió, levantando el sable: «Tú no has mostrado compasión ninguna, y tampoco la mereces.» La temeridad decidida de un granuja es muy peligrosa; pero cuando la oye uno referir, impresiona, y aunque el héroe vaya a terminar en una muerte vil, la ennoblece en cierto modo cuando marcha, a ella arrogante y despectivo. Por otro lado, en un proyecto astuto, aunque su objeto sea una picardía, hay algo fino y excita la risa. El deseo de seducir o coquetería, en un sentido delicado, es decir, de admitir las atenciones y excitarlas, es acaso censurable en una persona amable ya de por sí, pero resulta, con todo, bello y comúnmente preferible a la actitud grave y seria.
     La figura de las personas que agradan por su aspecto externo reviste, ya uno, ya el otro género de sentimiento. Una elevada estatura conquista prestigio y respeto; una pequeña, confianza. El cabello oscuro y los ojos negros tienen más afinidad con lo sublime; los ojos azules y el tono rubio, más con lo bello. Una edad avanzada se une más bien con los caracteres de lo sublime; en cambio, la juventud, con los de lo bello. Lo mismo ocurre con la diferencia de clases sociales, y hasta la indumentaria puede influir en la diferente calidad de estas impresiones, que aquí sólo tocamos de pasada. Las personas altas y de apariencia deben procurar en sus trajes la sencillez, o a lo más, la magnificencia; las pequeñas pueden usar de adornos y perifollos. A la vejez convienen los colores obscuros y la uniformidad; la juventud brilla en los colores claros y las formas de contrastes inanimados. Entre las clases sociales, a igualdad de fortuna y rango, deben los eclesiásticos mostrar la mayor sencillez, y el hombre de estado la mayor magnificencia. El chichisbeo puede adornarse como guste.
     En las circunstancias externas de felicidad existen también, por lo menos en la imaginación de los hombres, algo que cae dentro de estas emociones. Un alto nacimiento y un título inclinan a los hombres al respeto. La riqueza, aun sin merecimientos, inspira reverencia hasta a gentes desinteresadas, porque acaso les sugiere la idea de los grandes proyectos que permite realizar. Este respeto aprovecha en ocasiones a mucho rico granuja que jamás realizará tales cosas, y no tiene la menor sospecha del noble sentimiento que sólo puede hacer estimable la riqueza. Lo que acrecienta lo malo de la pobreza es el menosprecio, que ni aun con merecimientos puede ser borrado por completo, al menos ante los ojos vulgares, a no ser que rango y título engañen este sentimiento grosero y lo falseen ventajosamente para él en cierto modo.
     Nunca se encuentran en la naturaleza humana cualidades loables sin que al mismo tiempo las degeneraciones de las mismas no terminen por infinitas gradaciones en la imperfección más extrema. La cualidad de lo sublime terrible, cuando se hace completamente monstruoso, cae en lo extravagante(3). Cosas fuera de lo natural, por cuanto en ellas se pretende lo sublime, aunque poco o nada se consiga, son las monstruosidades. Quien guste de lo extravagante o crea en él, es un fantástico. La inclinación a lo monstruoso origina el chiflado (grillenfänger). Por otra parte, el sentimiento de lo bello degenera cuando en él falta por completo lo noble, y entonces se le denomina frívolo. A una persona masculina de este género, cuando es joven, se le conoce por un lechuguino; en la edad madura es un fatuo; y como lo elevado o sublime es más necesario que nunca en la vejez, resulta que un viejo verde es la más despreciable criatura de la creación, así como un joven chiflado la más antipática e insoportable. Las bromas y la jovialidad entran en el sentimiento de lo bello. Con todo, puede en ellas transparentarse bastante inteligencia, y en este sentido resultan más o menos afines con lo sublime. Aquél en cuya jovialidad esta mezcla es imperceptible, desbarra. Y si esto le sucede de continuo, acaba en mentecato. Fácilmente se advierte que también gentes avisadas desbarran a veces, y que no se necesita poco ingenio para jugar con el entendimiento sin dar alguna vez una nota falsa. Aquél cuya conversación ni divierte ni conmueve, es un fastidioso, y si además se esfuerza en conseguir ambas cosas, resulta un insípido. Cuando el insípido es, además, un envanecido, viene a parar en tonto(4).
