Una historia crítica de la psicología
Nikolas Rose
Fenomenotécnia
Permítanme empezar con una reflexión acerca de lo que significa argumentar que el objeto de conocimiento “se construye”. Los ensayos de Gaston Bachelard sobre la física cuántica, la relatividad y la geometría no euclidiana nos pueden ayudar a abordar esta cuestión (Bachelard, [1934] 1984: todas las citas que siguen a continuación provienen de págs. 12-13). Al igual que Nietzsche, para Bachelard “todo lo que es decisivo no nace sino ‘a pesar de’. [...] Toda verdad nueva nace a pesar de la evidencia; toda experiencia nueva se adquiere a pesar de la experiencia inmediata”. Para Bachelard, eso significa que la actividad de la ciencia se ocupa de la “construcción” de nuevos campos de objetividad científica: la ciencia implica una ruptura con lo dado, con el mundo que la experiencia parece revelarnos. En El nuevo espíritu científico, Bachelard argumenta que la razón científica es necesariamente una ruptura con lo empírico. Según él, la ciencia no debe ser entendida como una fenomenología, sino como “fenomenotecnología”: “Lo instructivo en ella proviene de una construcción”. Es decir que la ciencia no es un mero reflejo o racionalización de la experiencia. Bachelard es a la vez descriptivo y normativo cuando dice que la ciencia supone el intento de producir en la realidad, mediante la observación y la experimentación, aquello que ya se produjo en el pensamiento. En el pensamiento científico, “la meditación sobre el objeto por parte del sujeto siempre toma la forma de proyecto [...] La observación científica es siempre una observación polémica; confirma o rechaza una tesis anterior, un modelo preexistente, un protocolo de observación”. La experimentación es esencialmente un proceso por el cual las teorías se materializan a través de medios técnicos porque “desde que se pasa de la observación a la experimentación, el carácter polémico del conocimiento se hace todavía más neto. Es preciso, entonces, que el fenómeno sea cernido, filtrado, depurado, colado por los instrumentos; en efecto, bien podrían ser los instrumentos los que producen los fenómenos desde el principio. Ahora bien, los instrumentos no son más que las teorías materializadas”. Entonces, para Bachelard, la realidad no debe ser entendida como algo dado primitivo: “toda revolución fructífera obligó a hacer un estudio profundo de las categorías de lo real” (Ibídem, 134). En efecto, la noción bachelardiana de los obstáculos epistemológicos y su proyecto de un “psicoanálisis” de la razón científica parten de su mandato de que la ciencia necesita ejercer una vigilancia constante contra la seducción de lo empírico, la atracción de lo dado que funciona como un impedimento para la imaginación científica. Ese imperativo revela una diferencia fundamental con los analíticos “angloamericanos” del “construccionismo”. Muchos construccionistas angloamericanos contemporáneos buscan revelar el carácter constructivo del conocimiento científico para poder “deconstruirlo”. Señalan las formas en que se produce la realidad científica por medio de instrumentos en los cuales están implícitas las teorías, técnicas y dispositivos de inscripción en un ataque “irónico” e incluso “demoledor” a la idea misma de la ciencia. Sin embargo, para disgusto de aquellos que proponen esas teorías, dicha crítica a la ciencia paradójicamente rescata al empirismo: se fundamenta en el mismo territorio que busca censurar. Porque sus colores radicales dependen del mantenimiento de un ideal de la verdad como aquello que estaría fundamentado en lo empírico. Sólo sobre ese principio puede fustigar todas las pretensiones de verdad que no están fundamentadas de ese modo; que están basadas en observaciones coloreadas por teorías y aparatos, en una “interpretación” que depende de supuestos, en la atribución de “procesos mentales” que van más allá de la información visible y audible en los intercambios humanos. Pero dentro de la tradición más sobria de Bachelard, señalar la naturaleza construida de la objetividad científica no es estorbar ni demoler el proyecto de la ciencia, no es “ironizar” sobre él ni “deconstruirlo”, sino definirlo. En contraposición a todas las formas de empirismo, ya sea que estén fundamentadas filosóficamente o apoyadas en una valorización del conocimiento “vulgar” y la “experiencia cotidiana”, para Bachelard, la realidad científica no se condice con el “pensamiento cotidiano”: a su objetividad se llega y no se la “experimenta” meramente. La realidad científica contemporánea —y esto se aplica a una ciencia como la psicología tanto como a cualquier otra— es el resultado ineludible de las categorías que usamos para pensarla, de las técnicas y procedimientos que usamos para ponerla de manifiesto y de las herramientas estadísticas y modos de prueba que usamos para justificarla.
