Emile Durkheim, "El Sociólogo en Situación"
INTRODUCCIÓN: EL SOCIÓLOGO EN SITUACIÓN 1
"Estimamos que nuestras investigaciones
no ameritarían ni una hora de atención si ellas no tuvieran más que un interés
especulativo" escribía en 1893 Durkheim en De la division du travail
social. Por lo tanto, estas tomas de posición en los dominios de lo político y
de lo social están lejos de ser subproductos del modelo teórico de los sistemas
sociales que él quería construir. En el origen de sus esfuerzos por elaborar
una sociología de estatuto científico, se encuentra una voluntad de compromiso
con una acción de transformación. El problema del que parte es el de la
relación entre "individualismo" y "socialismo". Su solución
pasa por la constitución de un cuerpo de conocimientos acerca de qué es una
sociedad: pero estos conocimientos deben servir, orientar a los actores
sociales en el camino de los cambios necesarios.
Al final de cuentas, Durkheim delinea -a lo
largo de todo su itinerario de investigación- el rostro de una organización
social que concilie las exigencias del respeto de la persona y de la vocación
del Estado. La sociedad, en la cual el futuro está de un cierto modo incluido
en el presente, se definirá democrática, socialista, personalista, so pena de
hundirse en la barbarie.
Se encontrará en esta compilación un conjunto
de textos (artículos, conferencias) que señalan este esfuerzo de ligar la
"ciencia social" y la "acción". Entre ellos, El
individualismo y los intelectuales, publicado en el momento del affaire
Dreyfus; los artículos donde Durkheim se sitúa frente al marxismo, bajo el
aspecto del socialismo y de la concepción materialista de la historia; el
informe de su intervención en un coloquio sobre Internacionalismo y lucha de
clases.
Durkheim, sociólogo de la integración,
ciertamente, -pero también sociólogo de los derechos del hombre, tal como
aparece aquí, en situación, invocando a la "élite intelectual", en
1904, a jugar un rol en el proceso de cambio social.
A) "El individualismo y los
intelectuales", Revue Bleu, 4ta. Serie, t. X, pp. 7-13, 1898.
B) "La élite intelectual y la
democracia", Revue Bleu, 5ta. Serie, t. I, pp. 705-706, 1904.
C) "Internacionalismo y lucha de
clases", Sobre el internacionalismo. Conversaciones libres, 2da. Serie,
7ma. Reunión, pp. 392-436 (extractos), 1906.
D) "Pacifismo y patriotismo",
Boletín de la Sociedad Francesa de Filosofía, VIII pp. 44-67 (extractos), 1908.
Esta compilación reúne textos de coyuntura,
artículos o informes que recogen improvisaciones, que deben su nacimiento a una
crisis nacional -el caso Dreyfus-, a una encuesta sobre la "élite
intelectual", a la participación en debates sobre temas que entonces
apasionaban: el pacifismo, la esperanza puesta por algunos en la clase obrera
organizada internacionalmente ante el riesgo de una guerra. Período de
"peligros crecientes" para una República desgarrada entre derecha e
izquierda, nacionalistas e internacionalistas, clericales y laicos, pero que ve
en 1905 realizar la unidad de los socialismos bajo la dirección política de
Jean Jaurès. Durkheim, al principio en Burdeos, adonde se encontraba en el
momento del affaire, luego en París, responde a las "cuestiones" que
se le imponen en los términos de su sistema, es decir, como sociólogo.
"El individualismo y los
intelectuales" apareció el 2 de julio de 1898, en la "Revista
azul". Escrito en respuesta de un artículo de Ferdinand Brunetière,
aparecido el 15 de marzo en la "Revista de los Dos Mundos" bajo el
título "Después del proceso", permitía a Durkheim precisar la
perspectiva desde la cual convenía analizar el affaire al mismo tiempo que
constituía un acto mediante el que se comprometía en los asuntos públicos.
El artículo de Brunetière se refería al
proceso Zola. Se sabe que el veredicto de 1894 que condenaba a Dreyfus había
suscitado, desde 1897, y a partir de que las irregularidades de la instrucción
comenzaran a ser develadas, una campaña revisionista por parte de aquellos que
Georges Clemenceau, director del diario de izquierda "La Aurora",
bautizara por primera vez con el nombre de "intelectuales": se asiste
a un compromiso masivo y espontaneo de profesores, escritores, artistas,
abogando por la revisión, cuestionando al ejército, la razón de Estado, el
antisemitismo, en nombre de la moral, de los derechos del hombre, etc. El 13 de
enero de 1898, Émile Zola publica en "La Aurora" el famoso panfleto
"Yo acuso" que involucraba con nombre y apellido a generales,
coroneles y otros oficiales. A partir del 14, los diarios y revistas que habían
recibido con simpatía a los partidarios de Dreyfus comenzaron a publicar manifiestos
y peticiones demandando la revisión, firmados por los Lucien Herr, los Péguy,
los Lavisse, los Marcel Proust, los Carles Richet, los Seignobos, los Lanson...
Entre los más molestos por este imprevisto descenso del pensamiento a las
calles figura en un lugar de privilegio F. Brunetière, crítico literario,
escritor católico: aquello le parece de una extravagancia contraria a las
buenas costumbres. Luego del procesamiento de Zola, que tiene lugar en febrero
y termina con la máxima condena, y ahora que la campaña revisionista se vuelve
más intensa y moviliza aun más a los "intelectuales", Brunetière
redacta un artículo intitulado "Después del proceso", para la
"Revista de los Dos Mundos" (t. 156, pp. 428-446).