     Con algunos ejemplos voy a hacer algo más inteligible este extraño compendio de las debilidades humanas; quien carece del buril de Hogarth tiene que suplir con la descripción las deficiencias de la expresión en el dibujo. El arrostrar audazmente los peligros por nuestros derechos, por los de la patria o por los de nuestros amigos, es sublime. Las cruzadas, la antigua caballería, eran extravagantes; los duelos, resto desdichado de ella, originado de un equivocado concepto del honor, son monstruosos. Un melancólico alejamiento del mundano bullicio a consecuencia de un fastidio legítimo, es noble. La devoción solitaria de los antiguos eremitas, era extravagante. Los conventos y los sepulcros de tal género para encerrar santos vivos, son monstruosos. El dominio de las pasiones en nombre de principios, es sublime. Las mortificaciones, los votos y otras virtudes monacales, son más bien cosas monstruosas. Entre las obras del ingenio y del sentimiento delicado, las poesías épicas de Virgilio y Klopstock, se quedan en lo noble; las de Homero y Milton, caen en lo extravagante. Las metamorfosis de Ovidio, son monstruosas, y los cuentos de hadas de la superstición francesa, son las más lamentables monstruosidades jamás imaginadas. Las poesías anacreónticas están a menudo muy cerca de lo frívolo.
     Las obras de la razón y del entendimiento penetrante, en cuanto sus objetos, encierran también algo de sentimiento, participan en cierto modo de las indicadas diferencias. La representación matemática de la magnitud inconmensurable del universo, las consideraciones de la metafísica acerca de la eternidad, de la providencia, de la inmortalidad de nuestra alma, contienen un cierto carácter sublime y majestuoso. En cambio, hay muchas sutilezas vanas que desfiguran la filosofía. La apariencia de profundidad no impide que las cuatro figuras silogísticas merezcan ser contadas entre las monstruosidades de escuela.
     En las cualidades morales sólo la verdadera virtud es sublime. Existen algunas, sin embargo, que son amables y bellas, y en cuanto armonizan con la virtud pueden ser consideradas como nobles, aunque no deba incluírselas en la intención virtuosa. El juicio sobre esto es sutil y complicado. No puede, ciertamente, denominarse virtuoso el estado de ánimo del cual se originan actos que también la virtud inspiraría, porque los motivos que inspiran tales actos, aunque casualmente coinciden con la virtud, pueden, por su naturaleza, entrar a menudo en conflicto con las reglas generales de la virtud. Una cierta blandura, que fácilmente lleva a un cálido sentimiento de compasión, es bella y amable, pues muestra una bondadosa participación en el destino de otros hombres, a la que llevan igualmente los principios de la virtud. Pero esta buena pasión es débil y siempre ciega. Supongamos que tal sentimiento os mueve a socorrer con vuestros recursos a un necesitado en ocasión en que debemos a otros, y por tanto nos incapacitamos para cumplir el estricto deber de la justicia; el acto no puede nacer de ningún principio moral, porque siguiendo éste nunca nos veríamos excitados a sacrificar una obligación superior a este ciego impulso. Si, en cambio, la general benevolencia hacia el género humano se ha convertido en un principio dentro de vosotros, al cual subordináis siempre vuestros actos, perdura entonces el amor al necesitado, pero es puesto, desde un superior punto de vista, en la verdadera relación con la totalidad de vuestros deberes. La benevolencia es un fundamento de la participación en su desdicha, pero también de la justicia, y, según la prescripción de ésta, renuncia al acta en el caso presente. Pero ocurre que al ser exaltado este sentimiento a una debida generalidad, si bien se hace sublime, resulta, en cambio, más frío. No es posible que nuestro pecho se interese delicadamente por todo hombre, ni que toda pena extraña despierte nuestra compasión. De otro modo, el virtuoso estaría, como Heráclito, continuamente deshecho en lágrimas, y con toda su bondad no vendría a ser más que un holgazán tierno(5).