Desde esa perspectiva, argüir que los objetos que aparecen dentro de una esfera particular del conocimiento son construidos no equivale a una deslegitimación de sus pretensiones científicas. Es meramente el principio mediante el cual nos volvemos capaces de plantear cuestiones con respecto a los medios de construcción de esas nuevas esferas de objetividad y sus consecuencias. Y es aquí de donde puede derivarse una segunda enseñanza de los argumentos de Bachelard. La construcción no es una cuestión de “discurso” o de lenguaje, es una cuestión técnica y práctica (Hacking, 1990). Esa línea de pensamiento bachelardiano es la que siguieron estudios recientes de la ciencia como técnica, como pertinente a laboratorios, aparatos, inscripciones, tablas, gráficos, experimentos, técnicas, tipos de juicios, divulgación del conocimiento a través de dispositivos institucionales como publicaciones y conferencias, como algo que tiene que ver con lo retórico y con otros procedimientos que estabilizan los hechos y las explicaciones (véase especialmente Latour, 1988). Los objetos de una ciencia — la psicología no es la excepción— adquieren existencia gracias al entramado de esos elementos en una red compleja y heterogénea, muchas de cuyas partes tienen otro origen y se estabilizan encerrándolas en otros circuitos de actividad, técnica y artefactos. Las actividades que llamamos ciencia, así como los objetos de conocimiento y sistemas de explicación y juicio que producen no son, por lo tanto, meras cuestiones de elaboración de sistemas de significación. De ahí que sea inútil buscar “deconstruirlos” revelando los procesos de los que dependen sus pretensiones de verdad: lo indecible puede estar situado en el corazón del conocimiento, pero no es ni su origen ni su sentencia de muerte.
Una tendencia construccionista en la psicología crítica se concentró en el despliegue de términos para entidades psicológicas tales como emociones, sentimientos y actitudes, entre otras, en los intercambios lingüísticos entre los actores humanos (véase, por ejemplo, Potter y Wetherell, 1984). Tales enfoques retratan a los individuos como agentes que buscan llevar adelante su vida con la ayuda de los recursos de construcción de sentido que tienen a su disposición, especialmente los del lenguaje, aunque sin duda, frecuentemente no son conscientes de cómo lo hacen ni de las convenciones y repertorios que los restringen. En esos enfoques, la construcción psicológica de la realidad se estudia mediante el análisis de conversaciones de diversos tipos —entre legos, o entre legos y profesionales—: se estudia la secuencia, el orden de turnos, las categorías de pertenencia dentro de esas transcripciones; se procura averiguar de qué manera las partes construyeron mutuamente una versión de los sucesos que implica ciertos tipos de explicación, los cuales postulan una forma específica de yo perturbado, o un yo con emociones o actitudes, subyacente a los sucesos, y luego se aduce a ese yo como explicación de tales sucesos. Esos análisis hacen hincapié en la flexibilidad de los recursos a los que los participantes recurrieron, en las características contextuales y deícticas1 de gran parte de la conversación y en las diversas formas en que las personas se construyeron a sí mismas o fueron construidas por sus interlocutores para atribuir culpa, para excusar, para dar crédito a sus propios yoes o desacreditarlos (véase Burman y Parker, 1994). Pero las líneas de investigación aquí sugeridas implican que existen condiciones de construcción de sentido que van más allá del sujeto hablante y aquello que se dice. Esas condiciones son las que hacen posible que una persona asuma el rol de sujeto hablante, que se identifique a sí misma con el “yo” del propio discurso, el conjunto de relaciones secuenciales, de sustitución, de asociación y diferenciación que permiten que una secuencia específica de sonidos tenga sentido (véase Benveniste, 1971, particularmente el capítulo 21; ampliaré este argumento en el capítulo 8). Los discursos no son meros “sistemas de significación”, sino que están plasmados en asociaciones y dispositivos técnicos complejos y prácticos que proporcionan “lugares” que los seres humanos deben ocupar si quieren tener la categoría de sujetos de una clase particular, y que inmediatamente los posicionan en ciertas relaciones mutuas y con el mundo del que hablan (Foucault, 1972a).