Se trata de saber "si el primero que
viene, sin pruebas ni principio de pruebas, tiene el derecho de insultar
groseramente a la justicia y al mismo tiempo al ejército." Se ha
pretendido descubrir una incompatibilidad entre la existencia de la democracia
y la existencia misma de los ejércitos. Pero no es con la democracia, ni aun
con el socialismo que "la existencia y la disciplina indispensables para
la existencia de los ejércitos son incompatibles", sino "con el
individualismo y con la anarquía". "El instinto de la multitud ha
sentido correctamente, en este proceso tristemente célebre, que a despecho de
todos los sofismas el ejército de Francia, hoy como antaño, era la Francia
misma".
"Los peores enemigos de la democracia y
el ejército" son precisamente esos pocos intelectuales que "se
arrogan derechos que no poseen", "desvarían con autoridad sobre cosas
que no son de su competencia", e "invocan el espíritu científico para
imponerlos".
"Método científico, aristocracia de la
inteligencia, respeto a la verdad, todas estas grandes palabras no sirven en
este caso más que para cubrir las pretensiones del individualismo, y el
individualismo, no sabríamos repetirlo lo suficiente, es la gran enfermedad de
nuestro tiempo."
Se advertirá que, en su respuesta, Durkheim se
sitúa exactamente en el plano de la problemática de Brunetière. Desarrolla, por
un lado, que el ejército es un cuerpo de "funcionarios", un grupo
profesional, en suma que no tiene ninguna preeminencia particular y debe
subordinarse a los valores que fundan el consenso social; y, por otro lado, que
el individualismo, en el sentido de religión de la humanidad, es la antítesis
del individualismo utilitarista y anarquista.
Es interesante notar que Durkheim se estaba
comprometiendo en nombre de exigencia morales y no en función de
consideraciones estrictamente políticas, o aun en tanto judío, y de esto nos
han dado testimonio tanto Georges Davy como Henri Durkheim. Cuando Jaurès
arrastra, durante el proceso Zola, a los suyos del Partido Obrero Francés, y
aun a otros socialistas, hacia el campo revisionista, -modificando así sus
posiciones anteriores, que tendían a considerar al affaire como un arreglo de
cuentas entre burgueses que no interesaba en modo alguno a la clase obrera-
esto fue en gran medida por la instigación de Durkheim: aquí lo tenemos
nuevamente a Henri Durkheim como informante. Es significativo finalmente, para
situar la intervención de Durkheim, indicar que él adhiere en ese entonces a la
"Liga de los Derechos del Hombre" que se constituyó durante este
período.
No hay duda de que el artículo de julio hizo
bastante ruido: en Burdeos, un periódico local acusó a Durkheim. Una nota de
protesta circula entre los estudiantes y recoge las firmas de muchos de ellos,
incluidos los eclesiásticos (René Lacroze, Alocución de 1960 -testimonio
confirmado por Henri Durkheim).
En 1904, Durkheim desarrolla en ocasión de una
encuesta sobre la "élite intelectual y la democracia" suscitada por
la misma "Revista azul" algunos aspectos del rol social que puede y
debe jugar el sociólogo, y más en general el "intelectual" (dado que
el término se ha puesto de moda) en el proceso de cambio. La respuesta -muy
corta- de Durkheim está precedida de estas líneas redactadas por los editores
de la revista:
"Para el señor Durkheim, se sabe, la
ciencia social debe edificarse lentamente sobre la base de un gran número de
observaciones minuciosas. Pero exacta, objetiva y definitiva, ella es fecunda
en inspiraciones útiles para el hombre de acción. -Fiel a este principio, el
gran sociólogo reivindica para el pensador el rol de educador, sin preocuparse
de que entre al Parlamento."
Los textos C y D reproducen la mayor parte de
las actas de dos sesiones en las que Durkheim participa y en las que interviene
largamente.
La primera, que tuvo lugar el 11 de marzo de
1906, era parte de una serie de Conversaciones libres organizadas por la
"Unión para la Acción Moral" que devino la "Acción para la
verdad", entre 1905 y 1914. Economistas, historiadores, filósofos,
sindicalistas, fueron invitados a debatir sobre temas como la separación de las
Iglesias y el Estado, la evolución de la enseñanza, el internacionalismo
económico, etc. Las discusiones fueron en general presididas por Paul
Dejardins.
El tema de la "charla" del 11 de
marzo trataba sobre "el internacionalismo y la lucha de clases".
Participaron notablemente de ella, además de Paul Dejardins y Durkheim, Paul
Bureau, Léopold Dor, miembro del Partido Laborista inglés, Charles Guide,
Frédéric Rauh, Émile Pouget, secretario adjunto de la CGT, y finalmente Hubert
Lagardelle. Este último había fundado en 1898 el diario El movimiento
socialista, de tendencia sindicalista revolucionaria, y formaba parte de la
extrema izquierda del partido socialista SFIO (más tarde, devino ministro de
Trabajo en el gobierno de Vichy en 1942-1943). De hecho, la sesión consistió
sobre todo en un diálogo fuertemente vivo entre Lagardelle y Durkheim: es este
diálogo el que se retoma aquí. Éste había estado precedido por una presentación
de Hubert Lagardelle por Paul Dejardins, en términos de "representante del
socialismo revolucionario antipatriota", y de una exposición del militante
socialista sobre la lucha de clases, que hemos creído pertinente retomar para
dar todo su sentido a la intervención de Durkheim que le sigue.
El tema de la otra sesión, organizada el 30 de
diciembre de 1907 en el marco de las reuniones de la "Sociedad Francesa de
Filosofía", de la cual el texto D agrupa importantes pasajes, guarda
ciertamente un estrecho parentesco con el precedente. Los diálogos entre
Durkheim y Théodore Ruyssen y entre Durkheim y Daniel Parodi permiten una toma
de posición del sociólogo sobre la naturaleza de un "patriotismo
abierto" que conciliaría la pertenencia a naciones singulares y la
exigencia de universalidad. Pacifismo y patriotismo no son entonces ineluctablemente
contradictorios, si, al igual que el culto del individuo es el respeto del
hombre en general en cada uno, el culto nacional es el amor de la propia
sociedad de pertenencia in abstracto.