     El segundo género del sentimiento bondadoso, ciertamente bello y amable, pero que no sirve de base suficiente a una verdadera virtud, es la cortesía, por la cual nos sentimos inclinados a mostrarnos agradables con los otros mediante la amistad, la aquiescencia a sus deseos y la ecuación de nuestra conducta con su manera de pensar. Este fundamento de una encantadora sociabilidad es hermoso, y tan blanda condición es señal de naturaleza bondadosa. Pero tan lejos está de ser una virtud, que si principios superiores no ponen sus barreras y lo debilitan, puede ser origen de todos los vicios. Aun sin contar que la complacencia hacia aquellos que tratamos significa a menudo la injusticia con otros situados fuera de este círculo, el hombre complaciente, si se admite sólo este estímulo, podrá tener todos los vicios, no por inclinación espontánea, sino porque vive para agradar. La afectuosa sociabilidad le convertiría en un embustero, en un holgazán, en un borracho, etcétera, etc.; pues no obra según reglas encaminadas a la buena conducta en general, sino según una inclinación, bella en sí, pero que al hallarse sin freno ni principios resulta frívola.
     La verdadera virtud, por tanto, sólo puede descansar en principios que la hacen tanto más sublime y noble cuanto más generales. Estos principios no son reglas especulativas, sino la conciencia de un sentimiento que vive en todo pecho humano, y cuyo dominio es mucho más amplio que el campo de la compasión y de la complacencia. Creo recoger todo su contenido diciendo que es el sentimiento de la belleza y la dignidad de la naturaleza humana. Lo primero es el fundamento de la benevolencia general; lo segundo, de la estimación general; y si este sentimiento alcanzase la máxima perfección en un corazón humano cualquiera, este hombre se amaría y se estimaría ciertamente a sí mismo, pero no más que en cuanto es uno de todos aquéllos a los cuales se extiende su amplio y noble sentimiento. Sólo subordinando a inclinación tan amplia las nuestras, pueden aplicarse proporcionalmente nuestros buenos instintos y producir el noble decoro que constituye la belleza de la virtud.
     En consideración a la debilidad de la naturaleza humana y del escaso poder que había de ejercer sobre el mayor número de los corazones el sentimiento ético general, ha colocado en nosotros la Providencia, como suplemento de la virtud, tales instintos auxiliares; por ellos algunos, aun sin principios, son llevados a bellas acciones, y aquéllos que los poseen no pueden recibir mayor impulso y estímulo más enérgico. La compasión y la complacencia son fundamentos de bellas acciones, que acaso serían ahogadas todas ellas por el predominio de un grosero egoísmo, pero no fundamentos inmediatos de la virtud, como hemos visto, aunque, ennoblecidas por el parentesco con ella, se les llama también virtuosas. Puedo denominarlas, por consiguiente, virtudes adoptadas y genuina virtud, a la que descansa sobre principios. Las primeras son bellas y seductoras; pero sólo la segunda es sublime y venerable. Al espíritu en que dominan las primeras sensaciones se le denomina un buen corazón, y bondadoso al hombre de tal carácter; en cambio se atribuye con justicia un noble corazón al virtuoso, según principios, y a él mismo se le llama recto. Estas virtudes adoptadas tienen, sin embargo, gran semejanza con las verdaderas virtudes, pues encierran el sentimiento de un placer inmediato en actos buenos y benévolos. Sin interés, por espontánea benevolencia, el bondadoso os tratará amistosa y cortésmente y compartirá de veras la pena de otro.