Los análisis enfocados desde esa perspectiva se realizan bajo los auspicios epistemológicos y metodológicos radicalmente diferentes de la tradición angloamericana. Primero, hay un cuestionamiento de la primacía de “lo que se dice” en provecho de las condiciones que hacen que ciertas formas de enunciado sean posibles e inteligibles. Como dijo Michel Foucault en otro contexto: “¿Qué importa quién está hablando? Alguien dijo [...]” (Foucault, 1969). Hay, además, un cuestionamiento que podríamos denominar la “metafísica de la presencia”, doctrina epistemológica que respalda el construccionismo angloamericano y que conduce al fetichismo de lo que se dice —lo audible, que parece estar inmediatamente presente en la consciencia o en la experiencia del sujeto y del analista por igual— y al menosprecio por la explicación, que va más allá la “evidencia empírica”. Porque lo que está presente en forma de sonido, de afirmación, de signo, tiene sentido y es inteligible sólo en relación con un conjunto de relaciones discursivas y técnicas que están ausentes, pero que hacen que ese enunciado sea posible. De ahí que haya un cuestionamiento mayor aún del privilegio otorgado al sujeto humano en este asunto de la construcción: debe consagrarse primordialmente el análisis a las relaciones que brindan la posibilidad de actuar como un sujeto hablante de un tipo particular. Más positivamente, esos análisis insisten en que la psicología no debe entenderse como un sistema de significación ni como un “discurso”, sino como algo tecnológico. Este término debe entenderse en el mismo sentido que usé con anterioridad. Así, con tecnología quiero decir un conjunto de artes y destrezas que implica la vinculación de pensamientos, afectos, fuerzas, artefactos y técnicas que no solamente fabrican y manipulan al ser, sino que, fundamentalmente, lo ordenan, lo enmarcan, lo producen, lo hacen pensable como un cierto modo de existencia que debe abordarse de una manera específica. La psicología es tecnológica en varios sentidos. Primero, creo útil considerar el lenguaje mismo —y por ende, el lenguaje de la psicología— como constitutivo de ciertas “técnicas intelectuales”, como algo que hace pensable la realidad de manera específica mediante su orden, su clasificación y segmentación y mediante el establecimiento de relaciones entre los elementos, permitiendo que la realidad se vuelva maleable para el pensamiento. El lenguaje — en este caso, las teorías, los conceptos, las entidades y las explicaciones psicológicas — constituye una especie de mecanismo intelectual que puede hacer que el mundo sea maleable para el pensamiento, pero sólo mediante ciertas descripciones. Además, la psicología, al igual que otras disciplinas, no es meramente un complejo de lenguaje, sino un conjunto de técnicas de inscripción, procedimientos para introducir aspectos del mundo en la esfera de lo pensable en forma de observaciones, gráficos, cifras, tablas, diagramas y anotaciones de varios tipos (Lynch, 1985; Latour, 1986b; véase mi debate en el capítulo 5). Todo ello “compone” los objetos del discurso psicológico haciéndolos notables de manera particular. Tercero, la psicología está intrínsecamente vinculada a las “tecnologías humanas”. Forma parte de la racionalidad práctica de “ensamblamientos” que buscan actuar sobre los seres humanos para determinar su conducta en direcciones específicas; “ensamblamientos” tales como el del sistema jurídico, de la educación, de la crianza de los niños e, incluso, de la orientación espiritual. Es decir, la realidad histórica de las entidades psicológicas no emerge de una esfera prediscursiva de la naturaleza ni de mutaciones culturales en los patrones de significación, sino de la organización técnica y práctica de procedimientos para pensar, inscribir e intervenir sobre los seres humanos en los “ensamblamientos” heterogéneos del pensamiento y la acción. Entonces, ¿cómo se debe proceder con semejante investigación crítica de la construcción práctica, técnica y discursiva de las entidades psicológicas?