La comunicación liminar de Th. Ruyssen definía
el "pacifismo" como "la doctrina y la propaganda cuyo objeto
común es establecer entre las naciones, por medio del derecho, una paz
durable." Descalificaba tanto a los "internacionalistas
antipatriotas" como a los "nacionalistas patriotas"
considerándolos igualmente adversarios del pacifismo. Para los primeros,
"la paz se hace automáticamente gracias a la desaparición inevitable de
las patrias, que desborda la internacionalización creciente de la producción y
del consumo"; para los segundos, "predicando la paz a ultranza se
disuelve, con la conciencia de los antagonismos reales, el instinto de
preservación indispensable para la vida de las sociedades nacionales." El
pacifismo queda de este lado de la meta en un caso, se va más allá en el otro.
Ruyssen reprocha a las dos tesis el estar fundadas sobre la política del
"laissez-faire", mientras que el pacifismo propone una organización
concreta de la seguridad colectiva.
Notemos que asisten a esta discusión,
presidida por Xavier León, además de Th. Ruyssen, D. Parodi y Durkheim,
numerosos filósofos y sociólogos, como Gustave Belot, León Brunschvicg,
Ferdinand Buisson, H. Delacroix, L. Delbos, Jules Lachelier y Félix Rauh.
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EL INDIVIDUALISMO Y LOS INTELECTUALES 2
(1898)
La cuestión que desde hace seis meses divide
tan dolorosamente al país está en camino de transformarse: simple cuestión de
hecho en el origen, se ha generalizado poco a poco. La intervención reciente de
un literato conocido ha ayudado mucho a este resultado. Parece que ha llegado
el momento de renovar con un golpe de claridad una polémica que estaba
entreteniéndose en repeticiones ociosas. Es por esto que, en lugar de retomar
nuevamente la discusión de los hechos, hemos querido dar un salto y elevarnos
hasta el plano de los principios: es a la idiosincrasia de los
"intelectuales" , a las ideas fundamentales que ellos reclaman, y no
más al detalle de su argumentación que se ha atacado. Si ellos se niegan obstinadamente
"a inclinar su lógica delante de un general del ejército", es
evidente que se arrogan el derecho de juzgar por sí mismos la cuestión; es que
ponen su razón por encima de la autoridad, es que los derechos del individuo
les parecen imprescriptibles. Es entonces su individualismo el que ha
determinado su sisma. Pero entonces, se ha dicho, si se quiere volver a traer
la paz a los espíritus y prevenir el retorno de discordias semejantes, es este
individualismo al que es necesario enfrentar decididamente. Es necesario poner
fin de una vez por todas a esta inagotable fuente de divisiones intestinas. Y
una verdadera cruzada ha comenzado contra esta plaga pública, contra "esta
gran enfermedad de nuestro tiempo."
Aceptamos con mucho gusto el debate en estos
términos. También creemos que las controversias de ayer no hacen más que
expresar superficialmente un disenso más profundo: que los espíritus se han
enfrentado mucho más sobre una cuestión de principio que sobre una cuestión de
hecho. Dejemos pues de lado los argumentos circunstanciales que son
intercambiados de una parte y de otra; olvidémonos del affaire mismo y de los
tristes espectáculos de los que hemos sido testigos. El problema que se levanta
delante de nosotros sobrepasa infinitamente los incidentes actuales y debe ser
abstraído de ellos.
I
Hay un primer equívoco del que es necesario
desembarazarse antes de todo.
Para hacer menos dificultoso el enjuiciamiento
del individualismo, se le confunde con el utilitarismo estrecho y el egoísmo
utilitario de Spencer y los economistas. Esto es facilitarse la tarea y
convertir la crítica en un partido sencillo. Es fácil, en efecto, denunciar
como un ideal sin grandeza ese comercialismo mezquino que reduce la sociedad a
no ser más que un vasto aparato de producción y de intercambio, y es demasiado
claro que toda vida común es imposible si no existen intereses superiores a los
intereses individuales. Que tales doctrinas sean tratadas de anárquicas es
sumamente merecido y nosotros participamos de este juicio. Pero lo que es
inadmisible es que se razone como si este individualismo fuera el único que
existe o incluso el único posible. Por el contrario, este individualismo
deviene cada vez más una rareza y una excepción. La filosofía práctica de
Spencer es de tal miseria moral que ya no cuenta prácticamente con partidarios.
En cuanto a los economistas, si se han dejado antaño seducir por el simplismo
de esta teoría, desde hace ya mucho tiempo han sentido la necesidad de
atemperar el rigor de su ortodoxia primitiva y abrirse a sentimientos más
generosos. El señor de Molinari es casi el único, en Francia, que ha
permanecido intratable en su obstinación y no es de mi conocimiento que haya
ejercido una gran influencia sobre las ideas de nuestra época. En verdad, si el
individualismo no tuviera otros representantes sería completamente inútil mover
cielo y tierra de este modo para combatir a un enemigo que está en tren de
perecer tranquilamente de muerte natural.