     Mas como esta simpatía moral no es todavía bastante para inspirar a los hombres indolentes acciones de utilidad general, la Providencia ha puesto en nosotros cierto sentimiento delicado que puede empujarnos a la acción o servir de contrapeso al grosero egoísmo y al vulgar deseo de placeres. Es el sentimiento del honor, y su resultado, la vergüenza. La opinión que de nuestro valer tengan los demás y su juicio sobre nuestros actos, es un móvil de gran importancia, y nos lleva a muchos sacrificios. Lo que gran parte de los hombres no habría hecho por impulsos de espontánea bondad ni por principios, se hace bastante a menudo merced al prestigio aparente de una preocupación muy útil, aunque en sí muy superficial, como si el juicio de los demás determinase nuestro valor y el de nuestros actos. Lo que acontece, obedeciendo a este impulso, no es de ningún modo virtuoso, y de ahí que quien desea ser tenido por tal, oculte cuidadosamente tal motivo. Esta inclinación no tiene tampoco tanta afinidad con la genuina virtud como la bondad de corazón, porque no puede ser movida inmediatamente por la hermosura de los actos, sino por lo que éstos representan ante los ojos ajenos. Con todo, como el sentimiento del honor es delicado, puedo denominar resplandor de la virtud aquello análogo a lo virtuoso que por él es ocasionado.
     Si comparamos los espíritus de los hombres según en ellos predomina uno de estos géneros de sentimiento determinando el carácter moral, encontramos que cada uno de ellos se halla en próxima afinidad con uno de los temperamentos, tal como se les divide comúnmente; pero de tal suerte que, además, correspondería al flemático una mayor carencia de sentimiento moral. Y no quiero decir con esto que la nota principal en el carácter de estas distintas especies de espíritus, corresponda a los indicados rasgos, pues aquí no consideramos sentimientos más groseros, por ejemplo: el de egoísmo, el del placer vulgar, etc., y tales inclinaciones son las observadas con preferencia en la división corriente; sino que los más finos sentimientos morales aquí considerados son susceptibles de unirse más fácilmente con uno o con otro temperamento, y de hecho van unidos en los más casos.
     Un íntimo sentimiento de la belleza y la dignidad de la naturaleza humana, y un ánimo seguro y vigoroso para referir a esto, como fundamento general, todas las acciones, son serios y no se asocian bien con una alegría volandera ni con la inconstancia de un hombre ligero. Y hasta se halla cerca de la honda melancolía (Schwermut), una dulce y noble sensación, en cuanto se funda sobre aquel temor que siente un alma limitada cuando, llena de un gran proyecto, ve los peligros que debe vencer y tiene ante la vista la grave aunque grande victoria del dominio de sí mismo. La genuina virtud, según principios, encierra en sí algo que parece coincidir con el temperamento melancólico en un sentido atenuado.
     El carácter bondadoso, una condición bella y sensible, para ser en casos particulares conmovido de una manera compasiva y benévola, está muy sujeto al cambio de las circunstancias, y por no descansar el movimiento del alma sobre un principio general, toma fácilmente formas diferentes, según ofrecen los objetos uno u otro aspecto. Y como esta inclinación se encamina a lo bello, parece susceptible de unirse, sobre todo, con el temperamento denominado sanguíneo, que es volandero y dado a las diversiones. En este temperamento debemos buscar las simpáticas cualidades que hemos denominado virtudes adoptadas.
     El sentimiento del honor es, desde luego, reconocido como característica de la complexión colérica, y las consecuencias morales de este delicado sentimiento, que casi siempre sólo se preocupa del brillo, nos presentarán rasgos para la descripción de este carácter.
     En hombre alguno faltan huellas de sentimientos delicados; pero una gran ausencia de ellos, calificada comparativamente de insensibilidad, aparece en el carácter del flemático, y hasta los impulsos más vulgares, como el deseo de dinero, etc., suele negársele. Nosotros podemos abandonarle esta inclinación, junto con otras análogas, porque caen fuera de nuestro plan.
     Examinemos ahora las sensaciones de lo sublime y lo bello, principalmente en cuanto son morales, bajo la admitida división de los temperamentos.