Regímenes de verdad
Por profunda que sea su comprensión del carácter técnico y material de la actividad científica, el modelo de Bachelard es poco riguroso cuando se trata de explicar el proceso de construcción de la objetividad psicológica. La verdad no es tan solo el resultado de la construcción, sino también del cuestionamiento. Existen batallas acerca de la verdad en las que la evidencia, los resultados, los argumentos, las experiencias de laboratorio, el estatus y muchos otros elementos se despliegan como recursos en un intento por ganar aliados y lograr que algo ingrese en el campo de lo verdadero (véase Foucault,1972a, 1972b, 1978; Latour, 1988). La verdad, entonces, siempre se instala por medio de actos de violencia. Entraña un proceso social de exclusión en el que los argumentos, la evidencia, las teorías y las convicciones son empujadas hacia los márgenes, no permitidas en el campo de “lo verdadero”. Para dar un ejemplo de este proceso, basta remitirnos a las “batallas por la verdad” que caracterizaron la relación entre la psicología y el psicoanálisis en diferentes territorios nacionales: batallas acerca del estatuto de las teorías, los resultados, los descubrimientos y los profesionales que ejercían la disciplina. Estas batallas acerca de la verdad no son abstractas ya que la verdad se encarna en las formas materiales. Para ser parte de lo verdadero, los hechos y los argumentos deben ser admitidos en complejos aparatos de verdad (por ejemplo, publicaciones académicas, conferencias, etcétera) que imponen sus propias normas y estándares a la retórica de la verdad. La verdad entraña una práctica de alianzas y de persuasión, tanto dentro como fuera de cualquier régimen disciplinario, proceso en el cual se puede conseguir un auditorio para la verdad. También entraña un modo de existencia humana dentro del cual esa verdad pueda ser factible y operativa. Desde esta perspectiva, podemos explorar las condiciones particulares que permitieron el ingreso de los argumentos psicológicos en el campo de “lo verdadero”. La noción de “traducción”, desarrollada en la investigación de Bruno Latour y Michel Callon, es útil para comprender estos procesos: “Por traducción entendemos todas las negociaciones, intrigas, cálculos, actos de persuasión y de violencia, por medio de los cuales un actor o fuerza adquiere, o logra que se le confiera autoridad para hablar o actuar en nombre de otro actor o fuerza: ‘Tenemos los mismos intereses’, ‘Haz lo que yo quiero’, ‘No lo lograrás sin mí’” (Callon y Latour, 1981, pág. 279). Callon y Latour sugieren que, a través de tales procesos de traducción, entidades y agentes muy diversos (investigadores de laboratorio, profesores universitarios, profesionales y autoridades sociales) llegan a vincularse (Callon, 1986; Latour, 1986b). Actores que se encuentran en escenarios separados en el tiempo y el espacio conforman una red, al punto que llegan a comprender su situación con arreglo a cierto lenguaje y cierta lógica, y a interpretar sus metas y su destino como algo, en cierto modo, inextricable. Comprender la “construcción de lo psicológico”, por cierto, requiere una investigación de las maneras en que se formaron las redes que operaban dentro de cierto régimen “psicológico” de verdad. Sin embargo, considero que Callon y Latour simplifican excesivamente este proceso, ya que sugieren que las redes siempre se establecen a partir de una “voluntad de poder” por parte de actores individuales o colectivos, y que implican un ejercicio de “dominación” llevado a cabo por centros particulares (véase Latour, 1984). Pero estas “batallas por la verdad” no son “juegos de suma cero” en los que lo que pierde una parte, lo gana la otra. Más precisamente, a través de una serie de seducciones, asociaciones, problematizaciones y maquinaciones, ciertas formas de pensamiento y acción se propagan porque se presentan como soluciones a los problemas y a las decisiones que encaran los actores en diversos escenarios (véase Miller y Rose, 1994). Sin embargo, Callon y Latour están en lo cierto cuando rechazan las explicaciones de tales procesos planteadas en términos de la noción insípida de “difusión de ideas” o de la noción cínica de la satisfacción de “intereses sociales”. El estudio minucioso de la relación entre el avance de la psicología en estos terrenos prácticos y la psicología de laboratorio, llevado a cabo por Kurt Danziger, ilustra claramente algunos de los procesos políticos y retóricos por medio de los cuales se formaron tales alianzas, y también sus consecuencias en cuanto a lo que se considera conocimiento psicológico válido (Danziger 1990). Hay un trabajo político y retórico en la construcción de una “traducibilidad” entre el laboratorio, el libro de texto, el manual, el curso académico, la asociación de profesionales, la sala de un tribunal, la fábrica, la familia, el batallón, etcétera: los diferentes loci para la elaboración, utilización y justificación de afirmaciones psicológicas (véanse los ensayos recopilados en Morawski, 1988a).