Pero existe otro individualismo sobre el que
es menos fácil vencer. Ha sido profesado desde hace un siglo por la más amplia
generalidad de pensadores: es aquel de Kant y de Rousseau, el de los
espiritualistas, el que la "Declaración de los derechos del hombre"
ha intentado, más o menos satisfactoriamente, traducir en fórmulas, el que se
enseña corrientemente en nuestras escuelas y que ha devenido la base de nuestro
catequismo moral. Se cree, en verdad, afectarlo bajo el manto del primero, pero
las diferencias con él son
profundas, y los críticos que dirigen su
atención hacia uno no sabrán ponerse de acuerdo en el otro. Lejos de hacer al
interés personal el objetivo de la conducta, ve en todo aquello que es móvil
personal la fuente misma del mal. Según Kant, no tengo la certeza de actuar
correctamente sino cuando los motivos que me determinan están ligados no a las
circunstancias particulares en las que estoy situado sino a mi calidad de
hombre in abstracto. A la inversa, mi acción es mala cuando no puede
justificarse lógicamente más que por mi situación económica o por mi condición
social, por mis intereses de clase o de casta, por mis pasiones, etc. Es por
esto que la conducta inmoral se reconoce por estar ligada estrechamente a la
individualidad del agente y no puede ser generalizada sin caer en un absurdo
evidente. Del mismo modo, si -según Rousseau- la voluntad general, que es la
base del contrato social, es infalible, si es la expresión auténtica de la
justicia perfecta, es que ella es la resultante de todas las voluntades
particulares; por consiguiente, ella constituye una suerte de medio impersonal
del que todas las consideraciones individuales son eliminadas porque, siendo
divergentes e incluso antagónicas, se neutralizan y suprimen mutuamente.
Entonces, para uno y para el otro, las únicas maneras de hacer que son morales
son aquellas que pueden convenir a todos los hombres indistintamente, es decir
que están implicadas en la noción del hombre en general.
Henos aquí bien lejos de esta apoteosis del
bienestar y el interés privados, de este culto egoísta del sí mismo que se ha
podido con justicia reprochar al individualismo utilitario. Por el contrario,
según estos moralistas, el deber consiste en desviar nuestras miradas de
aquello que nos concierne personalmente, de todo aquello ligado a nuestra
individualidad empírica, para buscar únicamente lo que reclama nuestra
condición de hombres, aquello que tenemos en común con todos nuestros
semejantes. Asimismo, este ideal desborda de tal modo el nivel de los fines
utilitarios que aparece a las conciencias que aspiran a él como completamente
marcado de religiosidad. Esta persona humana, cuya definición es como la piedra
de toque a partir de la cual el bien se debe distinguir del mal, es considerada
como sagrada, en el sentido ritual de la palabra por así decirlo. Ella tiene algo
de esa majestad trascendente que las iglesias de todos los tiempos asignan a
sus dioses; se la concibe como investida de esa propiedad misteriosa que crea
un espacio vacío alrededor de las cosas santas, que las sustrae de los
contactos vulgares y las retira de la circulación ordinaria. Y es precisamente
de allí que viene el respeto del cual ella es objeto. Todo el que atente contra
una vida humana, contra el honor de un hombre, nos inspira un sentimiento de
horror, análogo desde todo punto de vista al que experimenta el creyente que ve
profanar su ídolo. Una moral de este tipo no es simplemente una disciplina
higiénica o una sabia economía de la existencia; es una religión en la que el
hombre es, al mismo tiempo, el fiel y el Dios.
Pero esta religión es individualista, puesto
que tiene al hombre por objeto y dado que el hombre es un individuo por
definición. Incluso no hay sistema en el que el individualismo sea más
intransigente. En ningún lugar los derechos del individuo son afirmados con más
energía, puesto que el individuo es aquí colocado en el rango de las cosas
sacrosantas; en ninguna parte el individuo es más celosamente protegido contra
las usurpaciones provenientes del exterior, de donde quiera que vengan. La
doctrina de lo útil puede fácilmente aceptar toda suerte de compromisos y
transacciones sin renegar de su axioma fundamental; puede admitir que las
libertades individuales sean suspendidas todas las veces que el interés del
mayor número exija este sacrificio. Pero no hay acuerdo posible con un
principio que es así puesto fuera y por encima de todos los intereses
temporales. No hay razón de Estado que pueda justificar un atentado contra la
persona cuando los derechos de la persona están por encima del Estado. Si el
individualismo es por sí mismo un fermento de disolución moral, he aquí que se
manifiesta más cabalmente su esencia antisocial. Se observa esta vez cuál es la
gravedad de la cuestión. Porque este liberalismo del siglo XVIII que es, en el
fondo, el objeto de todo el litigio, no es simplemente una teoría de gabinete,
una construcción filosófica; se ha transferido a los hechos, ha penetrado
nuestras instituciones y nuestras costumbres, se ha mezclado con toda nuestra
vida, y si verdaderamente fuera necesario deshacernos de él, sería a toda
nuestra organización moral a la que habría que reformar en el mismo movimiento.
II
Ahora
bien, es ya un hecho remarcable que todos estos teóricos del individualismo no
sean menos sensibles a los derechos de la colectividad que a los del individuo.
Nadie ha insistido más enérgicamente que Kant sobre el carácter supraindividual
de la moral y del derecho; hace de esto una suerte de consigna a la cual el
hombre debe obedecer por el hecho mismo de que sea una consigna y sin tener que
discutirla; y si se le ha reprochado a veces el haber exagerado la autonomía de
la razón, se ha podido decir igualmente, no sin fundamentos, que él ha puesto
en la base de su moral un acto de fe y de sumisión irracionales. Por otra
parte, las doctrinas se juzgan sobre todo por sus productos, es decir por el
espíritu de las doctrinas que ellas suscitan: ahora bien, del kantismo han
salido la ética de Fichte, que está ya completamente impregnada de socialismo,
y la filosofía de Hegel de la cual Marx fuera discípulo. Para Rousseau, se sabe
como su individualismo disimula una concepción autoritaria de la sociedad. Como
consecuencia de esto, los hombres de la Revolución, al tiempo que promulgaban
la famosa "Declaración de los derechos", han hecho a Francia una,
indivisible, centralizada, y puede ser necesario también ver antes que nada, en
la obra revolucionaria, un gran movimiento de concentración nacional.