     No se llama melancólico a un hombre porque, substrayéndose a los goces de la vida, se consuma en una sombría tristeza, sino porque sus sentimientos, intensificados más allá de cierto punto dirigido, merced a determinadas causas, en una falsa dirección, acabarían en esta tristeza más fácilmente que los de otros. Este temperamento tiene, principalmente, sensibilidad para lo sublime. Aun la belleza, a la cual es igualmente sensible, no le encanta tan sólo, sino que, llenándole de asombro, le conmueve. El placer de las diversiones es en él más serio; pero, por lo mismo, no menor. Todas las conmociones de la sublime tienen algo más fascinador en sí que el inquieto encanto de lo bello. Su bienestar será, más bien que alegría, una satisfacción tranquila. Es constante. Esto les mueve a ordenar sus sensaciones, bajo principios, y tanto menos están sujetas a la inconstancia y al cambio cuanto más general es el principio al cual se hallan subordinadas, y más amplio, por tanto, el elevado sentimiento al cual se subordinan los inferiores. Todos los motivos particulares de las inclinaciones están sujetos a muchas excepciones y cambios si no son derivados de tal fundamento superior. El alegre y afectuoso Alcestes dice: «Amo y estimo a mi mujer porque es bella, cariñosa y discreta.» ¡Cómo! ¿Y si, desfigurada por la enfermedad, agriada por la vejez y pasado el primer encanto, dejase de parecerte más discreta que cualquier otra? Cuando el fundamento ha desaparecido, ¿qué puede resultar de la inclinación? Tomad, en cambio, el benévolo y sesudo Adrasto, que pensaba para sí: «Tengo que tratar a esta persona con amor y respeto porque es mi mujer.» Tal manera de pensar es noble y magnánima. Ya pueden los encantos fortuitos alterarse; siempre continúa siendo su mujer. El noble motivo permanece y no está tan sujeto a la inconstancia de las cosas exteriores. De tal calidad son los principios, en comparación con impulsos originados sólo de ocasiones particulares, y así es el hombre de principios, al lado de aquel al cual sobreviene una inspiración buena y afectuosa. Y lo mismo, diríamos si el secreto lenguaje de su corazón se expresara de esta suerte. «Tengo que auxiliar a ese hombre porque sufre; no porque acaso sea amigo o conocido mío, ni porque le considere capaz de agradecérmelo después. Ahora no es tiempo de hacer distingos ni detenerse en cuestiones: es un hombre, y lo que daña a los hombres también a mí me toca.» Desde este momento su conducta se apoya en el supremo fundamento dentro de la naturaleza humana, y es sublime en grado sumo, tanto por la invariabilidad como por la generalidad de sus aplicaciones.
     Continúo mis observaciones. El hombre de carácter melancólico se preocupa poco de los juicios ajenos, de lo que otras tienen por bueno o verdadero, se apoya sólo en su propia opinión. Como en él los móviles toman el carácter de principios, no puede ser fácilmente llevado a otras ideas. Su firmeza degenera a veces en obstinación. La amistad es sublime, y, por tanto, apropiada a sus sentimientos. Puede acaso perder un amigo inconstante, pero éste no le pierde a él tan pronto. Aun el recuerdo de la amistad extinguida sigue siendo para él respetable. La locuacidad es bella; la taciturnidad meditativa es sublime. Sabe guardar bien sus secretos y los ajenos. La veracidad es sublime, y él odia mentiras y fingimientos. Siente con viveza la dignidad de la naturaleza humana. Se estima a sí mismo y tiene a un hombre por una criatura que merece respeto. No sufre sumisión abyecta, y su noble pecho respira libertad. Toda suerte de cadenas le son odiosas, desde las doradas que en la corte se arrastran hasta los pesados hierros del galeote. Es un rígido juez de sí mismo y de los demás, y a menudo siente disgusto de sí mismo y del mundo.
     En la degeneración de este carácter, la seriedad se inclina a la melancolía, la devoción al fanatismo, el celo por la libertad al entusiasmo. La ofensa y la injusticia encienden en él deseos de venganza. Es muy temible entonces. Desafía el peligro y desprecia la muerte. Falseado su sentimiento y no serenado por la razón, cae en lo extravagante: sugestiones, fantasías, ideas fijas. Si la inteligencia es aún más débil, incurre en lo monstruoso: sueños significativos, presentimientos, señales milagrosas. Está en peligro de convertirse en un fantástico o en un chiflado.