En el caso de la psicología, distinguimos diferentes tácticas a través de las cuales la traducción se llevó a cabo, estabilizando el pensamiento psicológico y creando un territorio psicológico simultáneamente. Primero, este proceso implicó persuasión, negociación y pugna entre autoridades sociales y conceptuales, con todos los cálculos y balances que se podrían esperar. Segundo, implicó la creación de un modo de percepción en el que ciertas entidades y eventos llegan a visualizarse conforme a imágenes o patrones específicos. Tercero, se caracterizó por la utilización de un lenguaje en el que los problemas se articulan en ciertos términos, se explican según determinados objetivos, retórica, y metas, conforme a un vocabulario y una gramática determinada. Cuarto, la inscripción de agentes en una red “psicologizada” implica establecer conexiones entre problema y solución: enlaces entre la naturaleza, el carácter y las causas de los problemas que se les plantean a diferentes individuos y grupos (médicos y docentes, industriales y políticos) y ciertas cosas que podrían considerarse soluciones reales o potenciales para tales problemas. Consideremos, por ejemplo, el crecimiento del lenguaje y las estrategias de la inteligencia durante los primeros años del siglo XX, o el crecimiento de la higiene mental en las décadas de 1920 y 1930 (ambos tratados en Rose, 1985a). Lo que se observa en ambos casos es la creación de relaciones móviles y tixotrópicas entre diferentes agentes (psicólogos académicos, profesionales tales como docentes y médicos, políticos, organizaciones y grupos de presión política, industriales, individuos de buena voluntad), relaciones por medio de las cuales procuran potenciar su capacidad de acción y persuasión mediante la “traducción” de los recursos que les proporciona la relación para que redunden en beneficio propio. La adopción de definiciones para los problemas y de vocabularios explicativos comunes permiten establecer vínculos laxos y flexibles entre quienes se encuentran separados espacial y temporalmente, y entre sucesos que pertenecen a esferas que siguen siendo distintas y autónomas formalmente. Estas alianzas entre investigadores y profesionales que ejercen la disciplina, los productores y los consumidores de conocimiento psicológico, tan esenciales para su construcción, le confieren un carácter especial al proceso de construcción de lo que se considerará conocimiento psicológico.
Disciplinarización
Desde mediados del siglo XIX en adelante, la “disciplinarización” de la psicología estuvo inextricablemente ligada a la posibilidad de construir tales alianzas. Sin embargo, lo que se observa en el proceso de disciplinarización de la psicología es, en realidad, bastante específico: las condiciones para lograr una estabilización disciplinaria de este tipo se basaron en la elaboración de una gran variedad de técnicas y prácticas para disciplinar, vigilar y formar a las poblaciones y a los seres humanos que las conforman (Gordon 1980, pág. 239). Estas alianzas hicieron posible el conocimiento positivo del “hombre”. El “hombre” se convirtió, por así decirlo, en un punto de referencia imaginario: el universo dentro del cual se delinearon todas las clasificaciones y categorizaciones de edad, raza, sexo, inteligencia, carácter y patología. Las condiciones en que surgió ese conocimiento positivo lo moldearon en ciertos aspectos muy significativos, tratados en otros capítulos de este libro. Ahora quisiera referirme a otros temas. Primero, quizás, podríamos precisar cómo ciertas normas y valores de naturaleza técnica llegaron a definir la topografía de la verdad psicológica. En este sentido, las técnicas más significativas fueron la estadística y la experimentación. El papel constitutivo de las “herramientas” y de los “métodos” para establecer un régimen psicológico de verdad nos obliga a revisar el esquema de Bachelard sobre la relación entre pensamiento y técnica. El papel de los medios técnicos existentes para materializar la teoría no fue secundario sino determinante en el proceso de construcción de la verdad psicológica. Las formas técnicas e instrumentales que la psicología adoptó para demostrar y justificar las proposiciones teóricas llegaron a delimitar el propio espacio del pensamiento psicológico y a darle forma. Durante los cincuenta años que siguieron a la aparición de los primeros laboratorios de psicología experimental, de las primeras revistas y sociedades científicas, hacia fines del siglo diecinueve, el proyecto de disciplinarización de la psicología se llevó a cabo, en gran medida, a través de un proceso que obligó a la psicología a abandonar las formas de justificación utilizadas anteriormente y a adoptar “técnicas de verdad” ya establecidas en otros campos del conocimiento positivo.