Finalmente, la razón capital por la que los espiritualistas han siempre
combatido la moral utilitaria es que ella les parece incompatible con las
necesidades sociales.
¿Se dirá que este eclecticismo no puede
funcionar sin contradicción? Ciertamente no pensamos defender la manera en la
que estos diferentes pensadores se las han arreglado para reconciliar estos dos
aspectos de sus sistemas. Si, con Rousseau, se comienza por hacer del individuo
una especie de absoluto que puede y que debe satisfacerse a sí mismo, es
evidentemente difícil luego explicar cómo se ha podido constituir el estado
civil. Pero se trata actualmente de saber, no si tal o cual moralista ha
conseguido mostrar como estas dos tendencias se reconcilian, sino si estas
tendencias son por sí mismas conciliables o no. Las razones que se han dado
para establecer su unidad pueden no tener valor y, sin embargo, que esta unidad
sea real; y ya el hecho de que ellas se hayan encontrado generalmente en los
mismos espíritus es por lo menos una presunción que son compatibles; de donde
se sigue que deben depender de un mismo estado social del que ellas no son
posiblemente más que dos aspectos diferentes.
Y, en efecto, una vez que se ha dejado de
confundir el individualismo con su contrario, es decir con el utilitarismo,
todas estas pretendidas contradicciones se desvanecen como por arte de magia.
Esta religión de la humanidad tiene todo lo necesario para hablar a sus
feligreses en un tono no menos imperativo que el de las religiones que ella
viene a reemplazar. Lejos de limitarse a glorificar nuestros instintos, nos
asigna un ideal que desborda infinitamente la naturaleza; porque no somos por
naturaleza esta sabia y pura razón que, librada de todo móvil personal,
legislaría en abstracto sobre su propia conducta. Sin duda, si la dignidad del
individuo le viniera dada de estos caracteres individuales, de las
particularidades que lo distinguen de los demás, se podría temer que ella lo
encerrara en una suerte de egoísmo moral que tornaría imposible toda
solidaridad. Pero, en realidad, él la recibe de una fuente más alta y que le es
común con todos los hombres. Si tiene derecho a este respeto religioso, es
porque tiene en sí algo de la humanidad. Es la humanidad lo respetable y
sagrado; ahora bien, ella no está toda en el individuo. Está esparcida en todos
sus semejantes; por consiguiente, el individuo no puede tomarla como fin de su
conducta sin estar obligado a salir de sí mismo y derramarse allí fuera, en la
vida común. El culto del que es a la vez el objeto y el agente, no se dirige al
ser particular que él es y que lleva su nombre, sino a la persona humana,
adonde ella se encuentre y bajo cualquier forma en la que se encarne.
Impersonal y anónimo, tal objeto planea bien por encima de todas las
conciencias particulares y puede así servirles de centro de reunión. El hecho
de que no nos sea extraña (por el solo hecho de ser humana) no impide que nos
domine. Ahora bien, todo lo que hace falta para que las sociedades sean
coherentes, es que sus miembros tengan los ojos fijos en un mismo fin, que se
encuentren en una misma fe; pero no es para nada necesario que el objeto de
esta fe común se enlace a través de algún vínculo con las naturalezas
individuales. En definitiva, el individualismo así entendido es la
glorificación, no del sí mismo, sino del individuo en general. Tiene como
resorte no al egoísmo sino a la simpatía por todo aquello que es el hombre, una
piedad más profunda por todos los dolores, por todas las miserias humanas, una
más ardiente necesidad de combatirlos y calmarlos, una más grande sed de
justicia. No tiene para ello más que hacer comulgar a todas las buenas
voluntades. Sin duda, puede suceder que el individualismo sea practicado con un
espíritu completamente diferente. Algunos lo utilizan para sus propios fines
personales, lo emplean como un medio para cubrir su egoísmo y sustraerse
cómodamente de sus deberes para con la sociedad. Pero esta explotación abusiva
del individualismo no prueba nada contra él, del mismo modo que las mentiras
interesadas de la hipocresía religiosa no prueban nada contra la religión.
Pero tengo prisa por llegar a la gran
objeción. Este culto del hombre tiene por primer dogma la autonomía de la razón
y por primer rito el libre examen. Ahora bien, se dice, si todas las opiniones
son libres, ¿por qué milagro habrán de ser armónicas? Si se forman sin
conocerse y sin haber tenido en cuenta las unas a las otras, ¿cómo podrán no
ser incoherentes? La anarquía intelectual y moral sería pues la consecuencia
inevitable del liberalismo. Tal es el argumento, siempre refutado y siempre
renaciente, que los eternos adversarios de la razón retoman periódicamente, con
una perseverancia a la que nada desalienta, todas las veces que un relajamiento
pasajero del espíritu humano lo pone más a su merced. Sí, es cierto que el
individualismo conlleva siempre un cierto intelectualismo; porque la libertad
de pensamiento es la primera de las libertades. Pero, ¿dónde se ha visto que
tenga por consecuencia este absurdo engreimiento de sí mismo que encerraría a
cada uno en su propio sentimiento y crearía un vacío entre las inteligencias?
Lo que él exige es el derecho, para cada individuo, de conocer las cosas que
puede legítimamente conocer; pero no consagra en absoluto no se que derecho a
la incompetencia. Sobre una cuestión en la que no me puedo pronunciar con
conocimiento de causa, no le cuesta nada a mi independencia intelectual seguir
un consejo más competente. La colaboración de los hombres de ciencia no es
siquiera posible sino gracias a esta mutua deferencia; continuamente cada
ciencia toma prestadas de sus vecinos proposiciones que acepta sin
verificación. Solo hacen falta razones a mi entendimiento para que éste se
incline delante del de los demás. El respeto de la autoridad no tiene nada de
incompatible con el racionalismo siempre que la autoridad esté fundada
racionalmente.