     El de carácter sanguíneo tiene predominante sensibilidad para lo bello. Sus alegrías son, por tanto, rientes y vivas. Si no está alegre es que se halla disgustado; conoce poco la calma satisfecha. La variedad es bella, y él gusta del cambio. Busca la alegría en sí mismo y en torno suyo; regocija a los demás, y su compañía es grata. Comparte fácilmente el estado moral ajeno. La alegría de los otros le contenta, y el dolor le enternece. Su sentimiento moral es bello, pero sin principios, y obedece siempre a las impresiones momentáneas que los objetos en él producen. Es amigo de todos los hombres, o lo que es lo mismo, nunca propiamente un amigo, aunque sea de verdad bondadoso y benévolo. No finge. Hoy os tratará con su afecto y cortesía peculiares; mañana, si estáis enfermos u os sobreviene una desgracia, mostrará un interés verdadero, no hipócrita, pero se escurrirá suavemente hasta que las circunstancias hayan pasado. Nunca debe ser juez. Las leyes son para él, comúnmente, demasiado rígidas, y se deja sobornar por las lágrimas. Es un tipo curioso, nunca completamente bueno y nunca completamente malo. Comete excesos y es vicioso, más por complacencia que por inclinación. Es liberal y benéfica, pero lleva mal la cuenta de lo que debe, porque si es muy sensible para el bien, lo es muy poco para la justicia. Nadie tiene tan buena opinión de su propio corazón como él. Aunque no le estiméis mucho no podéis menos de amarle. El mayor peligro de su carácter es caer en lo frívolo, y entonces es alocado e infantil. Si la edad no disminuye acaso la vivacidad o le infunde más juicio, está en peligro de convertirse en un viejo verde.
     Aquel cuyo carácter es calificado de colérico, tiene sensibilidad predominante para el género de lo sublime que se puede denominar magnífico. Es sólo el brillo de la sublimidad, un color llamativo que oculta, engañando e impresionando con la apariencia, el contenido íntimo de la persona o cosa, acaso malo o vulgar en sí mismo. Así como un edificio cubierto por una pintura que imita la piedra produce una impresión tan noble como si fuese verdad, y así de igual modo que las molduras y pilastras empotradas sugieren la idea de firmeza, aunque tengan poca consistencia y nada sostengan, lo mismo brillan las virtudes de hojalata, el similor de sabiduría y los méritos pintados.
     El colérico considera su propio valor y el de sus cosas y actos según el prestigio o la apariencia de que se revistan a los ojos de los demás. Con respecto a la íntima calidad o a los motivos que el objeto mismo encierra, se muestra frío, ni encendido por verdadera benevolencia, ni conmovido por el respeto(6). Su conducta es artificiosa. Ha de saber tomar toda clase de puntos de vista para juzgar el efecto que produce según la distinta posición del espectador, pues no se pregunta lo que él es, sino lo que parece. Por eso ha de conocer bien la manera de conquistar la aprobación general y las apreciaciones que ha de suscitar fuera de él su conducta. La sangre fría que esta fina atención requiere para no ser cegada por el amor, la compasión y el interés, le sustrae también a muchas locuras y contrariedades, en las cuales cae un sanguíneo, arrebatado por su sensibilidad espontánea. Por eso parece más razonable de lo que realmente es. Su benevolencia es cortesía; su respeto, ceremonia; su amor, meditada adulación. Está siempre lleno de sí mismo cuando toma la actitud de enamorado y de amigo, y no es nunca ni lo uno ni lo otro. Gusta de brillar con las modas; pero como todo en él es artificioso y trabajado, se muestra en ello rígido y torpe. Su conducta obedece más a principios que la del sanguíneo, sólo movido por impresiones ocasionales; pero no son principios de la virtud, sino del honor, y no es nada sensible a la belleza o al valor de los actos, sino al juicio que el mundo pronunciara sobre ellos. Como su proceder, si no se considera la fuente de donde brota, resulta casi tan beneficioso a la generalidad como la virtud, obtiene del espectador común tan elevada estima como el virtuoso; pero se oculta cuidadosamente de ojos más sutiles, pues sabe que si descubren el escondido resorte del honor, desaparecerá también el respeto que se le muestra. Recurre, por tanto, con frecuencia al fingimiento; en religión es hipócrita; en el trato, adulador; en política, versátil, según las circunstancias. Se complace en ser esclavo de los grandes para después ser tirano de los humildes. La ingenuidad esta noble o bella sencillez que lleva en sí el sello de la naturaleza y no del arte, le es completamente extraña. Por eso cuando su gusto degenera, su brillo resulta chillón; esto es, desagradablemente jactancioso. Cae entonces, tanto en su estilo como en sus adornos, en el galimatías -lo exagerado-, una especie de monstruosidad que es a lo magnífico lo que lo extravagante o chiflado con relación a lo sublime serio. En las ofensas acaba pronto en duelos o procesos y en las relaciones ciudadanas, gusta de antepasados, preeminencias y títulos. Mientras sólo es vanidoso, es decir, mientras busca honor y se esfuerza en hacerse visible, puede ser todavía soportado; pero cuando totalmente falto de verdaderas cualidades y méritos se pavonea orgulloso, viene a parar en lo que él menos quisiera, esto es, en un necio.