Las dos principales técnicas de verdad fueron la “estadística” y la “experimentación” (Rose, 1985a, cap. 5; Danziger, 1990; Gigerenzer, 1991). Ambas técnicas no sólo ilustran las alianzas entre la psicología y otras disciplinas científicas, sino también la interacción recíproca entre lo teórico y lo técnico. La estadística, por supuesto, se originó como “ciencia del Estado”, como un intento por reunir información cuantitativa concerniente a hechos y sucesos que tenían lugar en un campo determinado con el objeto de conocerlos y gobernarlos: inicio de una relación duradera entre el conocimiento y el gobierno. Ian Hacking argumentó de manera muy convincente que, durante el siglo XIX, la suposición de que las leyes de la estadística eran tan solo la expresión de sucesos deterministas subyacentes fue reemplazada por la idea de que las leyes de la estadística (las leyes de los grandes números formuladas por Poisson y Quêtelet en las décadas de 1830 y 1840) eran leyes por derecho propio, que podían extenderse a los fenómenos naturales (Hacking, 1990). Así se construyó una lógica para fundamentar la pretensión de que, por debajo de la variabilidad aparentemente desordenada de los fenómenos, había regularidad. Durante los primeros treinta años del proyecto disciplinario de la psicología, aproximadamente desde la década de 1870 hasta los primeros años del siglo veinte, los programas para estabilizar las verdades psicológicas fueron de la mano de la construcción de las herramientas técnicas necesarias para demostrarlas. En la obra de Francis Galton, Karl Pearson y Charles Spearman, entre otros, la relación entre lo teórico y lo estadístico era interna, desde la noción de “distribución normal” hasta las herramientas para calcular correlaciones. La estadística era, al mismo tiempo, el instrumento que materializaba la teoría y el que generaba los fenómenos que la teoría debía explicar. Las técnicas de la estadística comenzaron siendo una condensación de lo empírico y luego se reestructuraron de forma tal que se convirtieron en una materialización de lo teórico. Sin embargo, dentro de un lapso sorprendentemente corto, se alejaron de la lógica que les daba fundamento: ya en la década de 1920, las leyes de la estadística parecían tener una existencia autónoma, a la que se accedía por medio de meras herramientas estadísticas. Los tests estadísticos aparecían como un medio esencialmente neutro para demostrar la verdad proveniente de un universo de fenómenos numéricos, universo que, por no estar contaminado por los asuntos sociales ni humanos, podía utilizarse para arbitrar entre diferentes explicaciones de dichos asuntos. No solo la psicología, sino también las demás “ciencias sociales” intentarían utilizar tales herramientas para establecer su veracidad y cientificidad, para forzar su ingreso en el canon de la verdad, para convencer de su carácter verídico a los a veces escépticos auditorios de políticos, profesionales y académicos, para armar a los que esgrimían esas herramientas contra las críticas que sostenían que ellos tan solo vestían al prejuicio y a la especulación con las ropas de la ciencia. A partir de ese momento, los medios de justificación comienzan a dar forma a lo que puede justificarse a través de ciertas vías: las normas y los valores de la estadística se incorporan a la propia textura de las concepciones de la realidad psicológica (véase Gigerenzer, 1991).