Es por esto que, cuando se quiere persuadir a
ciertos hombres de que incorporen un sentimiento que no es el suyo, no alcanza,
para convencerlos, con volver a repetir ese lugar común de retórica banal que
la sociedad no es posible sin sacrificios mutuos y sin un cierto espíritu de
subordinación; hace falta además justificar en la especie la docilidad que se
les demanda, demostrándoles su incompetencia. Pero si, al contrario, se trata
de una de esas cuestiones que competen, por definición, al juicio común, una
semejante abdicación es contraria a toda razón y, por consecuencia, al deber.
Ahora bien, para saber si puede ser permitido a un tribunal condenar a un
acusado sin haber oído su defensa, no se necesita un esclarecimiento
intelectual especial. Es un problema de moral práctica para el que todo hombre
de buen sentido es competente y del que nadie debe desinteresarse. Por lo
tanto, si en estos últimos tiempos un cierto número de artistas, pero sobre
todo hombres de ciencia, han creído deber negar su asentimiento a un juicio
cuya legalidad les parecía sospechosa, no es que, en su calidad de químicos o
de filólogos, de filósofos o de historiadores, ellos se atribuyen no se que
privilegios especiales y como un derecho eminente de control sobre la cosa
juzgada. Es mas bien que, siendo hombres, consideran ejercer todo su derecho de
hombres y comprometerse en presencia de ellos con un asunto que compete solo a
la razón. Es verdad que ellos se han mostrado más celosos de este derecho que
el resto de la sociedad; pero es simplemente que, como consecuencia de sus
hábitos profesionales, esta inclinación es más espontanea en ellos.
Acostumbrados por la práctica del método científico a formarse un juicio sólo
cuando se sienten completamente esclarecidos, es natural que cedan menos
fácilmente a los arrebatos de la multitud y al prestigio de autoridad.
III
No solamente el individualismo no es la
anarquía, sino que es en lo sucesivo el único sistema de creencias que puede
asegurar la unidad moral del país.
En la actualidad, se escucha decir a menudo
que solo una religión puede producir esta armonía. Esta proposición, que
modernos profetas creen deber desarrollar con tono místico, es en el fondo un
simple truísmo sobre el que todo el mundo puede estar de acuerdo. Porque se
sabe que una religión no implica necesariamente símbolos y ritos propiamente
dichos, templos y sacerdotes; todo este aparato exterior no es más que la parte
superficial. La religión no es, esencialmente, otra cosa que un conjunto de
ideas y prácticas colectivas dotadas de una particular autoridad. Desde el
momento en que un fin es perseguido por todo el pueblo adquiere, como
consecuencia de esta adhesión unánime, una suerte de supremacía moral que lo
pone muy por encima de los fines privados y lo dota así de un carácter
religioso. Por otro lado, es evidente que una sociedad no puede ser coherente
si no existen entre sus miembros cierta comunidad espiritual y moral. Pero
cuando simplemente se ha recordado una vez más esta evidencia sociológica, no
se ha avanzado demasiado; porque si es verdad que una religión es, en un
sentido, indispensable, no es menos cierto que las religiones se transforman,
que la de ayer no sabrá ser la de mañana. Lo importante sería entonces que
sepamos cuál debe ser la religión de hoy.
Ahora bien, todo concurre precisamente a hacer
creer que la única posible es esta religión de la humanidad de la que la moral
individualista es la expresión racional. ¿A qué, en efecto, podrá de aquí en
adelante aferrarse la sensibilidad colectiva? A medida que las sociedades
devienen más voluminosas y se esparcen en más vastos territorios, las
tradiciones y las prácticas, para poder adecuarse a la diversidad de las
situaciones y a la movilidad de las circunstancias, están obligadas a
mantenerse en un estado de plasticidad e inconsistencia que no ofrece ya la
suficiente resistencia a las variaciones individuales. Éstas, estando menos
contenidas, se producen más libremente y se multiplican: es decir que cada uno
sigue su propio sentido. Al mismo tiempo, por consecuencia de una división del
trabajo más desarrollada, cada espíritu se encuentra enderezado hacia un punto
diferente del horizonte, refleja un aspecto diferente del mundo y, por
consiguiente, el contenido de las conciencias difiere de un sujeto a otro. Nos
encaminamos de este modo, poco a poco, hacia un estado -que está ahora casi al
alcance de la mano- en el que los miembros de un mismo grupo social no tendrán
en común entre ellos más que su calidad de hombres, es decir, los atributos
constitutivos de la persona humana en general. Esta idea de la persona humana,
matizada de manera diferente según la diversidad de temperamentos nacionales,
es la única que se mantiene, inmutable e impersonal, por encima de la marea
cambiante de las opiniones particulares; y los sentimientos que ella despierta
son los únicos que se encuentran en casi todos los corazones. La comunión de
los espíritus no puede asentarse sobre la base de ritos y de prejuicios
definidos, puesto que ritos y prejuicios son transformados por el curso de las
cosas; por consiguiente, no queda nada más que los hombres puedan amar y honrar
en común, salvo el hombre mismo. He aquí cómo el hombre ha devenido un dios
para el hombre y por qué no puede ya, sin mentirse a sí mismo, fabricarse otros
dioses. Y como cada uno de nosotros encarna algo de la humanidad, cada
conciencia individual tiene algo divino en ella, y se encuentra así marcada por
una peculiaridad que la vuelve sagrada e inviolable para los demás. Todo el
individualismo está allí; y es esto lo que hace necesaria a la doctrina. Porque,
para detener el desarrollo, sería necesario impedir a los hombres diferenciarse
más y más los unos de los otros, nivelar sus personalidades, restablecer el
viejo conformismo de otros tiempos, contener, por consiguiente, la tendencia de
las sociedades a volverse cada día más extensas y centralizadas, y poner un
obstáculo a los progresos incesantes de la división del trabajo; ahora bien,
una empresa de este tipo, deseable o no, sobrepasa infinitamente las fuerzas
humanas.