     Puesto que en el compuesto flemático no suelen aparecer ingredientes de lo sublime y de lo bello en un grado particularmente apreciable, cae este carácter fuera del círculo de nuestro examen.
     Sea cualquiera el género de las sensaciones tan delicadas de que hemos tratado hasta aquí, sublimes o bellas, sufren el destino común de aparecer como falsas y absurdas a los ojos de todo aquel cuya sensibilidad no concuerda con ellas. El hombre de aplicación tranquila y egoísta no tiene, por decirlo así, órganos para sentir el rasgo noble en una poesía o en una virtud heroica; lee con más gusto un Robinsón que un Grandisón, y tiene a Catón por un necio testarudo. De igual modo a personas de carácter algo serio parece frívolo aquello que para otras es encantador, y la juguetona ingenuidad de una acción pastoril les parece insignificante e insípida. Aunque no falte por completo una sensibilidad apropiada, los grados de ella son muy diferentes, y se ve que uno encuentra noble y digno algo que para otros resulta extravagante, aunque sea grande. Las ocasiones que se ofrecen en cosas no morales para atisbar algo del sentimiento del prójimo, pueden darnos coyuntura para decidir también con bastante verosimilitud, su sensibilidad, con relación a las cualidades superiores de su espíritu y aun las de su corazón. El que se fastidia oyendo una hermosa música, hace sospechar mucho que las bellezas de la literatura o los encantos del amor no ejercerán poder sobre él.
     Hay un cierto espíritu de las pequeñeces (esprit des bagatelles) que muestra una especie de sensibilidad delicada, pero dirigida precisamente a lo contrario de lo sublime. Es el gustar de algo por ser muy artificioso y difícil, versos que pueden leerse hacia abajo y hacia arriba, enigmas, relojes diminutos, cadenas sueltas, etc.; el gustar de todo lo que está medido y ordenado de una manera minuciosa, aunque sea sin utilidad, por ejemplo: de libros primorosamente colocados en largas filas dentro de la estantería, y una cabeza vacía que los contempla llena de satisfacción; habitaciones adornadas como cajas ópticas, lavadas con limpieza meticulosa, y dentro, un dueño inhospitalario y gruñón, que las habita; de todo lo que es raro, por poco valor que en sí pueda tener; la lámpara de Epicteto, un guante de Carlos XII. En cierto modo, el afán de atesorar dinero cae dentro de esto. Puede sospecharse que si tales personas cultivasen las ciencias, se convertirán en chifladas, y que en las costumbres carecerán de sentimiento para lo que de una manera libre es bello y noble.
     No se tiene razón cuando se acusa a quien no ve el valor o la hermosura de lo que nos conmueve o encanta, de no entenderlo. Trátase aquí no tanto de lo que el entendimiento comprende como de lo que el sentimiento experimenta. Tienen, sin embargo, las facultades del alma tan grande conexión entre sí, que, las más veces, de las manifestaciones de la sensibilidad pueden deducirse las condiciones intelectivas. Vanas resultarían las dotes intelectuales para quien al mismo tiempo no tuviese un vivo sentimiento de lo bello y lo noble, sentimiento que sería el móvil de aplicarlas bien y con regularidad(7).