La psicología también habría de adoptar la “experimentación” como medio para disciplinarse, para reunir a los diferentes grupos de profesionales, editores de revistas científicas, organismos de financiación, colegas universitarios y autoridades universitarias a fin de formar las alianzas necesarias para forzar el ingreso de la disciplina en el aparato de la verdad. El interminable debate acerca de la relación entre las “ciencias” psicológicas y las “ciencias naturales” se comprende mejor si se lo saca del campo de la filosofía y se lo reubica en un entorno técnico (este concepto se fundamenta en la obra de Danziger, 1990). En procura de establecer su credibilidad entre aliados escépticos pero necesarios, durante las primeras décadas del siglo XX, los psicólogos británicos y norteamericanos abandonaron sus intentos por generar un método de investigación que respondiera a una concepción del sujeto humano de investigación como participante activo en el proceso de generación y validación de hechos psicológicos. El “método experimental” no se consagró en la psicología simplemente a través del intento por simular un modelo de producción y evaluación de evidencia derivado de imágenes (ingenuas) de los laboratorios de física y química, sino que también surgió a raíz de una serie de medidas prácticas para generar y estabilizar datos de manera calculable, repetible y estable. Entre tales medidas se encuentran la creación de laboratorios de psicología como espacio ideal para la producción, intensificación y manipulación de fenómenos psicológicos, la separación entre el experimentador dotado de capacidades técnicas, y el sujeto, cuya función era tan sólo la de proporcionar una fuente de datos, el intento por generar evidencia en forma de inscripciones que pudieran compararse y calcularse, etcétera. Cuando el emergente aparato disciplinario comenzó a institucionalizar y controlar una forma determinada de experimentación psicológica, las características sociales de la situación experimental se naturalizaron. Las normas del programa experimental se habían fusionado, por así decirlo, con la propia disciplina psicológica y, en ese proceso, el objeto mismo de la psicología quedó disciplinado, se volvió “dócil”; internalizó los medios técnicos para conocerlo en la forma misma en que se lo podía pensar (Rose, 1990, cap. 12; véase Lynch, 1985). Aquí las verdades psicológicas no eran simples materializaciones de la teoría, de hecho, lo contrario quizás se acerque más a la verdad. La disciplinarización de la psicología como ciencia positiva implicó la incorporación de las formas técnicas de la positividad al objeto mismo de la psicología: el sujeto psicológico.
Psicologización
Epistemología institucional
Michel Foucault comenta en alguna parte que los conocimientos “psi” tienen un “bajo perfil epistemológico”. Las fronteras entre aquello que las disciplinas “psi” organizan en forma de conocimiento positivo y un universo más amplio de imágenes, explicaciones, significados y creencias acerca de las personas son realmente más “permeables” en el caso de los conocimientos “psi” que, por ejemplo, en el caso de la física atómica o de la biología molecular. Pero no deberíamos plantear esta cuestión de la permeabilidad meramente en términos de la historia de las ideas, en la que se observa que los discursos científicos comparten, en cierta medida, metáforas o nociones fundamentales muy difundidas en la sociedad. Preferiría analizar dicha relación en un nivel más modesto y más técnico. Es decir que, en el caso de los conocimientos “psi”, existe una interpenetración de la practicabilidad y la epistemología. Aunque ya hemos analizado algunas de estas relaciones, podemos investigar de otra manera la constitución “práctica” de la epistemología psicológica. Bachelard sostiene que el pensamiento científico no opera sobre el mundo tal cual lo encuentra: la producción de la verdad es un proceso activo de intervención en el mundo. Pero hay algo característico sobre las condiciones que hicieron posible la producción de las verdades psicológicas. La epistemología psicológica es, en muchos sentidos, una epistemología institucional (véase Gordon, 1980): las reglas mismas que determinan lo que puede considerarse conocimiento están estructuradas por las relaciones institucionales en las cuales cobraron forma. Michel Foucault utilizó la noción de superficies de emergencia para estudiar los aparatos dentro de los cuales se condensaron los espacios de dificultades o problemas que más tarde habrían de racionalizarse, codificarse y teorizarse en términos tales como enfermedad, alienación, demencia, neurosis (1972a). Tales aparatos, como por ejemplo, la familia, la situación laboral, la comunidad religiosa, tienen ciertas características: son normativos y, por lo tanto, sensibles a la desviación; constituyen el eje de la actividad de las autoridades –como la profesión medica- que escudriñarán los sucesos que tienen lugar en su seno y arbitrarán entre ellos; y son el locus para la aplicación de ciertas grillas especificativas para dividir, clasificar, agrupar y reagrupar los fenómenos que aparecen en su interior.