¿Qué se nos propone, por lo demás, en lugar de
este despreciado individualismo? Se ensalzan los méritos de la moral cristiana
y se nos invita discretamente a adherir a ella. ¿Pero se ignora que la
originalidad del cristianismo ha consistido justamente en un destacable
desarrollo del espíritu individualista? Mientras que la religión de la ciudad
estaba enteramente hecha de prácticas materiales en las que el espíritu estaba
ausente, el cristianismo ha hecho ver en la fe interior, en la convicción
personal del individuo, la condición esencial de la piedad. Ha sido el primero
en enseñar que el valor moral de los actos debe ser medido según la intención,
cosa íntima por excelencia, que se sustrae por naturaleza a todos los juicios
exteriores y que sólo el agente puede apreciar con competencia. El centro mismo
de la vida moral ha sido de este modo transportado desde fuera hacia dentro del
individuo, erigido en juez soberano de su propia conducta, sin tener que rendir
cuentas más que a sí mismo y a su dios. Finalmente, consumando la separación definitiva
de lo espiritual y de lo corporal, abandonando el mundo a la diputa entre los
hombres, Cristo lo ha librado al mismo tiempo a la ciencia y al libre examen:
así se explican los rápidos progresos que hizo el espíritu científico desde el
momento en que se constituyeron las sociedades cristianas. Que no se venga pues
a denunciar al individualismo como un enemigo que hay que combatir a cualquier
precio!
No se lo combate más que para retornar a él,
puesto que es imposible escaparse de él. No se le opone otra cosa que él mismo;
toda la cuestión consiste en saber cuál es la justa medida y si hay alguna
ventaja en disfrazarlo bajo otros símbolos.
Ahora bien, si es tan peligroso lo que se
dice, no se ve como podría devenir inofensivo o beneficioso por el solo hecho
de disimular su verdadera naturaleza con la ayuda de metáforas. Y por otro
lado, si este individualismo restringido que es el cristianismo ha sido
necesario hace dieciocho siglos, hay grandes posibilidades de que un
individualismo más desarrollado sea indispensable hoy; porque las cosas han
cambiado desde entonces. Es pues un singular error presentar a la moral
individualista como el antagonista de la moral cristiana; por el contrario,
deriva de ella. Aferrándonos a la primera no renegamos de nuestro pasado; no
hacemos más que continuarlo.
Estamos ahora en mejores condiciones de
comprender por qué razón ciertos espíritus creen deber oponer resistencia
obstinada a todo lo que les parece amenazar la creencia individualista. Si toda
empresa dirigida contra los derechos de un individuo los inquieta, no es
solamente por simpatía por la víctima; no es tampoco por temor de tener que
sufrir ellos mismos injusticias parecidas. Lo que sucede es que semejantes
atentados no pueden permanecer impunes sin comprometer la existencia nacional.
En efecto, es imposible que se produzcan libremente sin enervar los
sentimientos que ellos violan; y como estos sentimientos son los únicos que nos
son comunes, no pueden debilitarse sin que la cohesión de la sociedad se estremezca.
Una religión que tolera los sacrilegios abdica todo imperio sobre las
conciencias. La religión del individuo no puede entonces dejarse abofetear sin
resistencia, so pena de arruinar su prestigio; y como es el único lazo que nos
ata los unos a los otros, una tal debilidad no puede existir sin un principio
de disolución social. De este modo el individualista, que defiende los derechos
del hombre, defiende al mismo tiempo los intereses vitales de la sociedad;
porque impide que se empobrezca criminalmente esta última reserva de ideas y
sentimientos colectivos que son el alma misma de la nación.
Brinda a su patria el mismo servicio que el
viejo romano rendía antaño a su ciudad cuando defendía los ritos tradicionales
contra los aprendices temerarios. Y si hay un país en el que el individualismo
sea verdaderamente nacional, es el nuestro; porque no hay ninguno que tenga su
suerte tan solidarizada con la suerte de estas ideas. Somos nosotros los que le
hemos dado la fórmula más reciente y es de nosotros que los demás pueblos la
han recibido; y es por esto que nos hemos apasionado hasta el presente para ser
sus representantes más autorizados. No podemos pues renegar de ellos ahora, sin
renegar de nosotros mismos, sin disminuirnos a los ojos del mundo, sin cometer
un verdadero suicidio moral. Se ha preguntado no hace mucho si no convendría
tal vez consentir un eclipse pasajero de estos principios, a fin de no
entorpecer el funcionamiento de una administración pública, que todo el mundo
por lo demás reconoce es indispensable para la seguridad del Estado. No sabemos
si la antinomia se plantea realmente bajo esta forma aguda; pero, en todo caso,
si verdaderamente es necesaria una opción entre estos dos males, sería elegir
la peor el sacrificar de este modo lo que ha sido hasta el día de hoy nuestra
razón de ser histórica. Un órgano de la vida pública, por más importante que
sea, no es más que un instrumento, un medio orientado a un fin. ¿De qué sirve
conservar con tanto esmero el medio, si uno se desprende del fin? Y que triste
cálculo el renunciar, para vivir, a todo lo que da valor y dignidad a la vida,
Et propter vitam vivendi perdere causas! 3
IV
En verdad, tememos que haya habido alguna
ligereza en el modo en que se planteó esta campaña. Un similitud verbal ha
podido hacer creer que el individualismo derivaba necesariamente de
sentimientos individuales, por lo tanto egoístas. En realidad, la religión del
individuo es una institución social, como todas las religiones conocidas. Es la
sociedad la que nos asigna este ideal, como el único fin común que puede
actualmente reunir a las voluntades. Retirarla, no teniendo otra cosa para
poner en su lugar, es pues precipitarnos en esta anarquía moral que se quiere
precisamente combatir.