     Es corriente denominar sólo útil a lo que satisface nuestra más grosera sensibilidad, lo que puede proporcionarnos abundancia en comida y bebida, lujo en el vestido y los muebles y esplendidez en la hospitalidad, aunque no comprendo por qué lo deseado por mis más vivos sentimientos no se ha de contar igualmente entre las cosas útiles. Pero, aun admitiéndolo, aquél en quien predomina el interés personal es un hombre con el cual nunca se ha de sutilizar sobre el buen gusto. Por este principio, una gallina resulta mejor que un papagayo; una cazuela, más útil que un vaso de porcelana; todos los ingenios del mundo no igualan el valor de un labrador, y los esfuerzos por averiguar la distancia de las estrellas fijas pueden ser aplazados hasta que sepamos de qué manera el arado ha de ser más ventajosamente conducido. Pero ¡qué locura abandonarse a tal disputa cuando es imposible llegar a sensaciones análogas, porque tampoco es análoga la sensibilidad! Con todo, el hombre de más rudos y vulgares sentimientos podrá percibir que los encantos y agrados de la vida, al parecer más superfluos, acaparan nuestra mayor diligencia, y que nos quedarían pocos móviles para los variados esfuerzos de la vida si pretendiéramos suprimirlos. De igual modo, nadie hay tan grosero que no sienta que un acto moral, por lo menos para con el prójimo, tanto más conmueve cuanto más se aleja del interés propio y cuanto más en él resaltan motivos nobles.
     Cuando observo alternativamente el lado noble y el débil de los hombres, me acuso a mí mismo de no poder tomar el punto de vista desde el cual estos contrastes se funden en el gran cuadro de la naturaleza humana, como en un conjunto impresionante. Comprendo que, en las líneas generales de la gran naturaleza, estas grotescas situaciones no pueden menos de tener una significación noble, aunque seamos demasiado miopes para contemplarlas por este aspecto. En una rápida ojeada sobre el asunto, me parece, sin embargo, observar lo siguiente: los hombres que obran según principios, son muy pocos, cosa que hasta es muy conveniente, pues con facilidad estos principios resultan equivocados, y entonces el daño que se deriva llega tanto más lejos cuanto más general es el principio y más firme la persona que lo ha adoptado. Los que obedecen a bondad espontánea son muchos más, y está bien, aun cuando no pueda ser contado como un mérito particular de la persona. Estos instintos virtuosos fallan a veces; mas, por término medio, cumplen perfectamente el gran propósito de la naturaleza, lo mismo que los demás instintos, merced a los cuales se mueve con tanta regularidad el mundo animal. Los que, como único punto de referencia para sus esfuerzos, tienen fija ante los ojos su adorada persona y procuran hacer girar todo en torno de su egoísmo, como eje mayor, son los más, y esto viene a resultar también muy beneficioso; ellos, en efecto, son los más inteligentes, ordenados y precavidos; dan consistencia y firmeza al todo, y, sin proponérselo, son útiles en general en cuanto facilitan las necesidades imprescindibles y preparan las bases sobre las cuales las almas delicadas pueden extender la hermosura y la armonía. Finalmente, la pasión por el honor se halla extendida en el corazón de todos los hombres, aunque en medida diferente, y presta al conjunto una encantadora belleza, rayana en lo maravilloso. Aunque el deseo de honor es una loca quimera cuando se convierte en regla a la cual se subordinan las demás inclinaciones, como impulso concomitante resulta muy útil. Cada cual al realizar sus actos en el gran escenario social, según sus inclinaciones dominantes, se ve movido por un secreto impulso a tomar mentalmente un punto de vista fuera de sí mismo para juzgar la apariencia de su conducta, tal como se presenta a la vista del espectador. Los diversos grupos se unen así en un cuadro de expresión magnífica, donde la unidad se transparenta en la grande diversidad y el conjunto de la naturaleza moral se muestra en sí bello y digno.

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