En lo concerniente a la psicología, dentro de la cárcel, la sala del tribunal, la fábrica, el aula (espacios institucionales que reunían a las personas y las juzgaban en términos de exigencias organizacionales tales como la puntualidad y la obediencia), se formaron los objetos que la psicología buscaría hacer inteligibles (Foucault, 1977; Rose, 1985a; véase Smith, 1992). La psicología se disciplinó a través de la codificación de las vicisitudes de la conducta individual a medida que éstas aparecían dentro de los aparatos de regulación, administración, castigo y cura, cuando adquirieron su forma moderna durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. Dentro de tales aparatos, la psicología se alinearía con los sistemas de visibilidad institucionales. Es decir que fue la normatividad del mismo aparato (las normas y los estándares de la institución, sus límites y umbrales de tolerancia, sus reglas y sistemas de juicio) lo que confirió visibilidad a ciertas características e iluminó la topografía de los dominios que la psicología intentaría hacer inteligibles. La verosimilitud de las concepciones psicológicas de la inteligencia, la personalidad, las actitudes, etcétera, se establecería sólo en la medida en que esas concepciones fueran practicables y pudieran retraducirse a las exigencias disciplinarias del aparato y sus autoridades. Por lo tanto, para retomar a Bachelard, la reflexión del psicólogo acerca de su objeto científico no tomó la forma de una intervención polémica en la realidad para concretar una tesis científica, sino que se caracterizó por una serie de intentos por racionalizar un terreno de experiencia preexistente y hacerlo comprensible y calculable (véase cap. 4 de este volumen). Sin embargo, hacer que un espacio de problemas preexistente se vuelva comprensible y calculable en términos psicológicos modifica su estado original. Las maneras psicológicas de ver, pensar, calcular y actuar tienen una potencia especial porque transforman tales espacios de problemas y simplifican de alguna manera la gama de actividades que realizan las autoridades cuando se ocupan de la conducción de la conducta Si consideramos, por ejemplo, la transformación que sufrió el “trabajo social” en las décadas de 1950 y 1960, o la aparición de enfoques “centrados en la persona” en la medicina general en las décadas de 1960 y 1970, podemos ver cómo la psicología, al “racionalizar” la práctica de otros “especialistas”, simplifica sus diversas tareas presentándolos como si todos se ocuparan de diferentes aspectos del ser persona del cliente o paciente. La psicología no sólo ofrece a estas autoridades una plétora de dispositivos y técnicas nuevas para la asignación de tareas a las personas, para la planificación de los detalles técnicos de una institución, para su organización arquitectónica, horaria y espacial, para la organización de grupos de trabajo, la asignación de jerarquías y funciones de liderazgo, sino que también confiere coherencia y lógica a estas actividades mundanas y heterogéneas, las ubica dentro de un único campo de explicación y deliberación: ya no son ad hoc, sino que pretenden estar fundamentadas en un conocimiento positivo de la persona. En ese proceso, se transforma la propia noción de autoridad, y también la del poder conferido a quien la ejerce. Por lo tanto, el poder de la psicología provino inicialmente de su capacidad para organizar, simplificar y racionalizar terrenos de la individualidad y de la diferencia humana que surgieron en el transcurso de proyectos institucionales de cura, reforma, castigo, administración, pedagogía, etcétera; pero, al simplificarlos, los transforma en aspectos fundamentales. La tekné de la psicología Supongamos que no consideramos a la psicología como un mero cuerpo de pensamiento, sino como cierta forma de vida, un modo de proceder o de actuar sobre el mundo. Entonces, podríamos tratar de identificar lo que podría denominarse la tekné de la psicología: sus características distintivas como técnica, arte, práctica y conjunto de dispositivos. Yo trato este concepto en mayor detalle más adelante (véase cap. 4). Ahora, me gustaría destacar sólo tres aspectos de esta tekné, tres dimensiones de las relaciones entre la psicología, el poder y la subjetividad: primero, una transformación de la lógica y los programas de gobierno; segundo, una transformación de la legitimidad de la autoridad; y, tercero, una transformación de la ética.
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