Hace falta para ello no obstante que
consideremos como perfecta y definitiva la fórmula que el siglo XVIII le ha
dado al individualismo y que hayamos cometido el error de conservarla casi sin
cambios. Suficiente hace un siglo, tiene ahora necesidad de ser alargada y
completada. La fórmula decimonónica no presenta al individualismo mas que en su
faz más negativa. Nuestros padres se habían asignado exclusivamente la tarea de
liberar al individuo de las trabas políticas que entorpecían su desarrollo. La
libertad de pensar, la libertad de escribir, la libertad de votar fueron
entonces puestas por ellos en el rango de los bienes prioritarios que era
necesario conquistar, y esta emancipación era ciertamente la condición
necesaria de todos los progresos ulteriores. Solo que, arrebatados por el ardor
de la lucha y volcados por entero al fin que perseguían, terminaron por no ver
más y por erigir en una suerte de fin último este término próximo de sus
esfuerzos. Ahora bien, la libertad política es un medio, no un fin; no tiene
valor más que por la manera en que es puesta en uso; si no sirve para algo que
la sobrepase, no sólo es inútil; deviene peligrosa. Arma de combate, si los que
la tienen no la saben emplear en luchas fecundas, no tardan en volverse contra
ellos mismos.
Y es justamente por esta razón que ha caído últimamente en un cierto descrédito. Los hombres de mi generación recuerdan cuál fue nuestro entusiasmo cuando, hace una veintena de años, vimos caer por fin las últimas barreras que contenían nuestras impaciencias. Pero ay! el desencanto llegó rápido; porque pronto sería necesario reconocer que no sabíamos que hacer con la libertad tan laboriosamente conquistada. Aquellos a quienes se la debíamos no se servirían de ella más que para desgarrarse unos a otros. Y ya desde ese momento se sentía elevarse sobre el país este viento de tristeza y desaliento, que se tornó más fuerte día a día y que debía terminar por abatir a los ánimos menos resistentes.
De este modo, no podemos conformarnos con este ideal negativo. Es necesario ir más allá de los resultados conseguidos, mas no sea para conservarlos. Si no aprendemos de una vez por todas a poner en obra los medios de acción que tenemos entre las manos, es inevitable que se deprecien. Usemos entonces nuestras libertades para averiguar lo que hay que hacer y para hacerlo, para aceitar el funcionamiento de la máquina social, tan ruda aun con los individuos, para poner a su servicio todos los medios posibles para el desarrollo de sus facultades sin obstáculos, para trabajar finalmente en la realización del famoso precepto: A cada uno según sus obras! Reconozcamos asimismo que, de una manera general, la libertad es un instrumento delicado cuyo manejo deben aprender y ejercitar nuestros niños; toda la educación moral debería estar orientada en esta dirección. Vemos que nuestra actividad no corre riesgos de que le falten objetos. Solo que, si es cierto que nos hará falta de aquí en adelante proponernos nuevos fines más allá de los que hoy nos conciernen, sería insensato renunciar a los segundos para perseguir mejor los primeros: porque los progresos necesarios no son posibles más que gracias a los progresos ya realizados. Se trata de completar, de extender, de organizar el individualismo, no de restringirlo y combatirlo. Se trata de utilizar la reflexión, no de imponerle silencio. Solo ella puede ayudarnos a salir de las dificultades presentes; no vemos aquello que pueda reemplazarla. No es meditando la Política tomada de las santas escrituras que encontraremos los medios de organizar la vida económica y de introducir más justicia en las relaciones contractuales!
En estas condiciones, ¿no aparece completamente delineado cuál es el deber? Todos aquellos que creen en la utilidad, o incluso simplemente en la necesidad de las transformaciones morales consumadas desde hace un siglo, tienen el mismo interés: deben olvidar las divergencias que los separan y mancomunar sus esfuerzos para mantener las posiciones adquiridas. Una vez atravesada la crisis, habrá ciertamente lugar para recordar las enseñanzas de la experiencia, a fin de no recaer en esta inacción esterilizante que nos trae actualmente tanto pesar; pero eso es trabajo para mañana. Para hoy, la tarea urgente y que debe realizarse antes que todas las otras, es la de salvar nuestro patrimonio moral; una vez que esté sano y salvo, veremos cómo hacerlo prosperar. Que el peligro común nos sirva al menos para sacudir nuestro entorpecimiento y hacernos retomar el gusto por la acción! Y ya, en efecto, vemos por el país iniciativas que se despiertan, buenas voluntades que se buscan. Ojalá aparezca alguno que las agrupe y las lleve al combate y tal vez la victoria no se haga esperar. Porque lo que debe tranquilizarnos en cierta medida, es que nuestros adversarios no son fuertes más que por nuestra propia debilidad. Ellos no tienen ni la fe profunda ni el ardor generoso que arrastran irresistiblemente los pueblos tanto en las grandes reacciones como en las grandes revoluciones. No ciertamente mientras pensemos en contestar su franqueza! ¿Pero cómo no sentir todo lo que su convicción tiene de improvisado? No son ni apóstoles que dejan desbordar sus cóleras o su entusiasmo, ni hombres de ciencia que nos aportan el producto de sus investigaciones y sus reflexiones; son hombres de letras que han sido seducidos por un tema interesante. Parece pues imposible que estos juegos de aficionados consigan retener por mucho tiempo a las masas, si es que nosotros sabemos actuar. Pero qué humillación si, no teniendo la mejor parte, la razón debiera terminar por tener la peor, mas no fuera por un tiempo!
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